Ahora –con la muy anticipada publicación de El legado de los espías– podemos, por fin, confesarlo: estuvo muy bien todo eso de bufetes de abogados corruptos, de mafiosos rusos de gran corazón, de siniestros laboratorios farmacológicos, de ONG de modales un tanto extraños, de golpistas en republiquetas africanas, y de un tanto desaforadas diatribas contra los Estados Unidos milenaristas. Pero lo que en verdad queríamos y esperábamos de John le Carré (nacido como David John Moore Cornwell en Dorset, 1931) era una/otra “de espías”. Espías a secas. Espías de la vieja escuela. Espías en tiempos sin computadoras portátiles ni teléfonos móviles y con la memoria inolvidable y omnipresente del verídico Kim Philby como colega/camarada de dos rostros. (Quienes deseen aprender más del Big Bang del que brota buena parte del Mondo le Carré, ahí está el excelente ensayo histórico Un espía entre amigos de Ben Macintyre, editado por Crítica.)

Y, de acuerdo, hubo destellos retrospectivos –una vez caído El Muro– de ese gris pero colorido mundo de “El Circo” aquí y allá, en Nuestro juego o en Amigos absolutos. Y hasta el espectro vivísimo del mismo George Smiley –por presencia breve o calculada ausencia o mención pasajera– había hechizado algunas páginas de La Casa Rusia o El peregrino secreto. 

Pero nada no era como antes, como en tiempos de la Guerra Fría con el soviético Karla moviendo fichas de ajedrez y sacrificando demasiados peones al otro lado del tablero en aquella gran trilogía –entre 1974 y 1979– compuesta por El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley. 

Y de acuerdo: fans confesos de Le Carré y también grandes narradores como John “El Intocable” Banville, William “Sin Respiro” Boyd e Ian “Operación Dulce” McEwan aportaron su versión del asunto con talento y ayudaron a hacer más soportable la espera. Y abundaron los discípulos más o menos directos –a mi entender los mejores han sido los Made in USA/CIA Robert Littell, Charles McCarry y Olen Steinhauer– poniendo al día las formas deformes del matar y morir por la patria.

Pero no era lo mismo. 

Porque Le Carré es a la ficción de agentes secretos lo que ese otro gran estilista que es J. G. Ballard a la ciencia-ficción: un subgénero superior dentro del género mayor. Un clásico vanguardista. Un “idioma” que empieza y termina en sí mismo a la vez que ha fundado e implantado tantos de los ahora inevitables lugares comunes sobre héroes y traidores.  

La gran excelente noticia es que, por fin, la novela número veinticuatro de Le Carré vuelve a sacar del arcón/archivo de los recuerdos inolvidables a todos nuestros personajes más queridos en una suerte de inesperada pero más que bien venida maniobra modelo Regreso al futuro. Porque El legado de los espías funciona –magistralmente– como una suerte de precuela/secuela y coda con corrección de acontecimientos que no sucedieron tal como pensábamos cuando leímos aquella primera obra maestra y al día de hoy título canónico del género (junto a, mucho después, El factor humano de Graham Greene) que fue en su momento, 1963, y sigue y seguirá siendo El espía que surgió del frío: triunfal best-seller así como novela política y “seria” y contracara a ese otro circo tanto más colorido y payasesco que fueron las andanzas de James “007” Bond, por siempre joven. 

Aquí, de nuevo, envejecidos o revisitados, resurgen los fantasmas de los sacrificados en “el lado malo de Berlín” Alec Leamas y su amante Liz Gold clamando por venganza a través de sus hijos (“Están todos enfermos. Ustedes, espías, no son la cura, son la jodida enfermedad. Viven entre sombras porque no saben cómo manejarse a la luz del sol”, acusan). Y Jim Prideaux, Karl Riemeck, Hans Dieter-Mundt y Bill Haydon. Y, en un conmovedor encuentro final, el casi centenario George Smiley y su mano derecha Peter Guillam (con categoría de crepuscular protagonista, obligado por sus nuevos y más petulantemente jóvenes y burócratas superiores y una jauría de abogados a poner en orden o hacer desaparecer un expediente molesto) quien descubre que ha vivido una mentira de décadas.

Y ahí está La Clave y El Tema en todo Le Carré de nuevo aquí: la capacidad de reinventarse, de ser otro y, de paso, de engañarse a uno mismo. Le Carré lo vivió en carne propia (como bien lo contó esa obra maestra y autobiografía encriptada que es Un espía perfecto, de 1986, cumbre de la literatura “de padre e hijo” y, según Philip Roth, “la mejor novela en inglés desde la Segunda Guerra Mundial”). Y de ahí que le Carré supiese encontrarse para perderse en un trabajo nunca del todo aclarado en el MI6 (sus superficiales y frustrantes apuntes en Volar en círculos así como la profunda biografía de Adam Sisman iluminan nada y poco en lo que hace a esa faceta) y en una serie de ficciones donde la apariencia y la máscara son actitud y herramienta indispensables para la práctica de “ese deporte nacional británico que es la hipocresía”. 

Así, la gran novela de espías tiene –más allá de sus piruetas internacionales– mucho de la estructura dramática y de cámara de la mejor tragedia isabelina como de la comedy of manners victoriana/edwardiana. El legado de los espías se nutre de ambas –con una rashomónica y endiablada trama en espejo y flashbacks en la que, si se acerca el libro a la oreja casi se puede escuchar el perfecto encaje de los engranajes– a la vez que, con esa prosa entre cerebral y elegante de siempre, propone una no deseada última aunque sí celebrable y melancólica alegría: cerrar el círculo. Y –si bien Le Carré ya ha advertido que no piensa en este libro como despedida o réquiem– pone un punto final redondo y perfecto para una carrera impecable en un oficio con claroscuros.

“En ocasiones tuvimos que hacer cosas malas, de hecho cosas muy malas; porque no puedes permitirte el ser menos malo que tus enemigos”, se justifica un cada vez menos convencido Guillam. “Pero no fuimos despiadados. Nuestra piedad siempre fue mayor que la de ellos”, casi lo exculpa Smiley. Y, por una vez, ni uno ni otro mienten. Porque El legado de los espías rebosa de pésimas acciones pero, también, de una rara forma de redención –con Europa como Excálibur y Santo Grial– y acaba revelándonos aquello que siempre supimos: que, más allá del calentamiento global, cada vez hace más frío.