El impacto por el número oficial de la inflación de marzo, ubicada en lugar de privilegio por medios oficialistas y opositores, relegó al menos por un rato la serie de esperpentos judiciales que protagonizaron la última semana hasta conocerse la cifra del Indec. 

Es lógico que así sea porque en los primeros tres meses del año el Gobierno ya se deglutió una mitad, o poco menos, de su meta anual. No van a decirlo en público siquiera aproximadamente, pero de Macri para abajo todos son conscientes de que la pauta del 15 por ciento, para 2018, ya asemeja a chiste de mal gusto. 

El ministro Dujovne encontró la excusa de la sequía como golpe adicional, porque “llevó  a que el precio de los productos alimenticios argentinos, como trigo y maíz, estén más altos”, lo cual deriva en incremento de precios en huevos, pollo y pan. Chocolate por la noticia, esa declaración es un movimiento de torero que oculta, mal, el rol de un Estado completamente pasivo salvo para satisfacer los intereses concentrados a que responde. El Estado “canchero”, según insiste en señalar Carlos Heller cuando alude a cómo preparan eso mismo, la cancha, para que el terreno de juego sólo pueda favorecer a corporaciones y negociados propios. 

Lo dicen algunos de sus connotados voceros: si en forma simultánea producen una devaluación del 15 por ciento, tarifazos, suba de impuestos y aumento de las naftas, ¿qué resultado pretenden esperar? ¿La inflación de Canadá? No, pero la apuesta hasta ahora exitosa consiste en lo blanqueado por el estudio que el Banco Central publicó a la par de revelarse los guarismos del Indec.

La entidad afirma que hay un núcleo de inflación más chico que otras veces porque los shocks –así dice: los shocks– de tarifazos y dólar no se trasladaron a los precios en forma grave. ¿Por qué? Por lo que el Banco Central festeja alegremente unas líneas adelante, como también lo hizo Dujovne: los salarios se desaceleran y el ajuste completa el contexto. En otros términos demasiado obvios, las paritarias pasadas ya se comieron un buen pedazo del ingreso de los asalariados, al igual que el de cuentapropistas y miembros de la economía informal, y las actuales se engullirán tanto o más todavía. El informe publicado el sábado por La Nación da cuenta de que, en los últimos meses, casi 7 de cada 10 argentinos recortaron gastos en todos los rubros habidos y por haber.

¿Quiénes dan batalla contra ese escenario? Los trabajadores estatales representados mayormente en las CTA, los bancarios y unos pocos o cuantos sectores dispersos en áreas de conflictividad fabril, muchos de ellos en el interior del país con escasísima atención, por no decir nula, en los medios de alcance nacional. La CGT, sin cuya concurrencia es imposible trazar algún grado de lucha contundente, no existe a esos fines prácticos o, peor aún, muy buena parte de su dirigencia está cooptada por el macrismo. 

Se agrega que, como en los ‘90, esa carencia de combate gremial efectivo permite el avance de la precarización en las condiciones del trabajo y la amenaza del despido como disvalor incorporado. Es un dato sustantivo para entender por qué la lucha en general se ve disminuida, salvo a través de revueltas enormes como la generada por la reforma previsional o por concentraciones masivas como las que despiertan el 24M, arbitrariedades de la Corte Suprema respecto de genocidas  y el movimiento de mujeres. Todo lo cual es conmovedor, necesario y propio de una sociedad, como quizás ninguna, con reflejos y minorías intensas. Muy intensas.

Falta el ordenador aglutinante, como papel decisorio de una oposición que no acierta en hallar el rumbo, el discurso, la sintonía con la agenda del deterioro. Así lo reflejan encuestas y relevamientos no publicados, que muestran una bronca creciente contra el Gobierno entre sus votantes de 2015 y 2017 pero sin que sepan a dónde ir. Por allí se filtra el accionar oficial, con la forma de refugiarse –más enérgicamente si las papas queman– en la cantinela de la corrupción kirchnerista. Y de paso, en el enjuague de la propia.

El fallo de la jueza Barú Budú Budía que ordenó la intervención del PJ, junto con poner a su frente a uno de los personajes más impresentables de la reciente historia política y sindical de los argentinos, tal vez no merezca más consideraciones que tomarlo como de quien viene en lugar de elucubrar (grandes) teorías conspirativas. Igualmente, no deja de ser atractivo el chascarrillo de fantasear con qué habría ocurrido, durante el kirchnerismo, si una jueza hubiese dispuesto intervenir al partido principal de la oposición, tras un dictamen en el que –entre otros disparates– sostiene la urgencia de poner coto en una fuerza que viene perdiendo elecciones. Como twiteó la abogada Graciana Peñafort, si eso fuera un criterio judicialmente válido vayan imaginando lo que pasaría con el radicalismo y la izquierda. “Intervienen al principal partido opositor”, dice otra burla circulante en las redes. “¡Basta! ¡Fuera Maduro! ¡Hay que invadir Venezuela”. “Pero es el PJ…”. “Ah. Mirá, es una decisión de la Justicia que hay que respetar”.

Más serio parece que la investigación por las andanzas de la famiglia presidencial, en torno de perdonarse su deuda con el fisco al cabo de administrar el Correo Argentino, haya sido trasladada a un fiscal adicto al macrismo. Germán Pollicita. No es imaginería: el procurador de Macri le pasó la investigación del negocio de la familia Macri a un fiscal que trabajó con Macri cuando Macri era presidente de Boca.

“¿Cómo salir con dignidad de este pantano de atropellos con fachada legal? ¿Qué reforma del sistema judicial se impone? ¿Cómo organizar a los magistrados dispuestos a levantar trincheras democráticas, contra la viscosa propagación de un fascismo jurídico-político de nuevo tipo? ¿Cómo reformar la enseñanza del derecho a fin de que las perversidades jurídicas no se transformen, por su recurrencia, en normalidades jurídicas? ¿Cómo deben autodisciplinarse internamente las magistraturas, para que los sepultureros de la democracia dejen de tener empleo en el sistema judicial? La tarea es exigente, pero contará con la solidaridad de todos aquellos que (...) nos sentimos involucrados en la misma lucha por la credibilidad del sistema judicial como factor de democratización de las sociedades.”

Ese párrafo pertenece a la notable contratapa que el jueves pasado firmó en este diario el sociólogo Boaventura de Sousa Santos, acerca de la putrefacción del sistema judicial brasileño expresada con el encarcelamiento de Lula mediante esa sentencia, ¿casi? indescriptible, en que el propio juez interviniente reconoció no tener pruebas materiales para condenarlo.

La alusión a Brasil no podría ser prescindida, pero sí incorporada al conjunto. 

El fallo está enmarcado por lo salvaje de la contraofensiva integral de derecha en prácticamente toda la región, que en Lima acaba de desarrollar la VIII Cumbre de las Américas bajo el lema de “La lucha contra la corrupción”.

Estuvo Macri.