La gran ruptura del arte aparece en Grecia, quinientos años antes de la era Cristiana, en el teatro de Esquilo. Hasta ese momento la religión de Dioniso se encargó de mantener a un único actor en los escenarios: el hipócrita. Una buena dosis de escándalo habrá seguido al asombro del público ateniense aquel día no fechado en que el "doble" los distrajo con una nueva voz.

Un buen testimonio del caso es el que da Nietzsche: "para la satisfacción del oyente que quiere percibir con nitidez las palabras, el cantante habla más que canta; aquí el poeta viene en su auxilio y sabe suministrarle suficientemente la ocasión de los acentos líricos, de las repeticiones y las frases que puntúa el cantante". Se trata -continúa Nietzsche- de una retórica de la pasión, algo que el "Polaco" Goyeneche ilustró de esta manera:

"Yo canto todo lo que está en la letra. Si hay comas hay que cantarlas, lo mismo si hay puntos o puntos suspensivos".

Frente a los objetores universales que endilgan al cantante lírico cierto abuso de la fonética para el goce inmediato del arte "burgués", y a los más vernáculos que dictaminan la "decadencia" de ese arte, se presenta la cuestión del tiempo. "El tempo, el beat, los loops construyen un refugio ante el fluir del tiempo lineal; un refugio en el cual futuro, presente y pasado pueden consolar, provocar, ironizar e inspirar", como bien ha señalado John Berger en su librito: Confabulaciones.

Así, una biografía de Roberto Goyeneche puede construirse entrelazando el tiempo eterno y circular de los griegos con el tiempo concreto y reversible de lo que se narra. Los lugares comunes de la historia datarán su nacimiento en el barrio de Saavedra, la filiación al Club Atlético Platense y los primeros trabajos: chofer de colectivo y taxista. Esa visión meramente cronológica dirá que el "Polaco" se consagró como solista después de ser cantor de orquestas (la más rutilante, la de Aníbal Troilo) y que el reconocimiento le llegó en la madurez de su voz para no abandonarlo hasta su muerte. La fase "mitológica", en cambio, enredará una trifulca de dioses y musas que por celos o desamor dispusieron la cesura profunda, reduciendo a la melodía al papel de servidora de la palabra.

Los que se acercan al arte goyenechiano desde la música acentúan el rubato, recurso que modula la aceleración o desaceleración del tempo del tema como condición esencial de su libertad expresiva. (A propósito, rubato viene del italiano ?robado?. El cantante que roba el tiempo). Pero se quedan cortos. Porque el fraseo no es solo eso. Es la puesta en escena del cuerpo que empieza por la boca, las manos, la respiración y el sudor, los pies que golpean la tabla oscura de la noche.

"Hay tipos que dicen que robo desde que dejé la orquesta del gordo Troilo. No se dan cuenta que se han quedado en el tiempo petrificados", dice en otro lugar el "Polaco".

Héctor Libertella lo ha imaginado como un cantor inglés. En una cueva en Dover, los oyentes británicos disfrutan de aquello que no entienden. ¡Por fin un mismo lenguaje universal que silabea a gotas los versos! Según Libertella, el "Polaco" podría haber cantado hasta la cuarta égogla de Virgilio con esa práctica que califica de "política": salirse de la cárcel de la yugular, escaparse hacia los labios, ser un cantor "visible".

Los libros no hablan. Los poetas, una vez superada la juglaría, se manifestaron por escrito. Aristóteles decía que la voz es un lujo, que no es necesaria para vivir. Por eso no se escribe la voz. Por eso existe, en la canción, la distancia. Y el hueco por el que penetra el "duende" que nos transmite el sedimento de todo lo bueno y lo malo que hemos hecho nosotros, los hombres.

Horacio González, otro de los biógrafos irregulares del "Polaco", señala que es un artista que existe por la ausencia evocada de aquello que sería fundamental. Goyeneche, el cantor sin voz. El mediador entre la necesidad y la ausencia en un tiempo irrisorio, fatal, que conserva las virtudes hechiceras de la cultura.

Hay, por último, una tercera instancia de construcción de las posibles biografías. Es la que promueve la anécdota, el chiste, el relámpago iluminando un costado del personaje y diciendo mucho más con pocas palabras. "Me duele hasta el traje" solía ironizar el "Polaco" las últimas veces que se subió a un escenario. Recuerda a aquel otro cantante, actor de la Opera, el ruso Fiódor Chaliapin: "¿Cantar al mediodía, señora? A esta hora solo puedo escupir".

Abelardo Castillo cuenta esta otra anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Castillo está en un bar, de madrugada. Sentado solo, descubre al "Polaco". Se adelanta, llega hasta su mesa y le pregunta si era quien pensaba que era. El "Polaco" le responde: "No, soy el hermano mellizo". Y al ver el vaso en la mano del otro, lo invita a sentarse. 

Goyeneche es el segundo, el que vino a perturbar las religiones, a torcer las líneas rectas. Es el mediador entre la aldea y el mundo, en ese punto donde convergen el mantuano Virgilio y el santiagueño Manzi.  Es el que reunifica la nostalgia del bolero, la rebeldía del rock and roll y el existencialismo tanguero de Cátulo Castillo. Nosotros, los atenienses de ahora, lo miramos desde el hondo bajo fondo de la razón, con toda la desconfianza en la Historia.