Por una de esas ironías de la creación artística, casi al mismo tiempo en que Página/12 publicaba el artículo sobre el pogrom en Jedwabne –que dio lugar a la virulenta reacción del gobierno polaco– se estrenaba la película El testamento, que en estas semanas sigue en cartel en el Cine Cosmos UBA. La simetría entre el negacionismo austríaco y el polaco (y tantos otros negacionismos, y no sólo sobre el Holocausto) motivó esta reflexión sobre la necesidad de aceptar la propia historia, incluso con lo que uno preferiría no aceptar, como única forma de construir y preservar           la propia identidad.

 

“Nos están pidiendo que entreguemos lo más preciado que tenemos: nuestros niños y mayores.... He vivido y respirado rodeado de niños, nunca imaginé que tendría que realizar este sacrificio en el altar, con mis propias manos. En mi vejez me veo obligado a estirar mis manos y rogaros: ¡Hermanos y hermanas! ¡Dádmelos! Padres y madres: ¡Entregadme a vuestros hijos!”

Debo olvidar estas palabras porque son dolorosas y lacerantes. No soy responsable por ellas, pero no puedo negarlas, porque forman parte de mi compleja identidad histórica. El discurso que el 4 de septiembre de 1942 pronunció Chaim Rumkowski, presidente del consejo judío del Guetto de Lodz, para justificar la selección de quienes deberían ser deportados, seguirá allí, obligándome a reconocer que también mi historia es contradictoria.

La historia persiste: no se decreta ni se anula aunque los gobernantes lo intenten a través de decretos o leyes. La historia se investiga, se debate, pero no se legisla. Negarla es una ilusión, porque volverá de contrabando. En este sentido, la decisión del gobierno polaco de penalizar todo vínculo entre sus ciudadanos y el Holocausto está condenada al fracaso. Aún si lo quisiéramos, no podríamos pactar ni con el olvido, la negación o el engaño; a diferencia del diablo, no pueden darnos lo que prometen, ni siquiera si les entregamos el alma.

La verdad puede ser dura, pero señala caminos más firmes. En la película israelí El testamento, Yoel Halberstam es un historiador del Holocausto que no elude su obligación para con la evidencia. Desea encontrar la fosa que oculta los doscientos cuerpos de los judíos masacrados en los campos de Langsdorf, en marzo de 1945, por los pobladores locales. Langsdorf queda en Austria, no en Polonia. Pero la historia que se desgrana en la pantalla es análoga. Yoel debe hacer frente al negacionismo del gobierno y de los vecinos sobre los hechos ocurridos. Pero su búsqueda del lugar de la fosa revela, inesperadamente, aspectos del Holocausto vinculados a su vida personal, y él mismo deberá decidir si aceptar o negar lo que ahora sabe.

Como Halberstam, las nuevas generaciones, sin ser responsables por lo sucedido, deben asumir el difícil legado de su historia. De las acciones de sus predecesores, gente común, muchos de ellos sus parientes directos. Incluso cuando, como en Jedwabne, dieron rienda suelta a sus prejuicios y odios personales participando de brutales matanzas cuando el poder se los permitió, incluso para obtener ventajas económicas.

La proyección de la película El testamento llega su fin. Se encienden las luces del Cine Cosmos UBA. Reflexiono sobre la decisión del protagonista, Yoel  Halberstam, y pienso en mi propio compromiso con lo hecho por Rumkowski. Y repaso las vanas y trágicas promesas, tan seductoras para muchos, de que olvidando el pasado, por decreto, por ley, por la fuerza de la falsedad y la propaganda o acusando a “otro” que vino antes por lo sucedido, nos espera un futuro brillante.

Nuestra esperanza sobre el porvenir solo puede cimentarse plantando cara a la historia, por doloroso que esto sea. Con esta perspectiva decido que mañana debo volver al Cosmos para recuperar otro relato, otra historia personal sobre el Holocausto, tal como se narra en la película argentina El último traje. El cine ilumina más allá de la propia pantalla.

* Escritor, docente, experto en comunicación de la ciencia. Autor de los libros Iluminación y El siglo maravilloso.