VERANO12

FRANZ KAFKA X GUSTAV JANOUCH

El tono de la segunda invitación, que trataba de hacerle patente al visitante su irrelevancia incluso antes de que abriera la puerta, concordaba perfectamente con las cejas amarillas siempre fruncidas, la impecable raya hasta la nuca en una cabellera rala y macilenta, el cuello alto y almidonado y la ancha corbata oscura, el chaleco abotonado hasta arriba y los ojos de ganso, algo saltones y de color azul acuoso, del hombre que durante años estuvo sentado frente a Kafka en el mismo despacho.

Recuerdo que Franz Kafka siempre se sobresaltaba un poco al oír el autoritario “¡entre!” de su colega. Primero parecía encogerse y a continuación miraba hacia él con franca desconfianza, como si inmediatamente después cupiera la posibilidad de recibir un golpe. No obstante, también reaccionaba así cuando su compañero de despacho le decía algo en tono amable, por lo que era evidente que Kafka se sentía desagradablemente cohibido con Treml.

Por eso cuando empecé a visitar a Kafka en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo no pasó mucho tiempo antes de que le preguntara:

–¿Podemos hablar en su presencia? ¿No será un chivato?

El doctor Kafka negó con la cabeza.

–No lo creo. Aunque los hombres que temen tanto como él por su puesto de trabajo, en determinadas circunstancias son capaces de cometer vilezas considerables.

–¿Le tiene miedo?

Kafka sonrió desconcertado:

–Los verdugos nunca han tenido buena reputación.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Hoy en día el oficio de verdugo es una profesión pública digna y bien pagada según convenio. Así que, ¿por qué no ha de haber un verdugo en el interior de cada respetable funcionario?

–¡Pero los funcionarios no matan a nadie!

–¡Ya lo creo que sí! –repuso Kafka, apoyando las manos sobre la mesa con una sonora palmada–: convierten a personas vivas y susceptibles de transformación en números de registro muertos e incapaces de variar.

Reaccioné con un breve asentimiento, pues me di cuenta de que con la generalización que el doctor Kafka acababa de hacer sólo quería evitar definir las características de su colega de despacho. Kafka disimulaba la tensión que reinaba desde hacía años entre él y su inmediato compañero. El doctor Treml parecía conocer la antipatía que Kafka sentía por él, y por eso le hablaba con altivez, tanto oficialmente como en privado, en un tono ligeramente condescendiente y con una sarcástica sonrisa de hombre de mundo siempre reflejada en sus finos labios. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podían tener el doctor Kafka y sus visitantes, casi siempre jóvenes (¡sobre todo yo!)?

La expresión facial de Treml decía a las claras: “No entiendo cómo usted, el consultor jurídico del Instituto, puede conversar con estos mozalbetes insignificantes como si fueran personas de su misma categoría, escucharlos con interés y a veces incluso dejarse aleccionar por ellos”.

El compañero inmediato de Kafka tampoco hacía ningún esfuerzo por disimular la antipatía que sentía hacia él y sus visitantes privados, pero como aun así tenía que esforzarse por mostrar cierta reserva en su presencia, siempre optaba por abandonar la habitación (o al menos cuando yo entraba en ella). Entonces el doctor Kafka siempre suspiraba con exagerado alivio. Lo hacía sonriendo, pero con eso no me podía engañar: para él, Treml era un verdadero tormento. Por eso en una ocasión le dije:

–La vida resulta difícil con un compañero de despacho así.

Pero el doctor Kafka lo negó enérgicamente con la mano.

–¡No, no! No es verdad. Treml no es peor que los demás funcionarios. Al contrario: es mucho mejor. Tiene muchos conocimientos.

Yo repliqué:

–Quizá sólo quiera presumir de ellos.

Kafka asintió.

–Sí, es posible. Pero eso lo hace mucha gente sin que por eso haga bien su trabajo. En cambio, el doctor Treml es un hombre realmente trabajador.

Suspiré.

–Bueno, usted lo alaba cuando en realidad le resulta antipático. Con sus elogios sólo intenta disimular la manía que le tiene. –Al oír esto, Kafka pestañeó y, perplejo, se mordió el labio inferior mientras yo ampliaba mi comentario:

–Para usted, Treml es alguien completamente extraño. Lo mira como si fuera un bicho raro metido en una jaula.

