SOCIEDAD › PESE A LA CONTAMINACION, LA COSTA SE CUBRE DE GENTE QUE VIVE DE LOS PECES

A la pesca

Punta Lara, Quilmes, Berazategui, Costanera Norte son los escenarios a los que cada día llega una creciente cantidad de pescadores. Pero ya no es el deporte lo que los anima, sino el hambre. Aunque la basura flotante es visible, la mayoría no cree que los peces estén contaminados. Y aun los que admiten que puedan estarlo tienen un argumento implacable: peor es no comer.

 Por Horacio Cecchi

“Este río es una mina de oro. ¿Sabés la gente que podría comer haciendo una cooperativa de pesca?” Mientras Omar habla, sus ojos tratan de abarcar las profundidades como una red. Acodado contra la costanera de Punta Lara, habla mientras sus ilusiones y las de las ocho bocas familiares cuelgan de un par de líneas con carnada, que pretenden transmutar en filetes de pescado, el plato imaginable desde hace dos años, cuando Omar perdió el trabajo. No es el único. Desde la costa de Ensenada, pasando por Punta Lara, Quilmes, Berazategui, Avellaneda hasta la Costanera Norte, cada vez son más los que consideran que la pesca sólo es deporte cuando gana el estómago. No importa si el río arrastra inmundicias, ni la reciente prohibición sobre el sábalo por comprobada contaminación, que ya provocó serias intoxicaciones. La mayoría apuesta a que todo es un mito que encubre algún inexplicable negocio. Los pocos que reconocen el problema responden con una lógica de hierro: “Hay hambre, viejo, y no hay estómago que aguante. El río es gratis, por ahora”.
El lugar se llama Boca Cerrada. Donde termina abruptamente la avenida costanera Almirante Brown, de Punta Lara, a espaldas de Villa Elisa y a unos diez kilómetros del centro de La Plata. Durante el verano, Boca Cerrada y toda la ribera de la punta hacen las veces de balneario popular. Pero todo el año, la costanera cumple su función de comedor ictícola popular. Todos los días, desde las 4 o 5 de la mañana hasta avanzada la noche, las plomadas silban sobre las cabezas para hacer pluch y desaparecer bajo el agua llevando consigo anzuelos, carnadas y esperanzas.
Omar está cubierto con un grueso pulóver. Aunque son las seis de la tarde, el frío húmedo del río cala los huesos. Y los de Omar rechinan uno contra otro. Efectos del reuma. Se nota que uno de sus ojos está enrojecido, y él aclara: “No está irritado: perdí la vista por toxoplasmosis”. Omar se dedica a albañilería y pintura. Las paradojas de un país en caída libre dicen que en lugar de construir hacia arriba, Omar lo hace hacia abajo, como changa circunstancial, cavando pozos ciegos.
“Hay semanas que no entran ni 10 centavos”, se queja, mientras la menor de sus hijos, Ruth, de 2 años, juega entre líneas y anzuelos. Su esposa y otros cinco chicos, de 16, 13, 10, 9 y 6 años, esperan por el plato. A su lado, un hombre de edad insondable, y piel curtida y agrietada, clava carnadas y lanza la línea. “Trabajo de casero en el verano, cuidando casas, cortando el pasto –se define Jorgito–. Pero ahora no es verano así que no tengo trabajo y me vengo al río a buscar comida. Por ahora es gratis. Es época de pejerrey. A la mañana sale más. Ahora, desde hace varias horas que no aparece nada.” Orgulloso, muestra un nylon donde envuelve dos pejerreyes, magros 15 centímetros que la ansiedad agranda.
–¿No tienen miedo de la contaminación?
–Qué van a estar contaminados –ríen los huecos de la dentadura de Jorgito–. Los venimos comiendo desde hace rato y no pasa nada.
Cuando el pique es bueno, Jorgito, Omar, también Elbio, que está a unos metros, y muchos otros juntan lo obtenido, separan lo que será alimento, y el resto lo llevan a algún nodo de trueque donde lo intercambian por papas, yerba, atención médica, o lo venden a otros que, como ellos, tienen hambre pero pueden arrimar algunas monedas al presupuesto. “Te dan hasta 5 pesos por kilo”, aclara Elbio, con una gorrita símil corredor de Fórmula Uno, atenazado a la caña.
–Elbio, y usted, ¿a qué se dedica?
–Hasta noviembre, trabajaba en una playa de estacionamiento. Me despidieron. Me pagaron noviembre, diciembre, vacaciones e indemnización, pero quedó todo en el corralito. Ahora, me dedico a la pesca.
Con el agua hasta el cuello
En Berisso lo conocen como el sumidero de la 66. Técnicamente, es un caño de casi dos metros de diámetro que descarga en el río las aguas servidas y malolientes de buena parte de la ciudad de La Plata. Pero, popularmente, el sumidero de la 66 tiene el significante de la supervivencia: pasó a ser una fuente de alimentos. Buena parte de los desocupados de Berisso suele atravesar el camino de barro que es la 66, para tirar una línea con anzuelos allí donde el agua desemboca oscura y densa de olores. “Los pescaditos pican que da gusto”, aclara un chico, receloso. A kilómetros de allí, hacia la Capital, al sur de la costanera de Quilmes, la técnica es más compleja. “Los muchachos se meten con caballos –dice Zacarías, de un grupo de desocupados que se reúne en una escuela de Quilmes–. Cada uno tiene atada la punta de una red. Se meten casi hasta el cuello del animal, y después dan la vuelta. Arrastran pejerreyes, armados, bogas, lo que venga.”
