A pesar de la estampida general hacia la opinión irreflexiva, ella sí es capaz de ejercer su pensamiento de manera libre y pausada. Al fin y al cabo, es su trabajo. Lo dejó claro en el pregón de las fiestas de la Mercè, el mayor festejo que realiza anualmente la ciudad de Barcelona. El pasado año fue sólo unas semanas después del atentado de las Ramblas y, por supuesto, en medio del conflicto por la independencia de Cataluña, que aún sigue activo. Ada Colau, la alcaldesa en el poder, la eligió a ella, una filósofa, para el discurso inaugural. No era fácil posicionarse ante semejante panorama. Pero ella aceptó exponerse sin caer ni por un segundo en la falta de honestidad. Argumentó también que su identidad no podía definirse por encima o frente a los vecinos del otro lado de una frontera artificial. De la misma forma que no apoyaba la prisión como castigo ejemplarizante. Dijo, además, que si por algo amaba esa ciudad suya es porque a su gente no le gusta que le manden. La Barcelona rebelde y combativa es la que ella defiende y lo hace, además, fuera de cualquier partido político: cree en el trabajo de base. Por todo ello, a veces, tiene problemas. Algunos la rechazan con vehemencia o, incluso, llegan a amenazarla por sus afirmaciones. 

Marina Garcés, nacida en Barcelona en 1973, es ya un referente intelectual en España. Su faceta más mediática empezó hace relativamente poco, pero lo cierto es que lleva trabajando décadas desde los movimientos sociales de su ciudad y también desde su labor como docente de la Universidad de Zaragoza: debe viajar unos 300 kilómetros para dar clase, en un lugar distinto al espacio donde reside su familia. Aún así, en este tiempo fue capaz de impulsar uno de los centros de pensamiento colectivo más importantes de la capital catalana: Espai en blanc (Espacio en blanco). Tal vez porque lo que más le interesa a ella es acabar con la credulidad y el individualismo: que las personas sean dueñas de sí mismas, es decir, que no sólo puedan ejercer su libertad, sino que deseen hacerlo y no teman tomar las riendas de su propia vida. Nueva ilustración radical trata sobre esto y es su última obra, aunque no la única. Tiene publicados notables ensayos como Un mundo común, Filosofía inacabada o Fuera de clase.  

¿Por qué elegís recuperar la Ilustración como concepto teniendo en cuenta que muchos la interpretan como una excusa para imponer un modelo cultural favorable a las élites intelectuales europeas?

  –Hay términos que quedan marcados por derivas que no son exactamente propias. En mi ensayo distingo entre ilustración y modernización. La ilustración, para mí, es una actitud crítica radical que tienen distintas expresiones y contextos históricos. La modernización, en cambio, es un determinado proyecto civilizatorio que, impulsado por el capitalismo y por el desarrollo técnico científico, ha colonizado, también culturalmente, el mundo entero. Hacer esta distinción me resulta importante porque si no muchas críticas a la modernización y sus imposiciones universalistas caen también en la crítica al impulso emancipador de la ilustración, con lo cual acaban alimentando posiciones reaccionarias que hoy tienen mucho recorrido, tanto desde la derecha como también por ciertas izquierdas. 

Su obra llega a las librerías en un formato que parece tan inofensivo como urgente. La editorial Anagrama recupera sus “cuadernos”, que tan relevantes fueron para las épocas más complejas de la historia reciente de España, siendo su auge entre los años 1975 y 1976, en plena Transición. En realidad fueron creados en 1970 por Jorge Herralde, que finalmente, en 1982, los sacó de circulación viendo que el género novelístico estaba pasándoles por encima y que ya no eran rentables. Sin embargo hoy, en pleno siglo XXI, la nueva editora del sello, Silvia Sesé, los rescata.  

Garcés asegura que estamos imbuidos en un tiempo de descuento, en el que la credulidad, que no las creencias, está ganando la batalla. Mientras, las Humanidades quedan cada vez más arrinconadas, cuando la solución pasa justo por el lado inverso de esta situación. En una obra organizada en tres partes diferenciadas, la ensayista explica, en primer lugar, en qué contexto estamos desarrollando hoy nuestra vida y lo denomina Condición póstuma: ya no nos preguntamos para qué hacemos una cosa o la otra sino, más bien, hasta cuándo podremos seguir haciéndola. Estamos, de alguna manera, viviendo dentro de una cuenta atrás, echando leña al fuego de un planeta finito a través de un sistema absolutamente contraproducente para su salvación. Vivimos en una lógica de quiebre, de bisagra, en la que podemos tirarnos a dormir y dejar que la corriente nos arrastre hasta que todo termine por fin o, si no, podemos concebir este hecho como una oportunidad imprescindible para generar un cambio útil. En segundo lugar, Garcés apuntala el concepto que da título al libro y bautiza la parte central de la obra como Radicales ilustrados. Ahí explica por qué sabemos tanto y, sin embargo, no podemos nada. Vivimos en una paradoja que es urgente resolver. Por eso, la tercera parte y última se instala en esa posibilidad. Y no lo hace emitiendo una opinión en términos de futuro, al contrario, habla desde el presente, desde el aquí y el ahora y, por esa razón, se apropia el término de Humanidades en transición. Lo indispensable es, sin duda, poner en el centro de la cuestión el pensamiento crítico, ser valientes para decir que no nos creemos más las reglas del juego como si no hubiera alternativa, que el poder reside en nuestra capacidad de emancipación, en empeñarnos en llevar a cabo una construcción continua colectiva: identificar cuáles son los límites de lo vivible, de nuestra dignidad y desde ahí luchar por ellos.