Pero entonces el doctor Kafka me miró a los ojos casi con enfado y dijo en voz baja y áspera por la energía reprimida:

–Se equivoca. Soy yo, y no Treml, quien está metido en una jaula.

–Es natural. La oficina...

El doctor Kafka me interrumpió:

–No sólo aquí, en la oficina, sino en general. –Dicho esto apoyó el puño derecho sobre el corazón–. Yo siempre llevo las rejas dentro de mí.

Durante unos segundos nos miramos a los ojos sin decir nada. En ese momento llamaron a la puerta y mi padre entró en el despacho. La tensión desapareció y ya sólo se habló de cosas sin importancia, pero la impresión que me habían causado las palabras de Kafka –“¡llevo las rejas dentro de mí!”– siguió vibrando en mi interior. Y no sólo aquel día, sino durante muchas semanas y meses: eran como las brasas de un fuego que seguían palpitando bajo las cenizas de los pequeños acontecimientos cotidianos, un fuego que mucho más tarde –creo que fue en la primavera o en el verano de 1922– se desató como la llama de un soplete que se enciende de repente.

Por aquel entonces me veía con frecuencia con el estudiante Bachrach, a quien, que yo supiera, sólo le interesaban tres cosas: la música, el inglés y las matemáticas. A este respecto me explicó un día: “La música es el sonido del alma, la voz directa del mundo interior. El inglés responde al imperio universal del dinero, y aquí ya entran en juego las matemáticas, aunque este aspecto no sea muy relevante. Las matemáticas superan el ámbito de la mera mecánica de cifras. Son la raíz casi metafísica de todo orden racional”.

Al escuchar sus explicaciones solía quedarme sin habla y eso le gustaba. A cambio, muchas veces me traía revistas, libros y entradas para el teatro. Por eso no me sorprendió en absoluto que un día me trajera un libro completamente nuevo.

–Hoy te traigo algo muy especial.

El libro estaba en inglés; se titulaba Lady into Fox y el autor era David Garnett.

–¿Qué quieres que haga con esto? –pregunté decepcionado–. Ya sabes que yo no sé inglés.

–Ya lo sé. No te lo traigo para que lo leas tú. Este libro no es más que la prueba de lo que te voy a decir ahora. A tu admirado doctor Kafka están empezando a conocerlo en el mundo entero. Lo demuestra el hecho de que ya lo estén copiando. Este libro de Garnett es una imitación de La metamorfosis.

–¿Un plagio? –pregunté bruscamente.

Bachrach alzó las manos en actitud defensiva.

–No. Yo no he dicho eso. El libro de Garnett sólo tiene el mismo punto de partida. Una mujer se transforma en zorra. Es decir, un ser humano se transforma en animal.

–¿Me lo puedes prestar?

–Claro. Para eso te lo he traído. Se lo puedes enseñar a Kafka.

Al día siguiente fui al piso de Kafka, ya que no estaba en la oficina. Esta fue, dicho sea de paso, mi primera y última visita a casa de Kafka. Me abrió una mujer flaca, vestida de negro. Sus brillantes ojos de color azul grisáceo, la forma de su boca y la nariz un poco irregular la delataron de inmediato como madre de Kafka.

Tras presentarme como el hijo de un colega de despacho del doctor Kafka y preguntar si podría hablar con él, me dijo:

–Está en cama. Iré a preguntarle.

Se fue y me dejó ahí, sin más. Regresó al cabo de unos minutos, esta vez con la cara iluminada por una alegría perfectamente perceptible aunque no la expresara en palabras.

–Se alegra de que haya venido a visitarlo. Incluso me ha pedido algo de comer. Pero por favor, no se quede mucho tiempo. Está cansado. No puede dormir.

Prometí que me iría en seguida. Entonces me llevó a través de un largo pasillo y de una gran habitación con muebles de color marrón oscuro hasta un cuarto estrecho en el que en una cama sencilla, bajo una manta forrada de tela blanca, yacía Franz Kafka.

