En el centro del debate sobre la ley con que el actual gobierno polaco busca censurar a la prensa del mundo y que se aplicó por primera vez contra PáginaI12, está la cuestión de la verdad histórica. El partido gobernante en Polonia, Ley y Justicia, dice sostener una línea oficial moderada en la que discute expresiones como “campos de concentración polacos”, señalando que durante la ocupación nazi hubo en todo caso campos de concentración alemanes en Polonia. Pero la aparente razonabilidad del argumento se desarma cuando figuras prominentes del gobierno de derecha comienzan a explicar los detalles. Por ejemplo, el actual primer ministro Mateusz Morawiecki dijo en público que en el Holocausto hubo también “perpetradores judíos”. Y su propio padre, el ex senador Kornel Morawiecki, acaba de ir más lejos diciendo que los judíos de Polonia no fueron obligados a ir a los guetos sino que fueron solos, casi contentos.

Este tipo de comentarios no sólo contradicen toda la historiografía internacional sobre la destrucción de los judíos y de otras minorías de Europa durante la segunda guerra mundial, sino que muestran una intencionalidad política. Ley y Justicia, junto a grupos afines como la Liga Polaca contra la Difamación, que presentó cargos contra este diario, proponen un revisionismo que pasteurice la historia polaca durante la ocupación. Sobre la base real de que Polonia fue víctima del nazismo, se busca eliminar todo otro relato sobre esos años terribles. Y en particular se busca borrar los rastros del antisemitismo polaco, de la pasividad o complicidad de los polacos cristianos ante la masacre de sus compatriotas judíos. Por algo el intento de censura internacional comenzó con una columna que recordaba la historia de Jedwabne, una aldea donde la mitad católica de la población masacró sin ayuda de los alemanes a la otra mitad, judía.

Historia

El comentario del senador Morawiecki fue publicado por la revista online Kultura Liberalna en un reportaje al prominente político. “¿Sabes quién persiguió a los judíos hasta el Gueto de Varsovia?” se pregunta el senador. “Vas a decir que los alemanes ¿no? No. Los judíos fueron porque les dijeron que tendrían su enclave, que no tendrían que lidiar con esos desagradables polacos”. Este comentario es de una ignorancia que sólo puede ser deliberada, una distorsión que se apoya en que la mayoría no maneja el detalle de los hechos históricos. Tanto el senador como su hijo primer ministro “revisan” la historia de su país para eximirlo del deber de la memoria y del desagradable aprendizaje que esta implica. La historia de Polonia en esos años es lo suficientemente terrible como para recortarla por motivos políticos. Por algo ocupa un lugar prominente en el libro “Tierras de sangre”, una historia de Europa oriental durante la segunda guerra mundial publicada en 2010 por Timothy Snyder, un historiador particularmente odiado por la derecha polaca pero premiado por gobiernos anteriores de ese país..

La segunda guerra mundial, todavía la más terrible en la historia humana, comenzó justamente en Polonia cuando la fuerza aérea alemana bombardeó a las 4.20 de la mañana del 1 de septiembre de 1939, la ciudad de Wielun. Si este nombre fue olvidado es porque la localidad no tenía ninguna importancia económica o geográfica, más que ser una ciudad mediana. La Luftwaffe estaba realizando un experimento de terror cuyo antecedente era el bombardeo de Guernica. El bombardeo fue con incendiarias, que quemaron manzanas enteras de edificios, mataron cientos de civiles y crearon un pánico tal que para cuando las tropas llegaron a Wielun casi no quedaba nadie en el lugar. El ataque fue cuidadosamente documentado, los sobrevivientes interrogados y la técnica aprobada como eficiente. Los nazis la usarían una y otra vez en los años siguientes.

Los alemanes estaban realizando estos experimentos porque hasta el momento la expansión del Reich no había necesitado de combates. Tanto las provincias desmilitarizadas en la frontera con Francia, como Austria se habían tomado sin resistencia, y la parte “alemana” de Checoeslovaquia, las Sudetes, habían sido cedidas bajo amenaza. De hecho, Hitler estrenaba su ejército en el ataque a Polonia y el 10 de septiembre, décimo día de guerra, su fuerza aérea realizó 17 bombardeos en Varsovia, un crescendo que culminó quince días después con 560 toneladas de bombas explosivas y 72 de incendiarias. Sólo en la capital y en estas semanas murieron 25.000 civiles y seis mil soldados bajo fuego aéreo. Era la primera vez en la historia que una ciudad importante, un centro urbano europeo, era tratado con esta violencia.

