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Domingo, 12 de febrero de 2006

ENTREVISTA A RODRIGO MORENO, EL DIRECTOR ARGENTINO QUE COMPITE MAÑANA EN BERLIN

“¿Qué es vivir la vida a través de otro?”

El realizador revela los entretelones de la filmación de El custodio, que retrata la rutina del guardaespaldas de un ministro y aspira al Oso de la Berlinale. “El personaje no es ni víctima ni poderoso: es un tipo que abre puertas”, dice el director.

Entre todo lo que hay para mirar, Rodrigo Moreno se fijó en un custodio; observó el protocolo inútil de abrir puertas y bajar la cabeza, se deslumbró por la sensación de peligro inminente allí donde nunca pasa nada... pidió a unos que conoció por ahí que lo dejaran acompañarlos, se subió a su auto en el asiento de atrás y escuchó el roce metálico de armas que no disparaban sino que estaban allí para ser limpiadas, acariciadas como se hace con una cría o un fetiche erótico. ¿Por qué elegir eso y no otra cosa? Tal vez Moreno, director de El custodio (que compite en la sección oficial del Festival de Berlín, donde se verá mañana) esté dispuesto a dar una respuesta sobre cómo aparece La Idea... “Una vez leí a Paul Schrader, guionista de Taxi Driver, y explicaba que encontró en la figura del taxista de Robert De Niro una metáfora visual. Si tengo que hablar de mí mismo me interesa la metáfora, no mostrarme en mi departamento mirando el techo”. Moreno, el de la melena indomable, las gafas del cliché cinéfilo, la actitud parca, el habla demorada, consiguió lo que todos los de su generación (del ’70 al ’75) anhelan: ser seleccionado para la competencia oficial de Berlín, como antes les pasó a Lucrecia Martel con La ciénaga y a Daniel Burman con El abrazo partido...

Moreno, el que parecía condenado a la autoría compartida (con Ulises Rosell y Andrés Tambornino, con quienes dirigió El Descanso), aquel que se fascinó con Tsai Ming Liang y Takeshi Kitano y admite esa influencia en su película como si lo que menos importara fuera la originalidad, participa en Berlín con una historia módica, concentrada en el único punto de vista de Rubén, custodio de un grisáceo ministro de Planificación, testigo en una escena en la que lo importante siempre ocurre diez metros más adelante. “Este hombre –dice– se sustrae de su personalidad, se anula... posibilita una reflexión sobre la existencia. Deja de ser protagonista de su propia vida. Si yo cambiara ligeramente el ángulo de la cámara, el protagonista pasaría a ser un extra”. Moreno, el que se deslumbró por las asimetrías de un hombre mirando a otro hombre todo el día, el que hizo participar a su cámara como un custodio del propio custodio, se dejó llevar por la intención de contar “qué pasa cuando alguien depende de alguien. ¿En qué consiste vivir la vida a través de otro?”. El trabajo de campo fue como el del documentalista ante su objeto real, aproximado a dos custodios de un ministro para llevarse la esencia de un oficio. Cuando todo empezaba, Moreno los siguió durante un día convertido en un custodio, cuidó del ministro, se saturó de tanta espera... “Era sencillo, simple, pero suficiente para empezar a trabajar. Supe que el trabajo era seguir y esperar, jamás entrar en acción, como custodios de ministros a los que nadie quiere matar. El ministro de Planificación, en El custodio, es una figura de segunda línea. Me desprendí de cualquier connotación política, acusatoria, panfletaria”.

La criatura de Moreno está para servir, empieza a parecerse a un peón de lujo; acumula tensión como una olla a presión que en algún momento, después de tanto silencio y tanta espera, podría explotar. ¿Hay algo de resentimiento de clase en la posición gélida y pasiva del Rubén de Julio Chávez, como rumiando, entregado al goce de generar satisfacción ajena? “Nunca sabe lo que está pasando, algunas cosas escucha y otras no, tiene algo de mueble familiar”, lo describe el director. “Podría comparárselo al servicio doméstico. Pero ésta no podría ser una película sobre una mucama: lo que me interesa es que no deje de ser un tipo al filo de un peligro constante, actuando como si realmente estuviera por pasar un atentado en cualquier momento. Además es un tipo armado; el peligro inminente sostiene el relato a lo largo de toda la película. Salvo en una película de (Claude) Chabrol, que es una suerte de drama marxista, la mucama no podría jugar ese rol”. No hay comparación posible –entiende Moreno– entre una película como El custodio y La ceremonia de Chabrol: si allí la revancha de clase era menos “un caso” que una revuelta social condensada en Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert, aquí el individuo es más fuerte –cree– que su representatividad.

