Para estos tiempos de iniquidad, ningún antídoto mejor que Visages Villages (Rostros, pueblos), el nuevo documental de Agnès Varda, la venerable abuela de la Nouvelle Vague, que a los 89 años sigue tan activa y lozana como siempre y que aquí entrega una obra de una vitalidad y una nobleza de la que sería bueno que tomaran nota otros cineastas, entregados al cinismo y al escarnio. Siempre atenta a los cruces de lenguajes, géneros y disciplinas, y dueña de una eterna curiosidad y espíritu juvenil, aquí Varda no está sola. La acompaña JR, un fotógrafo y artista perfomático francés de origen tunecino que se convierte en su cómplice, co-director y compañero de viaje. 

Un poco como en la recordada Les glaneurs et la glaneuse (2000) –sin duda una de sus mejores películas en medio siglo de trabajo–, Visages Villages es una road-movie en toda la regla, como también lo era Sin techo ni ley (1985), su film de ficción más logrado y el que mejor ha tolerado el paso del tiempo, en un cuerpo de obra donde el documental siempre ha llevado las de ganar. Es más, se diría que cada vez que Varda se pone en movimiento, sale a la ruta y se va tropezando con desconocidos con quienes inmediatamente establece una relación de confianza mutua consigue sus trabajos más verdaderos y perennes.

A bordo de la camioneta especialmente equipada del fotógrafo JR, que en Francia se ha ganado el apodo de “artivista urbano”, Varda se embarca con su joven amigo en busca de algunos de los pueblos y rincones más olvidados de Francia, para encontrar y conocer a sus habitantes. Y fotografiarlos, porque Varda es también una fotógrafa legendaria. Una fotógrafa que hoy, a su edad, tiene lógicamente problemas de visión, que no hace nada por ocultar. Al contrario, los expone de tal manera que parece posible también ver la realidad del mundo de otro modo, con los ojos de la sabiduría. Y riéndose un poco de sí misma, al hacer de su dúo con JR una suerte de acting de Laurel y Hardy, pero sin ánimo de destruir sino más bien de acariciar, a veces casi al borde del sentimentalismo. 

Con esas fotos, el dúo dinámico concibe unos enormes murales que –allí mismo, en el acto– el especialista JR se encarga de montar sobre una pared abandonada o la tapia de un granero, como una forma de celebrar la belleza de esa gente anónima con la que se cruzan a su paso. Y devolverles su verdadera, monumental estatura, oculta en los fragores de la vida cotidiana. Campesinos, mineros, trabajadores y trabajadoras portuarios, amas de casa, hombres, mujeres, niños y ancianos pasan por delante de las cámaras de Varda y JR y cuentan algo de sus historias. 

O más bien, son sus rostros estampados en piedra o madera los que narran con sus facciones la vida que llevan a cuestas. “¿Para qué hacen estos murales?”, pregunta uno de los retratados, ante lo cual Varda dice no tener certezas. “Para dar rienda suelta a la imaginación”, sugiere dubitativa. La respuesta adecuada a esa pregunta parece formularla en cambio un trabajador que, al entrar a la mañana en su fábrica, se encuentra de pronto con un inmenso mural en el que se reconoce junto a todos sus compañeros. “¡Qué sorpresa!”, dice. “Para eso está el arte, ¿no? Para sorprender…”

Un solo punto oscuro encuentra Varda en su recorrido. Hacia el final, siente la necesidad de reencontrarse con Jean-Luc Godard, en Rolle, la pequeña ciudad suiza al borde de lago Leman donde vive recluido el ogro legendario. Y haciendo honor a su fama, el monstruo nunca llega a abrir la puerta, no recibe a quien supo ser su amiga y compañera de ruta en los años 60. “Si quiso herirme, lo consiguió”, se lamenta Varda, casi al borde de las lágrimas. Pero no deja de perdonarlo: “Es un perro ingrato, pero igual lo quiero”, dice mientras le deja en el picaporte un pequeño obsequio, tan simple y cálido como quien lo regala.