Alwe es una obra bella y oscura sobre un grupo de adolescentes que se van a un bosque en Esquel a pasar unos días antes de suicidarse todos juntos. La obra comienza con uno de los actores escribiendo en la pared: “Leo se mata en invierno”. Y uno va descubriendo que ese grupo de jóvenes (Rafael Federman, Gianluca Zonzini,  Yael Estevez, Fiamma Carranza Macchi y Flor Sanchez Elía) acaba de despedir a un amigo hace poco; otro adolescente que se suicidió dejando esa estela de misterio, pena irremediable y vacío. Pero no se van al bosque solamente a vivir el duelo, sino que se preparan ellos mismos para esa muerte elegida, siempre rodeada de algo innombrable, abyecto y abismal. 

Alberto Antonio Romero es de Esquel y de lo que habla y lo que muestra en esta obra es un mundo que le es propio, que es su infancia, su adolescencia y es también lo que siente cuando mira para allá desde su vida actual en Buenos Aires. ‘’No puedo hablar de la adolescencia en general pero sí puedo pensar mi propia experiencia adolescente, que estuvo bastante vinculada con la atmósfera que tiene la obra: fría y un poco negra. No infeliz; eso es otra cosa. Era un adolescente hippie, puto y gordo, lo que configuraba en el pueblo toda una singularidad. Pero fue eso lo que me permitió armar una red de afectos que estaban en esa sintonía. Mis amigas todas lesbianas, pibes que dejaban la escuela y se ponían a hacer carpintería. Creo que en la obra el acompañarse en esa suerte de exclusión resulta clave”. Y es que en esa suerte de comunidad paralela que muestra la obra –donde se leen párrafos de libros en voz alta, se juegan juegos iniciáticos inventados por ellos y se escapan lejos de adultos, maestros y discotecas– funciona como resguardo. Están al reparo del mundo exterior pero con la sombra constante de la muerte; incluso cuando se ríen. Y la obra es precisamente el voyeurismo de mirarlos tan de cerca hasta que esa emoción con la que trabajan se empieza a traspasar a la platea.

Alwe (que en mapudungun significa ‘alma del muerto’) es una obra delicada y honda que se hace cargo de una herida desde adentro. Las tasas de suicidios adolescentes en la Argentina aumentaron más del doble en los últimos veinte años y el número crece en casi todos los países del mundo. Esos adolescentes son el espejo de algo que está roto. Pero la obra de Romero está en la antípodas de una tesis sobre eso, quizás porque habla de lo que sabe desde un lugar personal y poético. Y nunca se presenta como una obra sobre un tema, sino que es una puesta de vivencias y recortes de tiempo; el tiempo de un grupo de jóvenes que se hacen compañía en un lugar que les resulta desolador pero también alucinante. Porque lo que es interesante es que no muestra a unos jóvenes apáticos, sino su reverso: jóvenes que saben que la vida puede mucho más, pero no encuentran la manera de ir a su encuentro. O quizás saben que esa vida les va a ser negada. La música, la luz, el espacio (un trabajo bellísimo del artista Martín Fernandez) y la actuación –que por momentos pareciera tener un carácter casi ritual– están al servicio de crear ese mundo, que es estético y espiritual al mismo tiempo. Como si en esos cuerpos se juntara a la vez lo sublime de las montañas en las que viven y el desamparo de un sistema. 

La obra se hace en un sótano que es a la vez el taller de Romero y una flamante galería de arte llamada Traxion. Bajar la escalera hacia el sótano es ya una experiencia hacia otro lado, un lugar más oscuro y más asfixiante. Y la decisión de hacer la obra ahí, lejos de instituciones y teatros, revela mucho de una forma de vida, que es a la vez resistencia y deseo. “Cuando apareció el sótano como posibilidad, que era mi estudio para dar clases y ensayar, fue muy revelador. Nos salimos de la lógica inmobiliaria del teatro: eso nos permitía ensayar cuando queríamos y como queríamos. No tener que pagar seguros de sala, o cobrar una entrada que en este contexto nadie puede pagar. Acá, en nuestro suelo podemos taladrar, pintar, romper, grafitear. Además apareció esta tensión nodal que es la construcción de intemperie en un sótano, eso nos inventó un problema que sólo podía resolverse con materiales poéticos. Siempre supimos que no nos interesaba representar nada, que los bosques del sur están ahí y no necesitan del teatro para nada. Nuestro proyecto tiene un presupuesto muy ridículo, y si bien claramente eso no está bueno, por otra parte potenció la construcción de un lenguaje desde ahí. Hacer teatro hoy no tiene ningún sentido. Y eso es muy liberador”. 

Si bien el paisaje nevado del sur puede resultar una decisión poética o simbólica, para Romero es el paisaje en el que creció. Lugar que estuvo en los televisores de todos hace meses con la muerte de Santiago Maldonado, lugar donde mataron por la espada a Rafael Nahuel, donde hay comunidades desplazadas, estancias millonarias, prefectura, tasas altísimas de suicidio adolescente, inviernos larguísimos e inmensidad. “La adolescencia en Esquel es una experiencia de la belleza y la contemplación. La Patagonia es un lugar muy singular y que crecer ahí tiene una impronta muy fuerte. Es como si esa vastedad estuviera un poco incorporada, traída al cuerpo. No vas a tomar cerveza y bailar, porque no hay lugar para eso. Entonces caminás por el bosque, fumás porro acostado en una piedra. Compartís los guantes y te metés a un bosquesito a darte unos besos. La mayoría de los pueblos del sur se fundaron como puestos del ejército para controlar fronteras. Esquel es –o era– un pueblo de milicos y maestras. Mi abuelo es gendarme, mi mamá es maestra. Hay barrios enteros de la policía, la prefectura, el ejército. Entrás a Esquel y es lo primer que ves: el ejército. Mientras iba al secundario en Esquel se peleó con mucha fuerza contra una mega minera que venía a instalarse, el pueblo logró con mucha dignidad echarlos. Nunca había pasado una cosa así en el país, pero casi nadie se enteró. Porque son lugares que no le importan a nadie. El núcleo duro de la obra es el suicidio o el cuerpo joven que elije morir. En Esquel pasa todo el tiempo, es un escándalo. Y siempre se culpa a la noche, a los boliches, a la droga que es como un cuco que justifica todo. Durante los años del proceso de la obra murieron varixs amigxs. Y siento que en un sentido estoy poniendo todo en hablar con ellxs, en invocarlxs. Hay algo de esa fuerza de la experiencia de muerte que dejó una huella muy fuerte en mi y en la obra”. Por eso, en Alwe hay fantasmas, compuestos por ropas y objetos que crean unos tótems tan bellos como perturbadores; espíritus que acompañan y están ahí, tan ciertos como la policía, como los lagos alambrados y la resistencia.

Alwe se presenta los domingos a las 18.30 en Casa Traxion. La dirección se envía una vez que se sacan las entradas por www.alternativateatral.com