Hay un debate intenso, entre públicos y críticos, sobre si Las amargas lágrimas de Petra von Kant, que dirige Leonor Manso en el teatro San Martín, es más una obra sobre género y diversidad que una crítica a la propiedad privada o al revés. Los defensores de la primera afirmación sostienen que el eje está puesto en la relación lésbica de las protagonistas, mientras que los que están con la segunda ponen el ojo en la explotación de una de esas mujeres por sobre la otra. Cierto es que hay de ambas, por momentos en mayor o menor medida. Pero circunscribir la idea de la pieza que en 1972 escribió Rainer Weiner Fassbinder a sólo una de las dos opciones conlleva el riesgo enorme de pasar por alto que su potencia deviene justamente del cruce de ambas: del hecho de que una mujer explote a otra mujer; de que eso sea algo intrínseco al capitalismo.

Efectivamente, la pieza aborda unos meses en la vida de Petra von Kant (Muriel Santa Ana), una reconocida diseñadora de modas que tras una serie de fallidas relaciones con hombres se enamora obsesivamente de Karin (Belén Blanco). Pero Karin no es cualquier mujer: es una chica pobre y desempleada, a la que no le queda más remedio, en un principio, que trabajar para quien luego será su pareja, de la que dependerá económicamente por un tiempo largo. ¿Si Petra no tuviera el poder de someter a Karin, la amaría de todos modos? Es una pregunta que no puede tener respuesta (aunque ella misma ensaya hacia el final una diferencia entre amar y poseer), pero también un buen disparador para entender por qué, cuando Karin la deja, ya empoderada, todo en su vida se desmorona hasta no poder levantarse de la cama. 

Lo último no sería tan probable si no hubiera otros detalles que lo sustentaran. Por ejemplo, que los bocetos de los diseños que a Petra le dan fama internacional en realidad sean confeccionados por Marlene (Miriam Odorico), la empleada silenciosa a la que maltrata y que sin embargo le es incondicional. Como si la protagonista sólo pudiera relacionarse con mujeres a las que mantiene, con mujeres que dependen de ella. Otros casos son su madre (Marita Ballesteros) y su hija (Victoria Gil Gaertner): la primera porque nunca trabajó y le pide plata; la segunda porque es menor y necesita de su tutela. La única mujer con la que Petra tiene conflicto desde el vamos es con su “amiga” Sidonie (Dolores Ocampo), porque ella no la necesita, ya que depende del marido. 

Pero Petra es mujer. Y por más que someta a otras mujeres, que las reduzca, que las humille, algo en su cuerpo, en su subjetividad, se lo recuerda constantemente. Ella somete, sí, pero no puede dejar de ser también una oprimida del propio sistema con el que se mimetiza, justamente por ser mujer. En ese “detalle” vive la obra. Y en él también aparece Muriel Santa Ana con una interpretación asombrosa y llena de dolor que le imprime esa contradicción al personaje. Petra puede parecer inmortal cuando cree que lo tiene todo, pero lo único que hace es morir lentamente, como alguien tan miserable que ni siquiera es capaz de dejar de sufrir de golpe. Y esa transición, que en Petra es degenerativa, como la de un sistema económico a punto de estallar, es inversamente proporcional en Karin/Blanco (también espléndida), que se empodera, que renace, que aparece con más fuerza que nadie. Por eso Petra y Karin son una pareja que se separa: porque van juntas hasta que evolucionan. Porque son una metáfora hermosa del feminismo. 

Pero si la puesta es fabulosa no es sólo por sus ideas, sino también por sus modos de llevarlas a cabo. Todos los elementos que la componen parecen funcionar en la misma dirección, la de seleccionar esa doble condición de Petra (la de “opresora” /oprimida) que en realidad es una sola (la de oprimida). Los vestuarios de todas las actrices son rojos, color que remite a la sangre, pero también a la fuerza; la escenografía simula el encierro de una habitación pero las paredes son transparentes, para que se pueda ver. La dualidad está presente todo el tiempo en un mismo símbolo, que al final se transforma. Y si las actuaciones son buenísimas y también todos los otros rubros (todas las implicadas en la realización de la obra son mujeres), qué decir de la dirección de Manso, catalizadora de todo ese talento en un espectáculo que es signo de época y por eso mismo la apuesta perfecta para inaugurar esta temporada del teatro San Martín.