Me estrechó la mano con una sonrisa, y con un gesto informal me señaló la silla que había a los pies de su cama:

–Por favor, siéntese. Probablemente sólo pueda hablar muy poco. Perdóneme.

–Es usted quien tiene que perdonarme a mí por asaltarlo de esta manera, pero me ha parecido realmente importante enseñarle una cosa.

Saqué el libro en inglés de mi bolsillo, lo puse encima de la manta delante de Kafka y le hablé de la conversación que había sostenido con Bachrach. Cuando le dije que el libro de Garnett copiaba el método de La metamorfosis, sonrió cansado y contestó con un leve gesto de negación:

–¡No, no! Eso no lo ha sacado de mí. Es algo que flota en el ambiente de estos tiempos. Los dos lo hemos transcripto de nuestra propia época. El animal nos resulta más próximo que el hombre. Ahí están las rejas. El parentesco con el animal resulta más fácil que con los seres humanos.

La madre de Kafka entró en la habitación.

–¿Puedo ofrecerle algo?

Entonces me puse en pie.

–Gracias, pero no quiero importunarlos más.

La señora Kafka contempló a su hijo. Había alzado el mentón y tenía los ojos cerrados.

Entonces dije:

–Sólo quería traerle este libro.

Franz Kafka abrió los ojos y añadió, con la mirada fija en el techo:

–Lo leeré. Quizá la semana que viene ya vuelva a estar en la oficina. Se lo llevaré allí.

Entonces me tendió la mano y cerró los ojos.

Pero a la semana siguiente Kafka no volvió a la oficina. Aún tuvieron que transcurrir diez o quince días antes de que pudiera volver a acompañarlo a su casa. Entonces me devolvió el libro y dijo:

–Cada cual vive detrás de una reja que siempre lleva consigo. Por eso ahora se escribe tanto sobre animales. Es la expresión de la nostalgia por una vida libre y natural. Sin embargo, para un hombre la vida natural es vivir en cuanto ser humano. Pero nadie se da cuenta de ello. Nadie quiere verlo así. La existencia humana es demasiado penosa, por eso se la quiere eludir, por lo menos en el terreno de la imaginación.

Yo seguí desarrollando su reflexión:

–Es un movimiento parecido al que hubo antes de la Revolución Francesa. Por aquel entonces se postulaba un regreso a la naturaleza.

–¡Sí! –asintió Kafka–. Pero hoy en día aún se va más lejos. Ya no sólo se dice, sino que se hace. Se está regresando al estado animal, que resulta mucho más fácil que la existencia humana. Bien arropado por el rebaño, el hombre actual desfila por las calles de la ciudad en dirección al trabajo, al pesebre y a la diversión. Es una vida perfectamente acompasada, como en el Instituto. No hay maravillas, sino sólo instrucciones de uso, formularios y normativas. A la libertad y la responsabilidad se les tiene miedo. Por eso el hombre prefiere ahogarse detrás de las rejas que él mismo se ha fabricado.

Unas tres semanas después de nuestro primer encuentro, Franz Kafka y yo dimos el primer paseo juntos.

En el despacho me dijo que lo esperara a las cuatro delante del monumento a Jan Hus, en la plaza de la Ciudad Vieja, y que entonces me devolvería un cuaderno con poesías que yo le había prestado.

Estuve en el lugar convenido a la hora anunciada, pero Franz Kafka apareció casi una hora más tarde.

Se disculpó diciendo:

–Nunca consigo cumplir con un compromiso. Siempre llego tarde. Quiero dominar el tiempo, tengo la sincera y buena voluntad de cumplir con lo convenido, pero el entorno o mi cuerpo siempre quiebran esta voluntad para demostrarme mi flaqueza. Probablemente ésta sea también la raíz de mi enfermedad.

Paseamos por la plaza de la Ciudad Vieja.

Kafka dijo que era posible que se publicaran algunas de mis poesías. Quería dárselas a Otto Pick.

–Ya he hablado con él del asunto –dijo.

Sin embargo, yo le pedí que no se publicaran.

Kafka se detuvo.

–¿Así que no escribe usted para que se publiquen sus cosas?