El resentimiento de clase –aclara Moreno– es algo que no está manifestado en términos visuales. Está claro que es un outsider y que participa de un círculo ajeno. Pero no está ese resentimiento desde el custodio; sí hay una distancia clara hacia él de parte de la familia del ministro.

–¿Acaso su custodio nace de una inversión: de poderoso a víctima?

–No es ni víctima ni poderoso: es un tipo que abre puertas. Las armas son parte del reglamento. Es parte de una estructura dramática basada en la acumulación de hechos, como si estuviéramos mirando una olla a presión.

–¿Qué aprendió mientras observaba a los custodios?

–Me sirvió para entender visualmente la película. Decidí contarla con mucha austeridad, intuyendo algo de ellos que sabía, pero no llegaba a ver. Escuchaba el ruido de metal, pero no llegaba a distinguir que estaban calzadísimos, llenos de fierros. Me sirvió para afinar cómo mirar, más que cómo obtener datos.

–¿Por qué el cine argentino (en Tiempo de valientes, con la SIDE) o en El custodio (filmada en el Ministerio de Economía) empieza a interesarse por los espacios de la burocracia estatal?

–Me interesaba que el custodiado fuera alguien irrelevante. Si no perteneciera a la función pública, no sería un personaje irrelevante. Nunca lo pensé desde un sentido político-social. Sólo tomé la decisión de que el ministro fuera un burócrata abúlico.

–En esa decisión hay una toma de partido...

–Si el denominador común de los políticos es decir que son todos chantas, todos chorros, yo quise que el ministro fuera un tipo formado, porque lo otro –el arquetipo– no me parece interesante para centrar una película. Este ministro habla en francés, podría ser psicoanalista, es de clase media alta porteña y le tocó ser ministro. Vos lo escuchás a Bielsa y es un tipo formado; éste es una especie de Bielsa, un concheto formado. Pero sin esa exposición pública.

Mientras filmaba su película, Moreno –de un celo extraordinario para filtrar el acceso a la versión final de El custodio– se juntó a leer el diario con el elenco, se devoró diariamente el matutino Ambito Financiero en busca de la jerga de un político, pidió a Marcelo D’Andrea y a Julieta Vallina (supuestos colaboradores del ministro) que hablaran con empleados públicos, que les extrajeran frases para decirlas luego todas juntas y a gran velocidad resultando lo más parecido “a un discurso vacío”. La prioridad –en cualquier caso– era deshacerse del estigma del film político testimonial. ¿Dialoga con Un oso rojo, de Adrián Caetano, otro film con Julio Chávez, pero del otro lado de la ley? “No dialogan –dice Moreno–, son dos monólogos. Caetano se manda abiertamente al género y se inscribe en otra tradición. A mí me interesa especialmente Kitano, Tsai Ming Liang, películas que estén hablando de cine dentro del cine. Manifiestan una ideología sobre el cine a la cual adhiero. En esos casos el plano se convierte en una unidad narrativa autónoma, empieza y termina. El lugar en el que se sitúa la cámara adquiere una implicancia moral”.

Moreno, hijo de los actores Adriana Aizemberg y Carlos Moreno, se asume como parte de una generación bendita, una que redescubrió a sus propios padres y los puso a protagonizar películas. De hecho, dice que Daniel Burman es el hijo no judío que su madre, Aizemberg, nunca tuvo. Si ella actuó en El abrazo partido, en Derecho de familia, en Mundo grúa (de Pablo Trapero) es solamente porque su hijo, y los amigos de su hijo, se fijaron en los rostros y los cuerpos que les parecían familiares. Moreno y su generación, los fundadores de una era en el cine argentino reciente, invaden festivales y acreditan varios premios y, justamente, sobre ese punto...

–¿Hay algo en común entre las películas que acceden a una competencia internacional?

–Lo que busca un festival es una mirada autoral. Por suerte afuera se valora, también en términos de público, al cine argentino. Tenemos en común cierta representación del realismo que surgió después de Historias breves, muy diferente a la que había antes y a la cual se dijo basta. ¿A qué se dijo basta? A esa cosa que salía de memoria, al costumbrismo, a ciertos actores que dominaban la pantalla y que siempre eran los mismos: Luppi, De Grazia, Ranni. De todos modos, entre lo nuevo, es muy distinto el Rulo de Argentino Vargas y de Graciela Borges. Pero todos nosotros nos desprendimos de una manera fácil, cómoda y condescendiente de representar lo argentino.

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Para captar la esencia del oficio, Moreno siguió a dos custodios reales.
 
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