SOCIEDAD › OPINIóN

El pedestal de Colón

 Por Carlos Masotta *

Después de casi cien años mirando erguida hacia el Río de la Plata, la estatua de Colón de la ciudad de Buenos Aires se encuentra acostada junto a su propio pedestal. Su relocalización o su restauración se debaten entre las respectivas voluntades del gobierno nacional y el metropolitano.

En el comienzo de la operación, la mole fue rodeada con una tela protectora que, a trasluz, provocaba un efecto fantasmal y parecía controlar cierta impudicia del desguace. No era para menos. Uno de los principales héroes de la llamada Historia Universal se elevaba allí, montado sobre la parafernalia alegórica de las principales potencias del proceso occidental. Para el pedestal de Colón, el escultor Arnaldo Zocchi representó la proa de un barco que, empujada por cuerpos musculosos, rompe una gran cadena; sobre ellos sentó a “La Ciencia” con un libro y “El Genio” señalando hacia adelante; en la cumbre del grupo ubicó, dominante, a “La Civilización” alzando una antorcha sobre sus compañeros. El conjunto parece proponer una pirámide jerárquica con el trabajo en la base y en lo alto las ideas y el mando.

Como si esto fuera poco, fueron sumadas las fuerzas naturales: “El Océano” con una piel de foca y la mismísima rotación de la tierra representada por un titán que empuja al globo terráqueo desprendiéndolo de una serpiente (la barbarie, la ignorancia). Finalmente, en la cara opuesta, “La Fe” sostiene los símbolos de la Esperanza y la Victoria mientras un grupo de marineros levantan una gran cruz. Sí, todo el conjunto se organiza según un avance y un rumbo inquebrantable. La imagen de Colón se sostiene en un viaje cultural como alegoría de la expansión del proceso evangélico y civilizatorio.

Como inicio de los festejos del centenario patrio, el 24 de mayo de 1910 se colocó la piedra fundacional del monumento, que logró consumarse recién en 1921. Fue ubicado estratégicamente detrás de la Casa Rosada, que entonces se encontraba a poca distancia del río. En alineación con la Pirámide de Mayo, Colón ingresó así al principal eje monumental diseñado en la década de 1880, que reunía a la Plaza de Mayo con la del Congreso, como mascarón de proa de ese trazo.

Más que en el “Descubrimiento”, la obra se centra en la partida del Puerto de Palos, por lo que el río agregaba una importante cuota de dramatismo. El monumento reinventaba aquel momento sobre la arena del Río de la Plata. La ubicación espacial y temporal remite a una de las principales claves de la saga colombina en América, un relato que ha operado masivamente por medio de su escenificación (pintura, escultura, teatro y cine) y, en particular, a través de actos escolares.

En 1992, esta ficción de un Puerto de Palos porteño cobró vida con los festejos del V Centenario del Descubrimiento de América. El gobierno nacional realizó la Feria Exposición América 92 como acto inaugural de la privatización del viejo Puerto Madero. Se recreó la costa europea con una carabela en tamaño original. El agua de los diques que divide en dos ese espacio simuló el Océano Atlántico. Del otro lado, se representó a América con una pirámide azteca. En la inauguración, la acción colombiana llegó a su paroxismo. El presidente de entonces, Carlos Menem, cruzó ese Océano en un barco y, como un moderno Colón, desembarcó frente a la pirámide.

Que Colón buscara su lugar en torno al panteón nacional obedeció a que su figura fue inventada en el siglo XIX por el auge del romanticismo, el culto al genio personal y al nuevo sentimiento de nación. Su estatua en Buenos Aires fue gestada por miembros de la colectividad italiana entendiendo que se trataba de un héroe de la italianidad. Los usos nacionalistas de Colón fueron elocuentemente contestados por Antonio Gramsci: “... puede reunirse toda la literatura sobre la patria de Cristóbal Colón. Se trata de una literatura completamente inútil y ociosa. ¿En qué consiste el elemento ‘nacional’ del Descubrimiento de América? El no se sentía ligado a ningún Estado italiano. Los intelectuales y especialistas italianos eran cosmopolitas no italianos, no nacionales”.

La historia del avance de Europa sobre América y el derecho de conquista militar fueron naturalizados en términos de una narración romántica, épica y patriótica que incluso se aplicaría localmente (“Conquista del Oeste”; “Conquista del Desierto”). Pero el agregado particular del siglo XX fue su interpretación en clave racial. En 1917, mientras el monumento de Buenos Aires aún se construía en Italia, un decreto presidencial incorporó el 12 de octubre al calendario patrio como el “Día de la Raza”. Cuando se inauguró el monumento, su majestuosa apología de la fuerza civilizadora no desentonaba con el auge del autoritarismo que desde el sur de Europa se comenzaba a expandir también por América.

Sobre los actos escolares del 12 de octubre, Clemente López, dirigente de la comunidad qom (toba) de la localidad de Derqui (Gran Buenos Aires), suele narrar un recuerdo de su infancia. “El maestro nos decía, mañana ustedes van a estar vestidos como indios. Cuando se daba el enfrentamiento, a nosotros nos hacían tirarnos boca arriba y los chicos criollos, vestidos como el conquistador, nos ponían el pie en el pecho nuestro. Después, mis padres me decían: no es el Día de la Raza, no es el Descubrimiento de América. Lo que nos hicieron fue una matanza.”

En las últimas décadas, las naciones de América latina fueron un espacio conflictivo de revisión de su historia y temporalidad. La experiencia de nuevos sujetos colectivos en las luchas anti y posdictatoriales erosionó las antiguas fórmulas autoritarias de imaginar la historia e inscribirse en su devenir. Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Argentina han cambiado la denominación “Día de la Raza” por “Día de la Interculturalidad”; “la Descolonización; “la Resistencia indígena” y “el Respeto a la diversidad cultural”. La resemantización del 12 de octubre mantiene la beligerancia con aquella historia monumentalizada. Para el caso, el monumento de Colón removido a medias es una imagen elocuente de la transición de una sociedad que evalúa dónde depositar sus pasados traumáticos y hacia dónde orientar su mirada futura.

Si esto es así, tal vez sea mejor dejar a Colón allí acostado al lado de su pedestal. Que, como una antigua ruina, junte moho sobre el mármol y pueda decirse a las nuevas generaciones: éstos son los restos de una vieja civilización que pagó muy caro el culto a uno de sus principales ídolos.

* Antropólogo (Conicet-UBA).

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