–No. Sólo son tanteos; tanteos muy modestos con los que quiero demostrarme a mí mismo que no soy tonto del todo.

Seguimos el paseo. Franz Kafka me mostró la tienda y la casa de sus padres.

–Así que es usted rico –dije yo.

Franz Kafka torció el gesto.

–¿Qué es la riqueza? Habrá alguien para quien una camisa vieja ya sea una riqueza. Otro será pobre aunque posea diez millones. La riqueza es algo muy relativo e insatisfactorio. En el fondo no es más que una situación especial. La riqueza significa una dependencia de las cosas que se poseen, a las que hay que proteger de la desaparición mediante nuevas posesiones y nuevas dependencias. No es más que una inseguridad materializada. En cualquier caso, todo esto pertenece a mis padres, no a mí.

El primer paseo con Franz Kafka terminó de la siguiente forma: nuestro recorrido nos había llevado de regreso al palacio Golz-Kinsky cuando de la tienda que ostentaba el letrero Hermann Kafka salió un hombre alto y corpulento con un sobretodo oscuro y un sombrero reluciente. Se detuvo a unos cinco pasos de nosotros y nos esperó. Cuando nos hubimos aproximado unos tres pasos más, dijo en voz muy alta:

–Franz, a casa. El aire es húmedo.

Entonces Kafka me dijo bajando extrañamente la voz:

–Mi padre. Está preocupado por mí. En muchas ocasiones, el amor tiene el rostro de la violencia. Que le vaya bien. Vendrá a verme, espero...

Yo asentí. Franz Kafka se fue sin darme la mano.

Unos días más tarde, tras convenir en ello, esperé al doctor Kafka a las cinco de la tarde delante de la tienda de sus padres. Queríamos dar un paseo por el Hradcany, pero el doctor Kafka no se encontraba bien. Respiraba pesadamente. Por eso nos limitamos a recorrer poco a poco la plaza de la Ciudad Vieja, pasando por delante de la iglesia de San Nicolás para entrar en la calle Kaprova y rodear el Ayuntamiento hasta llegar a la plaza Pequeña. Nos detuvimos delante del escaparate de la Librería Calve.

Yo inclinaba la cabeza a uno y otro lado, alternando entre el hombro derecho y el izquierdo, para poder leer los títulos de los lomos de los libros. El doctor Kafka sonrió divertido.

–Parece que usted también es uno de esos locos bibliómanos a los que la lectura hace perder la cabeza.

–Sí, así es. Creo que no podría vivir sin libros. Para mí son el mundo entero.

El doctor Kafka frunció el entrecejo.

–Eso es un error. Un libro no puede sustituir al mundo. Es imposible. En la vida todo tiene un sentido y una finalidad que ninguna otra cosa puede cubrir plenamente. Por ejemplo, no se puede vivir experiencias a través de un doble. Lo mismo sucede con el mundo y los libros. Los libros intentan encerrar la vida como se encierra a los pájaros canoros en una jaula. Pero eso no sale bien. ¡Al contrario! Partiendo de las abstracciones contenidas en los libros, el hombre no hace sino construirse a sí mismo la jaula de un sistema. Los filósofos no son más que Papagenos vestidos de colores y con varias jaulas distintas bajo el brazo.

Se rió, pero su risa le provocó una tos ronca y fea. Cuando el ataque hubo remitido, dijo sonriente:

–Como ve, he dicho la verdad. Acaba de oírlo y de verlo. Lo que otras personas subrayan con un estornudo, yo he de hacerlo por medio de mis pulmones.

Esta observación suscitó en mí una sensación desagradable. Traté de reprimirla preguntando:

–¿No se habrá resfriado? ¿No tendrá algo de temperatura?

El doctor Kafka sonrió cansado:

–No... Nunca recibí suficiente calor. Por eso me consumo... de frío.

Se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Unas arrugas profundamente marcadas en su rostro le señalaban los extremos de los labios apretados. Tenía la cara amarilla como el azufre.

Me tendió la mano.

–Adiós.

Fui incapaz de decir nada.

Este retrato está incluido en Conversaciones con Kafka de Gustav Janouch.

(Editorial Destino imago mundi).

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