La primera vez que el dibujante argentino Agustín Comotto escuchó el nombre de Simón Radowitzky tenía apenas ocho años. Su padre solía hablar con él de muchas cosas, especialmente de política y de las figuras políticas que mitificaba, como el Che Guevara, Lenin, Raúl Sendic, Silvio Frondizi o Agustin Tosco. Abogado laboralista, marxista y militante del PRT y exiliado en España a comienzos de los 70 huyendo de la Triple A, Comotto padre respetaba a Radowitzky, algo difícil porque no les tenía simpatía a los anarquistas. Pero al ver su foto de prontuario en el diario o un libro que estaban leyendo juntos, se olvidó de la edad de su hijo –algo que hacía muy seguido, apunta Agustín– y le dijo que ése era el hombre que había matado al comisario Ramón L. Falcón. Y pasó a contarle su historia. “No recuerdo qué pensé en el momento, pero sí la impresión de ver alguien de mirada desafiante que había matado por una causa que en ese momento no comprendía muy bien”, explica Comotto casi cuatro décadas más tarde, y después de haber pasado poco más del último lustro de su vida dibujando la imponente 155 (Emecé), novela gráfica dedicada a la vida del dueño de aquella convicción. Y agrega: “La mirada de Simón es lo que más recuerdo de aquella primera vez”.

Es la mirada que habita cada una de las mas de 250 páginas del libro con el que Comotto ha regresado a la historieta después de un largo recorrido que lo  depositó en Barcelona y en el mundo de la ilustración infantil, al que se ha dedicado durante las últimas dos décadas. “Es un libro que surge de una necesidad interior, la de volver a contar en historieta después de muchos años de no hacerlo. Y la de investigar un campo que me ofrecía diferentes frentes atractivos: la inmigración, la historia rusa, la argentina y la española o los judíos de la Galitzia histórica”, dice el autor de un volumen que desde su portada delata que tiene como centro el largo encierro de Radowitzky en el terrible penal de Ushuaia luego de arrojar la bomba con la que ajustició a Falcón. Pero cuya historia comienza en la Rusia de los pogroms y termina mucho después de su salida del penal, primero en la Guerra Civil española y luego en el México solidario que recibió a los vencidos.

Cuando propuso el proyecto a su editor original, integrante de la española Nórdica, Comotto recuerda que lo resumió en una frase: “Esta historia es como un tajo en diagonal por el siglo XX”. Y no termina de sorprenderse por la respuesta que despierta un libro que –si bien se ha terminado inscribiendo en una suerte de boom actual de biografías en historieta– surgió mas que nada de un impulso personal, pero que ya fue traducido al francés y el inglés, y tiene en espera una traducción al turco. “Lo único que se me ocurre pensar es que, sencillamente, la historia de Radowitzky es increíble”, calcula, y explica que en el largo proceso de investigación para su trabajo –que lo paseó por Ushuaia, Holanda, Madrid y México– descubrió que para los anarquistas en todo el mundo se convirtió en un héroe secreto, que vivió su epopeya en Argentina. “Recibí cartas de Suecia, México, Chile e Inglaterra, de gente que se animó a escribir y contar su relación con el personaje de Simón. Incluso me escribió un viejo anarquista de León, que contó que ellos supieron que muchos carceleros de Ushuaia que eran de origen leonés habían vuelto a vivir a esa provincia. Cuando fue la revolución anarquista de 1936 en España, fueron a buscarlos y los mataron. ‘Justicia por tantos crímenes cometidos en el presidio’, me dijo el viejo en su correo”.

Amigo de dibujantes como Podeti y Fayó, y contemporáneo de El Marinero Turco, Claudio Spósito o Tati, Comotto formó parte de la generación de autores de historieta local que sufrió en carne propia el final de la época industrial del medio. Porque crecieron leyendo revistas de historietas que compraban en el quiosco de revistas, y hasta empezaron a publicar en ellas, pero cuando les debería haber llegado el momento de intentar ser protagonistas en sus páginas, aquellas revistas dejaron de existir. Cada uno debió inventar, entonces, su propia forma de atravesar ese desierto. En el caso de Comotto, que llegó a publicar en el suplemento Óxido de la primera Fierro, por un lado participó de algunas efímeras revistas independientes que intentaron una difícil sobrevida, como Suélteme!, País caníbal o El tajo, donde alcanzó a publicar su primera historieta larga, Frenesí. Pero su verdadero aprendizaje sucedió como ayudante de Leopoldo Durañona, que seguía otro camino, el de dibujar para Estados Unidos. “Con él aprendí la parte de albañil de este trabajo”, explica Agustín. “Es decir: a dibujar de una manera coherente, saber contar, tener horarios y respeto por lo que se hace, esa clase de cosas”. 

