Los impiadosos rayos del sol pegaban más fuerte que la derecha de Del Potro en la cancha principal del (hoy) Racket Club. Juan Martín corría de un lado al otro en el rojizo polvo de ladrillo, pero el que transpiraba más de la cuenta era Marcelo Gómez, su entrenador de toda la vida, que miraba desde afuera, porque ya tenía una decisión tomada. Iba a dar un paso al costado. Se iba a alejar de su pollo, después de haberlo entrenado durante diez años. El Negro llevaba dos meses en Buenos Aires, oficiando de segunda guitarra. Había dejado de ser el jefe para convertirse en el consejero del equipo que ahora lideraba Franco Davín, un entrenador de renombre que llegaba con un antecedente imposible de rebatir: había logrado lavarle la cabeza a Gastón Gaudio, ese crack autodestructivo que levantó la Copa de Roland Garros 2004, en el magnánimo Philippe Chatrier. Después, claro, el Gato Gaudio siguió desparramando magias y broncas dentro de las canchas, pero la terapia de Davín ya era parte de la historia. Era parte de la historia clínica del tenis, claro.

El Negro Gómez tenía la decisión tomada. Y no podía parar de sudar. El corazón empezaba a bombear como nunca, porque había llegado el día. Ya habían pasado casi dos meses de aquel 20 de febrero de 2008, cuando había asumido Davín. Y El Negro, a decir verdad, estaba incómodo en su rol secundario, casi accesorio, de acompañante. Del Potro había terminado 2007 entre los 50 mejores del ranking. Y no cualquiera se baja del barco a tan poco de llegar a esa isla exótica y lejana para muchos que es el éxito. Pero Gómez cortó por lo sano. Y rompió el cordón umbilical. “¿Cómo romper con ese vínculo? ¿Cómo irse así porque sí, sin que te echen? No era fácil. Fue como si me hubieran quitado un hijo, como si me hubiera arrancado un brazo”, recordó Gómez en una charla TED, que dio hace unos años en Tandil. El egoísmo de los entrenadores muchas veces confunde. Pero Gómez le ganó la batalla a Narciso, y se alejó de Del Potro justo cuando sus amigos le decían exactamente lo contrario. “No tenía más nada que enseñarle”, se sinceró Gómez, en diálogo con Enganche.

Con el Negro Gómez en el banquillo de entrenador, Del Potro ya tenía raquetas Wilson, lo auspiciaba Nike y había jugado todos los challengers y los Grand Slam. No paraba de crecer Juan Martín, que oficiaba de sparring de Rafael Nadal, con quien había forjado una gran amistad desde cuando el tandilense tenía 12 años. “Cada vez que Del Potro salía a jugar a la cancha, los grandes entrenadores del circuito querían soplárselo, pero Delpo fue muy fiel a su entrenador de toda la vida, por ese entonces, Delpo ya era muy exigente. Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero: cuando tenía 11 años, lo llamaba al Negro Gómez los domingos, porque tenía ganas de entrenar, y el Negro lo acompañaba, por ese entonces no tenía una familia y se brindaba al máximo a su dirigido hasta que se terminaron separando”, apunta Sebastián Torok, autor del libro “El Milagro Del Potro”, de Ediciones B.

A los 17 años de Del Potro  la relación con Gómez, “había empezado a desgastarse”, según revela el entrenador. En el medio habían pasado varias cosas. En 2005 Del Potro quiso probar suerte en Buenos Aires y se entrenó en la escuela de la Asociación Argentina de Gustavo Luza. No se acostumbró. Y se volvió a su ciudad natal a los cinco meses. Viajaba en el 130 acompañado por Nacho Menchón, su preparador físico, porque no le gustaba viajar solo. De regreso en Tandil, a pesar de todo, Gómez recibió a Del Potro con los brazos abiertos, y otra vez tuvo una postura contemplativa: aceptó un doble comando junto a Eduardo Infantino, quien había entrenado durante tres años (2003-2006) a David Nalbandian. Del Potro siguió escalando en el circuito, terminó 44º del ranking en 2007, siendo el tenista más joven de los cien primeros del mundo, ese mismo mundo que empezaba a mirarlo con asombro, porque Juan Martín le hacía sombra a los más grandes.

