El 8M fue la cita esperada, por la que trabajamos durante meses, por la que nos organizamos desde hace décadas. Nos paramos frente a nuestros sindicatos, frente a nuestros patrones, y nos paramos también frente a nuestros compañeros. Para nosotras fue mucho más que un mero cese de tareas, sean éstas remuneradas o no, reconocidas o no. Fue la posibilidad de pararnos y mirarnos a los ojos, de hablar de nosotras y para nosotras, de escucharnos de otro modo, de gritar sin que nos acusen de locas y de permitirnos llorar todas las veces que fueran necesarias. Ese día lloré un montón de veces. Lloré desde temprano, cuando me tocó hablar en la asamblea de mujeres del Conicet‑INTI, en la Siberia. Porque no pude dejar de temblar desde el momento en que mi amiga Ana dijo que le encantaban estos espacios, pero que tenía miedo de acercarse a la asamblea en medio de la ola de despidos y vaciamiento estatal. Igual estuvimos ahí, sostenidas de la mano. Para extirparnos el miedo que vivimos en soledad, juntas.

Entre esas recorridas fugaces, me tocó pasar por Cablevisión por una nota. La conductora atrás de la cámara, sólo varones "trabajando". Aunque seguro ella estaba produciendo cada minuto de la transmisión de ese día, lo importante era mostrar en pantalla que hoy las mujeres estábamos en otra cosa; en algo más importante, en un paro internacional de mujeres. Cuando terminamos la entrevista, me invitan a encontrarme con las mujeres del canal que estaban reunidas en el comedor. Me limité a compartir su alegría y transmitirles la mía, por verlas y vernos garantizar, muchas veces a pesar de las conducciones gremiales masculinas o de la escasa experiencia sindical en algunos lugares, una medida que nos encontraba a todas y a cada una siendo parte de algo inmenso.

Durante todo el día respiramos otro aire en nuestra ciudad. Hasta tomarse un colectivo fue distinto ese día, con cintas violetas colgando de las unidades. En mi cuadra había carteles de la asamblea feminista en los postes y cuando una vecina me preguntó (más bien afirmando) si los había puesto yo como en el paro anterior, pude responder sonriente: "no, ésta vez no fui yo, y no tengo idea de quién pudo haber sido".

En esta oportunidad llegamos a lugares que no habíamos logrado llegar los paros anteriores. Uno de ellos fue la planta de Cargill en VGG. Semanas antes, la conocí a María. Ella trabaja en la planta y quería construir un espacio asambleario con sus compañeras. Aceiteros debe ser el sindicato que mayor respeto se ha ganado en el campo popular en los últimos años. Si bien es un rubro predominantemente masculino, también hay mujeres; mujeres maquinistas, mujeres que trabajan en limpieza, mujeres administrativas. Hasta el momento me había costado tener contacto con alguna de ellas.

Recuerdo lo que fue transitar por las plantas y los cortes en 2015, cuando íbamos a apoyar el paro aceitero y a cambio nos cantaban como si estuviésemos desfilando para ellos. Esa vez quise salir corriendo. Y por eso también, este 8M fue una oportunidad de pisar de otro modo el lugar, donde la palabra, el tiempo y el espacio era de la compañeras. Por lo general, la sola presencia de un varón, por más buen compañero que sea, es suficiente para que midamos qué decir entre nosotras. Por eso, defender la posibilidad de tener espacios propios se vuelve una necesidad vital en estos momentos. La asamblea de mujeres aceiteras en Cargill fue eso, fue una semilla que vamos a ir regando pacientemente entre todas. Otra semilla que brota en medio de la hostilidad del avance neoliberal que pretende llevarse todo puesto, con más de 40 despidos injustificados. No fue casual que móviles policiales se hicieran presente al comienzo de las asambleas de mujeres de lugares donde hay conflictos laborales. Nos paramos frente a eso también.

Los espacios asamblearios fueron múltiples y diversos, y no alcanzaban las horas del día para acercarse a todos. Tuve la suerte de llegar al menos para el final de la jornada de las compañeras de Aguas. Abajo de una galería hermosa, se encontraron más de cien mujeres que lograron algo inédito, parando y gestando una jornada de cuatro horas, a pesar de las tensiones y dificultades que encontraron, a pesar del cansancio de semanas de intenso trabajo. Por eso, lloré por cuarta vez en el día cuando estuve con ellas. Porque estaba tan cansada como feliz, y a veces esa sensación es tan inexplicable que sólo la puedo expresar con lágrimas.

Ya eran las 16 y en una hora nos encontrábamos todas en la plaza para marchar. Con todas ellas quedamos en encontrarnos allí, y aunque nos fuera imposible vernos entre las decenas de miles, sabíamos que estábamos juntas y para nosotras, vibrando al son de esta cuarta ola, tsunami, temblor, y todo eso al mismo tiempo. El feminismo es eso, la amenaza a todas las estructuras que hacen a este mundo un lugar injusto y violento, con la promesa y la esperanza que ya no espera, y va por todo lo que soñamos y merecemos.

A veces siento que saltamos al vacío con los ojos cerrados, que nos exponemos a la intemperie. Pero cada una de esas veces, cuando me siento sola, aparecen esas manos que me sujetan de cada lado, y me invitan a abrir los ojos y ver que no estoy sola, no estamos solas, que estamos juntas y más que nunca. Juntas paramos, marchamos, lloramos, y nos reímos a carcajadas, con la certeza de estar siendo protagonistas de la revolución que nos negaron, y la certeza de saber que lo que se viene es monstruosamente bello.

*Integrante del Colectivo Ni Una Menos y de Mala Junta.