Siempre fue el Gordo, así lo conocían todos. Él lo aceptaba casi como su nombre, no como un recuerdo discriminatorio de su físico. Su condición de “gigante” lo acompañó siempre. No es que fuera muy alto (1,80 metros), pero desde su juventud, Humberto Selvetti, el hombre más fuerte de la historia de la Argentina, ya pesaba más de 130 kilos.

Apenas tenía 15 años cuando, en una salida con amigos, fue a ver a Alberto Marino, un joven cantante de tango que iniciaba su carrera solista en 1947. Era su favorito. Tras la fiesta en Avellaneda volvían por la avenida Pavón, que estaba en reparación, y mientras esquivaban los materiales de la obra, uno de sus amigos lo desafió a cargar un adoquín. Estaba contento por el espectáculo, se sentía pleno. Eligió uno de los segmentos destinado a formar parte del cordón de la vereda. Se agachó y en un movimiento limpio y sencillo levantó por sobre su cabeza la pieza de unos 80 kilos como si se tratara de una almohada. Los amigos no podían creerlo. “Gordo, vos tenés que empezar a levantar pesas”, lo animaron. Pero no estaba interesado. Le gustaba el básquet. Claro que para eso tenía que perder peso, para ganar en agilidad.

En el club Villa Ideal, de Gerli, practicaba con las pesas, pero sin demasiado entusiasmo. No fue hasta diciembre de 1950 que se decidió por las barras. Algo tosco para los levantamientos, el primero que intentó empezar a pulir sus movimientos fue Héctor Rensonnet. Después de algunos meses, el 6 de julio de 1951, participó en Huracán en un certamen de novicios, su primer torneo. Tenía 19 años y levantó 340 kilos (sumatoria de fuerza, arranque y envión), lo que motivó que Francisco Loiacono, el especialista de El Gráfico, considerara: “La figura más sobresaliente entre todas los sobresalientes fue, no cabe duda, la del pesado Humberto Selvetti. Es una estrella”.

Lo que siguió fue un año trepidante. Compitió en apenas cinco torneos y con una foja de servicios insignificante y siendo un desconocido en el mundo de las pesas, tiró 432,5 kilos en los Juegos Olímpicos de Helsinski 1952 y se subió al podio como ganador de la medalla de bronce, solo superado por los estadounidenses John Davis y James Brandford. 

Siempre fue el Gordo. Ahora era medallista olímpico… pero seguía siendo el Gordo para el mismo grupo de amigos. Ya eran más grandes y las salidas eran en auto. Un día el vehículo se descompuso en una pendiente. Era cuesta arriba, bajaron todos para empujar. Pero una vez más, había que probar al Gordo. Los amigos se miraron entre ellos y lo dejaron solo. Agachó la cabeza y empezó a empujar, sin notar que sus compañeros lo seguían a la par, pero sin ayudar. Al llegar al final de la barranca, notó el abandono: “¿Ustedes creen que soy una grúa?”.

Comenzó a entrenarse con Alfredo Pianta, en Gimnasia y Esgrima. Volvió a ser tercero en el Mundial de Estocolmo 1953, en Suecia, y consiguió el subcampeonato en los Panamericanos de México 1955. El 16 de septiembre de ese mismo año, con el golpe de estado de la Revolución Libertadora, la historia iba a cambiar para todos. En la recta final de la preparación para la cita olímpica en Melbourne 1956, de una delegación de 123 deportistas en 1952, se pasó a una de apenas 28. La vinculación de varios deportistas con Juan Domingo Perón fue el pecado que dejó al margen al básquetbol, el remo y a dos candidatos a medallas como el atleta Osvaldo Suárez y el ciclista Jorge Batiz, entre otros. Se evaluó que varios se habían convertido en profesionales, aceptando prebendas. En El Gráfico, Dante Panzeri fue incluso un poco más lejos. Poco antes de los Juegos, escribió: “La revolución que hace más de un año puso término a una larga noche de la vida argentina no podía prescindir del deporte entre las actividades que la ponían en un revisionismo […] El deporte argentino no debió siquiera pensar en ir a los Juegos Olímpicos, mientras sus responsables no tuvieran la seguridad de haberlo liberado de todas las manchas que lo humillaron. […] Íbamos a ir a los Juegos sin previa descarga de todas las cargas que el peronismo le dejara al deporte argentino. Pero esto es peor: a tratar de que allá en Melbourne puedan actuar impunemente como el más puro amateur los mismos atletas que en el interior de casa estaban puestos en el index de asalariados y en la picota de profesionales. Al mundo se los haríamos pasar como amateurs…”.

En medio de ese clima de investigación, la revista Mundo Deportivo (o, como se lo conoció históricamente, El Gráfico peronista), en una nota que se tituló “Pasaje para dos”, escribió que el Gordo no estaba “manchado” y le iban a permitir competir. El otro pasaje fue para Carlos Siegelshifer. Pero todos estaban bajo sospecha. Los recursos fueron muy limitados y los pesistas viajaron solos.