A diez años de la ruptura de esa sociedad, el Negro Gómez aparece arrellanado en una reposera del hotel Wanglen, de su amigo Nelson De Gregorio, en Valeria del Mar. Sonríe mientras disfruta de su familia. Es el capitán del equipo femenino de la Copa Fed. Y no se arrepiente de haberse alejado de la ferocidad del circuito profesional. “El tenis me enseñó algo: lo que no te puedo dar, no te lo puedo quitar. Yo sentía que lo que le había dado a Juan Martín era todo lo que tenía, ya no tenía nada más que enseñarle. Hablé con el papá de Juan Martín para incorporar otro entrenador, Infantino, y descomprimir un poco porque la relación no avanzaba. Nos habíamos estancado. Luego llegó Davín, quien tenía claro los valores de la academia de Tandil. Y yo di un paso al costado”, expresa Gómez. Durante dos meses en 2008, entrenaba a Del Potro de y lunes a viernes y, rápido, se volvía a Tandil para pasar el fin de semana con su familia, que ya empezaba sufrir su ausencia. No aguantó ese ritmo. Y abandonó. ¿Se anticipó a la jugada de la familia Del Potro? Quién sabe. Gómez, por su parte, insiste con que la idea de Daniel Del Potro era que él siguiera, pero...

Palito, como le decían en el club Independiente de Tandil, a los 17 años, empezaba a ganar masa muscular y a despegarse de ese apodo infantil. Ya rondaba los dos metros de altura. En realidad medía “2,03 metros”, escribió el periodista Danny Miche, en su libro “El Enigma”. Pero nunca se supo, ni tal vez se sepa jamás, con exactitud el metraje de este grande. Grande por altura, por altura tenística. El Negro Gómez, finalmente, se desvinculó totalmente de Del Potro, sin haber firmado un contrato. Su relación, como se rubricaban los verdaderos acuerdos antaño, era de palabra. Con eso, bastaba. Y sobraba. Desde 2008 hasta hoy, Gómez acompañó su crecimiento desde afuera. Y se dedicó a su academia de tenis en Tandil. El club Independiente tiene 11 canchas y decenas de chicos que sueñan con ser como Del Potro, Mónaco o Zavaleta, tres jugadores que brotaron de ese robusto semillero.

“Las cosas se dieron así y me alejé. Obvio que me hubiera gustado seguir para ver qué pasaba, pero también prioricé mi vida. Yo había dado mucho por él, y me había perdido cosas de mis hijos. Un jugador de tenis te lleva la vida. El noventa por ciento de los entrenadores exitosos tienen una vida personal complicada, ja”, expresa Gómez, que disfruta de su mujer, Natalia, y de sus tres hijos, María Emilia, Lautaro y Verónica, picara niña ésta que aprovecha la distención de su padre para manguearle unos billetes. Hace calor y se le apetece un helado. “Me traés el vuelto, eh”; le pide el Negro Gómez. Un tipo que eligió una vida de austeridad, cuando, tal vez, pudo haber sido millonario. En el tenis son pocas las sociedades que “duran más de una década”, como la de Novak Djokovic y Marian Vajda (se separaron el año pasado, tras 11 años de trabajo); o la de Federico Delbonis y Gustavo Tavernini, quienes siguen juntos desde los comienzos.

Gómez estuvo al lado de Del Potro cuando éste soñaba con ser futbolista. En 2006, en una entrevista con la recordada revista El Gráfico, se comparó con el Flaco Bilos. El entrenador lo dejaba jugar a la pelota por una sencilla razón: ese trabajo de piernas ayudaba a fortalecer el tren inferior, y así se iba formando un jugador más completo. También lo acompañó en su primer viaje a Europa. Y sólo él estuvo para consolar a un inexperto Del Potro, que lloraba y lloraba desconsolado por tener que comer unos fideos secos, y sin sal, pastas que habían encontrado en un departamento que le habían prestado para pasar la noche. “Cuando llegaron a un pueblito perdido de Italia, estaba todo cerrado y tuvieron que comer lo que había en la alacena. Al otro día, Del Potro llamó a su padre por teléfono porque se quería volver”, recuerda Torok.

A pesar de que ya no trabajan juntos, Del Potro sigue teniendo un especial afecto por Gómez. En 2015, Delpo pensó retirarse del tenis, aquejado por las lesiones. Y no dudó en llamar al Negro, quien lo ayudó a preparar su vuelta con Alejo Prado como sparring en Tandil. El año pasado volvió a contactarlo, porque quería mejorar su revés. Al día de hoy, Gómez charla por teléfono con Del Potro varias veces al año. Pero, según confiesa el formador, apenas hablan de cosas triviales. “Es como un amigo, no hablamos de tenis, prefiero hablar de fútbol, de Boca, de cualquier banalidad, menos del trabajo”, apunta mientras muestra las palmas al lente de la cámara. No caben dudas: Delpo estuvo en buenas manos.