Otros explotan la pesca a nivel subcomercial, allí donde es posible bajar al río y empujar un bote. Nacen entonces diversas fuentes de trabajo: desde el botero que se gana unas monedas, hasta el pescador que apuesta a la pesca a escondidas de los prefectos. Tiran redes y espineles con hasta treinta anzuelos. En la costa de Punta Lara se ve crecer algunas de las actividades subsidiarias de la pesca y la desocupación: hay un par de ómnibus destartalados, donde se han instalado los vendedores de lo imprescindible: carnadas, mojarras, lombrices, anzuelos, líneas. Curiosamente, los vendedores de lo imprescindible para la pesca carecen de lo imprescindible para vivir. A un lado de uno de los colectivos que asoman como un rejunte de lata vieja, un hombre intenta vender a cinco pesos la unidad cuatro enormes surubíes, colgados de una madera, todavía sorprendidos por los efectos de la ley de gravedad concentrada en un anzuelo seco dentro de su boca. El bote del cual surgieron las cuatro unidades a cinco cada una volvió a internarse en el río en busca de nuevos sorprendidos. “¡Fuera! ¡Fuera! –grita, el vendedor, mientras ahuyenta moscas y periodistas, sin dar detalles sobre el rubro–. No quiero que me escrachen.”
A 60 kilómetros de allí, como quien no quiere la cosa, Juan y Walter se arriman a la charla, en la Costanera porteña. Juan tiene escasa práctica en la pesca. “Estoy aprendiendo”, dice. La necesidad obliga. Por ahora, pone lombrices en los anzuelos y está atento a que la punta de la caña pegue el tirón, señal de futuro plato. Walter lleva seis meses de práctica, así que allí donde haya pescadores experimentados él pega el oído. Los guantes de Walter son particulares. Por más frío que haga, y esa noche el termómetro marcaba 4 grados bajo cero, tiene las cinco puntas cortadas para que asomen los dedos. Así, pegando las yemas contra la tanza puede sentir los anuncios del anzuelo. Los dos vienen desde Villa Lugano. Antes de la pesca, Juan era vendedor de ropa y Walter, cortador de tela en un taller en Avellaneda. “Pero los alquileres en dólares se fueron a las nubes y el taller cerró”, sintetiza el origen de su nueva actividad ribereña. Empezaron pescando en el lago artificial del Autódromo. “Ahí sacás unas taruchas (tarariras) así”, dice Walter y con sus dedos al aire marca las dimensiones. “Comemos nosotros y el gato.”
La conversación con el trío deriva en charla culinaria. “En los lagos de Ezeiza hay anguilas. En el Autódromo por ahí también, donde es poco profundo –dice Walter–. Se pesca con el dedo, donde hay barro. Metés el dedo en la cueva que hace en el barro y te lo chupa. Ahí, doblás el dedo y tirás y la sacás entera. Es un manjar.”
Recolección, caza y pesca
Vidal y José miran hacia el fondo, o hacen que miran, porque el agua es tan oscura que sólo se ven las olas breves y grupos de botellas de plástico meciéndose sobre ellas. La línea con tres boyitas que marcan los anzuelos suben y bajan regularmente. “¡Ahí hay uno! ¿Lo ves?”, grita Vidal y José asiente. Uno podría mirar eternamente y no sabría qué es lo que ve, porque, habrá que repetir, el agua a esa altura de la Costanera no es ni incolora ni inodora y se supone que tampoco insípida. Pero Vidal y José lo ven. “Qué hijo de puta, mirá cómo da vueltas y nada. Si no tiene hambre, no lo vamo’a convencer.”
–¿Dónde?
–Allí, la sombra, esa que se mueve. No es mugrita –ríe Vidal–. Es un pejerrey.
Desde hace más de dos años que los dos amigos van de pesca a la Costanera, como quien va a la carnicería. Viajan desde Banfield, y resisten de pie desde las 7 de la mañana hasta las diez u once de la noche, según cómo fue el pique ese día. Los dos están apoyados sobre el borde del murallón, pensativos, silenciosos, sumidos en el ir y venir de las boyitas, y sólo para interrumpir cada vez que vuelve la sombra. Junto al codo de Vidal, que se abriga con una campera del sindicato de mecánicos, el único recuerdo que le queda de su trabajo, quedan restos plateados, escamas, y una cabeza.
–¿Pescaron?
–Hoy, dos chiquitos. ¿Eso? –pregunta Vidal (José es más callado, quién sabe en qué pensará, si en lo que fue o en lo que vendrá)–. Eso es lo que quedó de la mojarra. La usamos de carnada.
Y lo dice como si tuviera pena, no por la mojarra, sino por haberla invertido en carnada hasta ahora inútil, en lugar de darle fines más concretos. De todos modos, es nada.
Antes, la ciudad daba espaldas al río. Después de los fabulosos negocios inmobiliarios que supuestamente la dieron vuelta, sigue dando la espalda al hambre que pesca. Como Omar, de Punta Lara, que es albañil hacia abajo, hace tiempo que se volvió al trueque. Ahora, inicia la era de los recolectores, de la caza y de la pesca.

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