No era en absoluto casual sino una decisión emanada de la ideología racista nazi. Como define el historiador Snyder, “a los soldados alemanes se les enseñaba que Polonia no era un país real y que su ejército no era un verdadero ejército. Por lo tanto, los que se opusieran a la invasión no podían ser soldados”. Al contrario de lo que haría después en Europa occidental, la Wehrmacht no tomó prisioneros en Polonia y abundan los testimonios de fusilamientos masivos de soldados y oficiales que se habían rendido. Con esa formalidad absurda de los nazis, en muchos casos se les hacía sacar el uniforme antes de matarlos para que realmente parecieran civiles no protegidos por las leyes internacionales de guerra.

Los amos

Los nazis pensaban literalmente destruir Polonia y a los polacos. algo que abiertamente se explicaba a las tropas: “Los alemanes somos los amos y los polacos los esclavos”, “la intención del Fuhrer es destruir y exterminar al pueblo polaco”, son frases recogidas en muchas versiones, correspondencia y diarios. A los sesenta mil polacos muertos en combate, se le sumaron otros 45.000 civiles asesinados en los primeros cuatro meses de la ocupación alemana, entre ellos siete mil judíos, prácticamente todos en actos aislados de barbarie y violencia. Desde el primer día, las tropas alemanas usaron el más alto nivel de violencia contra los polacos, con represalias masivas, asesinatos individuales por las razones más frívolas y redadas que despoblaban aldeas sin mayor justificación aparente. La dinámica de amos y esclavos prendió rápidamente, con los nuevos amos castigando cualquier supuesta falta con un balazo. Muchos perdieron la vida por el delito de no entender de inmediato una orden dada en una lengua que no hablaban.

Para fines de 1939 Polonia había dejado de existir como Estado y como país. La Unión Soviética, en los términos del pacto Molotov-Ribbentrop, invadió desde el este y anexó territorios a Bielorrusia y Ucrania. Los nazis anexaron un sector al Reich y convirtieron el resto en una colonia, el Gobierno General, con uno de los peores racistas de su elenco al frente, Alfred Rosenberg. La conquista de Polonia creó una paradoja, que en lugar de crear más “espacio vital” para la raza alemana, se habían incorporado al Reich millones de “subhumanos” y dos millones de judíos, una población varias veces superior a la minoría alemana de esa religión. Cuando se decidió invadir Rusia, la paradoja originó el Plan General del Este, un intento de planificar el futuro del imperio alemán en el continente. A corto plazo, los países ocupados tenían que alimentar al Reich y a Europa occidental –el cálculo era que si los conquistados se morían de hambre, literalmente, se podía mantener el nivel de consumo de los conquistadores previo a la guerra– y a largo plazo debían ser exterminados. El Plan ordenaba destruir las ciudades y las industrias, matar aproximadamente setenta millones de civiles y crear un archipiélago de pueblos y aldeas agrarias alemanas.

Mientras, había que ganar la guerra y cumplir en Polonia dos objetivos inmediatos. Uno era el descabezamiento de la sociedad polaca, para lo que se confeccionó una lista de 61.000 nombres, un quién es quién de académicos, políticos, funcionarios de carrera, religiosos, periodistas y un largo etcétera que se consideraba la inteligencia nacional. La lista no fue muy útil porque los alemanes no tuvieron la capacidad de ubicar exactamente a estas personas, pero el número total de víctimas fue largamente superado.

El segundo objetivo era la comunidad judía, una décima parte de la población polaca y un problema desconcertante para los nazis. Polonia era un hogar histórico de los judíos en Europa desde hacía siglos, con ciudades como Varsovia con proporciones que llegaban al treinta por ciento. Las tropas alemanas vieron por primera vez comunidades religiosas, prácticamente inexistentes en Alemania, y judíos con ropajes y corte de cabello tradicionales. Una nota al pie de la tragedia fue la obsesión higienista que pareció dominar a los soldados, obsesionados por humillar a los judíos cortándoles el pelo. En paralelo, las autoridades militares registraron las masivas violaciones de judías por las tropas, alarmante en términos de la pureza racial aria pero explicable por la completa indefensión de  estas mujeres.

Berlín hasta le pidió a sus entonces aliados soviéticos que abrieran la frontera y recibieran a unos dos millones de judíos, cosa que Stalin rechazó. En busca de soluciones, el 8 de febrero de 1940 se ordenó crear un gueto para los 233.000 judíos de Lodz y días después la idea se imitó en Varsovia. El gueto en la capital cubría tres kilómetros cuadrados y fue construido con el simple expediente de sellar un barrio con un muro, evacuar a punta de pistola a unos cien mil residentes y mudar por la fuerza a los judíos de la ciudad. Ser deportado al gueto implicaba tener que usar una estrella amarilla en la ropa, saber que salir de los muros se castigaba con la pena de muerte y que se perdía toda la propiedad que no pudiera llevarse en una valija, lo único admitido. Las viviendas de los deportados quedaban legalmente sin título –el judío no era una persona bajo la legislación alemana– y los ocupantes eligieron las mejores, dejando el resto a los polacos. El gueto llegó a apiñar a medio millón de personas y sirvió hasta la apertura de los campos de exterminio como prisión donde enviar a judíos de todo el país. Para dar una idea de las durísimas condiciones en que se vivía, en 1940 y 1941 murieron en el gueto de forma no violenta –de hambre o enfermedades– sesenta mil personas, un doce por ciento de la población. El maltrato llegaba a extremos como que durante todo diciembre de 1940 se prohibió llevar alimentos a la zona sellada.