Siempre fue El Gordo. Y nunca tuvo problema con eso de ser gordo. Le encantaban los bifes con ravioles. Jamás dejó de tomar vino tinto. No le gustaban los entrenamientos y subía de peso con facilidad. Alfredo Pianta trataba de enfocarlo, pero él era feliz a su manera. El entrenador hasta le pidió que deje de ir a cantar. El tango era su otra pasión y su popularidad le conseguía micrófonos en los clubes del sur aunque su voz no era tan buena como su fuerza. Es más, para convencer a su coach, decía que los ejercicios de respiración en sus clases de canto lo ayudaban para la relajación… “Don Alfredo, no se preocupe. Antes de un torneo importante, me dedico cuatro meses a fondo y llego. Créame”, le decía.

Lo que pasó en Melbourne fue la más impresionante batalla de colosos en la historia. Paul Anderson, un norteamericano que tenía la misma edad que Selvetti, era el gran candidato. El argentino había tirado 502,5 kilos en los entrenamientos. Anderson ese año había tirado 520, pero llegó a Australia con una infección y estaba con fiebre. No existían controles antidoping y le dieron todos los medicamentos posibles para subirlo a las tablas. Arrancó en punta el Selvetti. Levantó 175 kilos en fuerza. Había conseguido 177,5 en las prácticas, pero en competencia pidió 180 y falló. Hizo 145 en arranque y 180 en envión, superando el récord olímpico por 2,5 kilos. Llegó a 500 kilos y le llevaba 7,5 de ventaja a su rival. Lo obligaba a levantar 187,5 kilos para alcanzarlo. Anderson, tras fallar dos veces, pidió un receso de cinco minutos. Se reunió con su equipo. Cinco personas lo rodearon. Selvetti, en soledad, observó todo y recién en ese momento se dio cuenta de las diferencias. Unos días después, cuando volvió a la Argentina, lo explicó así: “Anderson se reunió con su equipo y de pronto salió eufórico, como entonado. Agarró los fierros y los levantó”, se lamentó.

Siempre fue El Gordo. Y si las autoridades le decían que tenía que subir a la balanza, allá iba sin complejos. Según la agencia de noticias AP, el argentino acusó en la báscula 143,500 kilos. Anderson subió después: 137,900. El reglamento, en las pesas, indica que ante un empate, gana el competidor más liviano. Ambos habían levantado 500 kilos. Anderson fue oro; el Gordo, plata.

Después del podio, el presidente de la delegación argentina se le acercó y le dijo: “Si venía su entrenador usted hubiera ganado el oro, ¿no es cierto?”. El Gordo le contestó: ¡Claro, se perdió un título olímpico por no querer llevar una persona más!”.

El argumento para sostener esa afirmación fue el siguiente: “Yo no sabía cuánto pesaba mi rival ni cuánto podía levantar Anderson. Allá en Melbourne lo único que podía hacer era entrenarme para poder tirar 510 kilos; no había tiempo para ir a estudiar lo que hacían los demás. Los de afuera ven más, se fijan, pueden aconsejar en los kilos… Yo siempre fui solo a todos lados. Pianta me hubiera dicho que probara 177,5 en fuerza y no 180. Con ese detalle, también hubiera ganado el oro”.

Al año siguiente fue subcampeón en el Mundial en Teherán. Y en 1959, en los Panamericanos de Chicago, sostuvo su nivel, con 475 kilos, los mismos que el norteamericano Dave Ashman. Cuando los jueces lo invitaron al pesaje, no necesitó mirar lo que marcaba la balanza. Sólo observó a su adversario y sabía que el oro no era para él. Para entonces ya superaba los 150 kilos y pesó 29 más que Ashman. Fue la última vez que se subió a un podio importante.

Siempre fue el Gordo. Apenas entraba en escena, la gente estallaba en carcajadas. Era el papel que le tocaba y lo asumía gustoso. Como en ese sketch que se puede ver en YouTube, en el que entra en el comercio encolerizado y le lanza un reloj de pared por la cabeza a Pepitito Marrone. “¡Vos me vendiste esto, me dijiste que caminaba y no da ni un paso!”. Más allá de la inocencia del humor de la época, su carrera actoral fue creciendo. Salía de gira con Pepe Biondi por todo el país y con Marrone filmó dos películas. En una de ellas, Alias Flequillo, interpreta el papel de ayudante de un jefe mafioso que, por temor a que lo envenenen, siempre le hacía probar todos los platos de comida al Gordo.

Así fueron los 60 para Selvetti, mucho teatro, mucho tango y mucha televisión. Alguna convocatoria para levantar piedras y autos en TV, mostrándose como el hombre más fuerte del país. Lo disfrutaba tato que cada vez le dejó menos tiempo al deporte. Ya no era suficiente eso de dedicarse cuatro meses antes. No participó en los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960. Lo intentó de nuevo en Tokio 1964, pero sus registros fueron bajos: 445 kilos, cuando el campeón olímpico Leonid Zhabotinsky ya había llevado el récord a 572,5. 

Por esas razones que difícilmente puedan explicarse, su popularidad se fue extinguiendo. En los 70 y los 80 tuvo un par de emprendimientos comerciales con diversa fortuna. Murió en 1992, a los 60 años. Fue campeón nacional y sudamericano, pero nunca pudo ganar un torneo internacional de los “pesados”. Hoy su nombre se recuerda en el gimnasio del Cenard y en una de las calles de la Villa Olímpica de los Juegos de la Juventud que este año se harán en Buenos Aires. Sigue siendo el mejor pesista nacional de todos los tiempos. Ese, el Gordo.