En el reciente documental Algo Fayó, que investiga la extraña carrera de su amigo Pablo, que pasó de ser la mejor promesa historietística de su generación a sobrevivir cantando tangos y pasando la gorra, Comotto aparece diciendo justamente eso: que para poder seguir con el dibujo necesitó de la disciplina, todo lo contrario del –digamos– método Fayó. Su aparición en el documental obedece a una evocativa reunión para la cámara del documental de ex integrantes de Los Medallones Poderosos, el efímero grupo del que formaron parte Fayó y Podeti, y en el que Agustín llegó a tocar la batería. También lo hizo durante diez años en Los Mutrones, un grupo estilo Soundgarden que tuvo junto al que denomina como su “super hermano”, Baltasar, seis años menor, que se dedica profesionalmente a la música, llegó a ser guitarrista de Spinetta, Calamaro y el Indio Solari. “Me di cuenta que era imposible tocar la batería a ese nivel y seguir dibujando. O al menos lo fue para mí”.   

Aunque las últimas dos décadas se ha dedicado a la ilustración principalmente de libros para niños –los títulos de los que está mas orgulloso son La guerra perdida y 20 millones de escarabajos–, Agustín siempre intentó seguir trabajando para adultos, algo que consiguió ilustrando más que nada clásicos de la literatura universal. Así fue como se atrevió a dar el salto hacia un proyecto como 155, en el que trabajó seis años, mas de la mitad dedicados a la investigación previa a escribir el guión y ponerse a dibujar. “Es que me obsesiono con los personajes, y hasta que no sé cómo piensan, no los dibujo. De ahí la investigación previa como entrevistas a personas o lectura de experiencias vinculadas”; explica. Cuenta, por ejemplo, que en la parte de la historia de Radowitsky que sucede en el frente de Aragón, durante la Guerra Civil española, todo es real. “Lo que cuenta el personaje que está con él en la trinchera, Josep Armengol, es tal cual me lo contó él en una de las tantas entrevistas grabadas que hice. Era, porque ya falleció, un viejo que estuvo en la guerra y me contó detalladamente su experiencia allí, la sarna, el polvo, el calor, el hedor y el tiro que recibió en la pierna”, se apasiona Agustín, para el que la escritura está primero, y el dibujo siempre viene después. “Por eso es que muchas veces me encuentro, a la hora de dibujar, con enormes problemas ya que no tengo idea cómo dibujar lo que escribí”. 

Lo que terminó escribiendo Comotto en 155 es una épica histórica, pero del otro lado de la historia. “Siempre me pareció que era importante reivindicar esta clase de historias, porque si uno no lo hace no hay estado que lo haga. Por eso reivindicados son presidentes como Roca e Irigoyen, es decir, la historia oficial, que por cierto no es la mía”, confiesa Agustín, que sin embargo asegura haberse preocupado por no pedagogizar con su historieta. “La pedagogía revolucionaria es refractaria a mi personalidad, es algo que no soporto. No pretendo enseñar ni demostrar nada: ahí está la historia y el lector ya sabrá interpretarla cómo le parezca”, asegura Comotto desde su hogar en Barcelona, donde está empezando a dibujar el que será su próximo proyecto, que sucede en el ambiente universitario del último año de la dictadura de Onganía. “Hay un estudio jurídico, abogados, el Cordobazo, judíos y un viejo que roba a sus amigos”, adelanta un autor que cuando le preguntan cómo es vivir en un época sin ideales retruca enseguida que sigue habiendo ideales, sólo que los que imperan hoy son perversos. “Son los de la codicia y el egoísmo exacerbado”, asegura Agustín, una respuesta que explica su elección del acto que mejor define la vida de Radowitzky. “Mas allá del atentado, para mí es que fue un hombre que luchó toda su vida por ser coherente en un mundo donde la hipocresía y la política profesional, como ahora, era moneda común”, explica, al tiempo que también destaca el hecho de que Simón luchó toda su vida por no ser un mito, por ser uno más entre todos, en un país que –lamentablemente, asegura Agustín– vive y se alimenta de mitos.


En esta foto del Archivo de Historia Social de Amsterdam, se puede ver a Simón Radowitzky en Usuhaia, realizando el puntapié inicial de un partido realizado entre indultados y un cuadro local, dos días después de su indulto. “Después de verla cientos de veces, de escrutar todos los detalles, caí en la cuenta de que Simón patea con la izquierda, por lo tanto era zurdo. Así fue cómo descubrí por qué no muere en su intento de suicidio”, revela Comotto, que asegura que para un zurdo es imposible suicidarse disparándose al corazón. Apenas si lograría perforarse el pulmón derecho, que fue lo que le pasó a Radowitzkmy. “Desde ese día tengo enmarcada esta foto”, confiesa Agustín. Y agrega: “No me digas que no te dan ganas de dibujar...”