Casi al mismo tiempo, en abril de 1940, se decidía crear un sistema de campos de concentración más permanentes, básicamente para explotar mano de obra esclava polaca. El Comisario para el Fortalecimiento de la Germanidad en Silesia, Erich von dem Bach-Zelewski, creó el más famoso en las barracas del ejército polaco en las afueras de Cracovia. El lugar se llamaba Oswiecim, pero los alemanes lo pronunciaban como Auschwitz y lo incorporaron a un sistema que ya incluía campos alemanes como Buchenwald y Sachsenhausen. Los campos, fundados para encerrar a presos políticos, evolucionaron a centros de trabajo esclavo y finalmente a fábricas de la muerte, en particular cuando se decidió organizar la masacre sistemática de judíos y otros indeseables, y las primeras soluciones –básicamente fusilamientos a manos de la Policía del Orden y de los Einsatzgruppen de la SS– mostraron ser insuficientes. Los campos recibieron casi tres millones de víctimas judías, casi exactamente el mismo número que fue asesinado en miles de “acciones especiales” en Europa oriental.

La negación

Los nazis sobrevivientes a la guerra y sus continuadores neonazis negaron por muchos años que el Holocausto hubiera tenido lugar, y pese a que la historiadora Deborah Lipstadt probó en sede judicial –en Londres y por una demanda del negacionista David Irving– que sí existió, sigue habiendo grupos que lo niegan. Esta postura seguramente extrañaría a Hitler, que ya en 1941 redefinió la guerra que estaba conduciendo como una “contra los judíos” y en su testamento político, dictado en las ruinas del bunker en 1945, repitió la idea con orgullo. La complicidad de los países ocupados fue procesada de maneras distintas, de la constancia de la impecable actitud de los daneses a la tortuosa historia del gobierno de Petain en Francia. Es en esta categoría en que debe entenderse al actual gobierno polaco, sus esfuerzos de censura internacional y los peculiares discursos ahistóricos de sus voceros.

El senador Morawiecki habló de la “satisfacción” de sus compatriotas polacos judíos por quedar hacinados en los guetos ínvirtiendo la ecuación racista: según este políticos, los judíos iban voluntariamente “para no lidiar con los desagradables polacos”. La elección de palabras es notable, porque los polacos judíos supuestamente no querían ver más polacos, con lo que se sugiere que en realidad no eran polacos sino extranjeros o al menos extraños. En el reportaje, el senador continuó explicando que los judíos fueron también perpetradores del Holocausto porque existía una policía judía en los guetos, que mantenía el orden interno. Este tipo de comparaciones, muy comunes entre neonazis, busca equiparar delatores por interés o por prejuicio en la población civil de un país ocupado con posibles miserias entre prisioneros condenados a muerte. El registro histórico muestra la activa participación de la policía polaca en las redadas antisemitas, la reluctancia de la resistencia a ayudar a los que trataban de huir y la sistemática delación de judíos a las autoridades alemanas. 

De hecho, comparar la situación de los judíos perseguidos en la Polonia ocupada con lo que vivieron los que fueron encerrados en los guetos de Ucrania a partir de 1941 permite ver una enorme diferencia, que los partisanos soviéticos consideraban la liberación de sus compatriotas judíos como un objetivo importante y que reclutaron a miles en lo que terminó siendo un ejército de retaguardia contra los nazis. Excepto por miles de polacos que individualmente se jugaron la vida y la libertad para ayudar a un compatriota judío, en Polonia los judíos estaban solos. Una mayoría de la población asistió al Holocausto en silencio y tomó las vivienda y la propiedad de los deportados.

El 4 de julio de 1946, a más de un año de terminada la guerra, en la ciudad de Kielce hubo un último pogrom contra un grupo de sobrevivientes judíos que había logrado volver a casa. Una turba mató a 42 personas, un crimen por el que el entonces ministro de Relaciones Exteriores Dariusz Rosati pidió disculpas en 1996. “Fue un acto de antisemitismo polaco”, dijo el ministro. Dos décadas después, otro gobierno polaco intenta evitar toda discusión sobre el tema y atacar con una ley reciente a cualquiera, en el mundo, que lo mencione.