El profesor Pipkin, Arnoldo Pipkin, el autor de aquel librito de gramática que se usaba en los colegios secundarios hasta que apareció el Ríos-Molina actualizado, espera en medio del andén vacío, en la estación de Puente Viejo. Está quieto, de pie, como si el hecho de permanecer parado pudiese lograr de algún modo que alguien viniera a buscarlo. 

Cierto Círculo de Educadores Sarmientinos lo ha invitado para que diserte sobre sus años de docencia, y cada tanto, cuando el profesor siente la mirada curiosa del jefe de estación, saca del bolsillo la carta que le enviaron y relee el último párrafo, para convencerse otra vez de que no se equivocó de fecha. 

Toda la noche duró el viaje pero el profesor Pipkin apenas pudo dormir. 

En su insomnio, imaginó un recibimiento en el que firmaba autógrafos y escribía dedicatorias de su libro y respondía tal vez a un reportaje para el diario local con esas frases redondas que guarda desde hace años por temor a las burlas de sus alumnos y a la risa de su mujer; y aunque el profesor odie recordarlo, aunque le parezca mezquino estar recordándolo, acaba de recordar también el sueldo íntegro que gastó en el traje nuevo.

Al mediodía, por fin, el profesor se convence de que nadie vendrá por él y decide buscar un hotel donde descansar unas horas antes de la conferencia. El jefe de estación le aconseja el Residencial Astoria, a dos cuadras de allí. 

Al jefe de estación le parece recordar que existe, en efecto, un círculo de educadores en Puente Viejo. La dirección donde se ofrecerá la conferencia, que también figura en la carta, parece igualmente correcta: es la sede de la Biblioteca Alberdi, en realidad la única biblioteca del pueblo, que tampoco está muy lejos. El profesor le agradece con una efusividad en la que hay mucho de alivio y sale a la calle principal, la avenida San Martín.

Apenas empieza a caminar, el profesor Pipkin advierte qué desconcertantes pueden sonar aquí los nombres de las mismas calles: acaba de cruzar la intersección sorprendente de San Martín y Pellegrini, y 9 de Julio, la del hotel, resulta una miserable callecita de casas bajas. El Residencial Astoria sobresale en una esquina. Tiene cuatro pisos y parece un edificio excesivo para lo que es el pueblo, pero el profesor recuerda que durante el verano, según le han dicho, Puente Viejo se convierte casi en una ciudad por su balneario. Entra por una pesada puerta giratoria. Apenas lo ve, el conserje deja a un lado el diario que estaba leyendo y se incorpora para atenderlo. El profesor Pipkin mira en torno; ve el lustroso piso de parquet y la escalera alfombrada y se pregunta si no le saldrá aquello demasiado caro, si no hubiera sido preferible permanecer hasta la noche en el bar de la estación. Pero ya es tarde: el conserje está de pie, sonriente, con el registro abierto, y acaba de preguntarle por segunda vez su nombre. El profesor recita con resignación sus datos.

-Tercer piso -dice el conserje extendiéndole una llave-. No se va a perder.

En el primer rellano desaparece el alfombrado de los escalones y de las largas filas de puertas enfrentadas un olor a encierro empieza a impregnarlo todo. El cuarto que le han dado es pequeño y ruin, lo que tranquiliza bastante al profesor. Hay una cama vagamente lasciva y al costado de la cama un ropero, con un espejo rajado en la puerta. El profesor abre la valija de inmediato para colgar su traje nuevo, que ha traído cuidadosamente doblado. Entonces, al acercarse al espejo, por un momento no se reconoce. Aquella barba, aquella barba desprolija, barba de un día, barba de pordiosero... Cómo, cómo presentarse así ante el público...

El profesor revisa la valija frenéticamente, pero es inútil, ya lo imaginaba él: su mujer no ha puesto la afeitadora. Las mujeres nunca se acuerdan de la afeitadora, piensa el profesor Pipkin con furia, como si de pronto su vida estuviese llena de viajes y mujeres olvidadizas. Se sienta en la cama y se mira de nuevo en el espejo, restregándose el mentón: no puede presentarse así a la conferencia. Consulta la hora. Es la una y cuarto. Ya estarán cerradas todas las peluquerías. No tendrá más remedio que esperar hasta después de la siesta.

A las tres de la tarde el profesor Pipkin decide bajar. En todo caso, piensa,podrá recorrer el pueblo si todavía es muy temprano. El conserje está dormido en su silla. El profesor deja sin hacer ruido la llave sobre el escritorio. No se anima a despertarlo; supone que alguien, afuera, sabrá indicarle dónde encontrar una peluquería. 

El profesor Pipkin camina por la calle del hotel, que está desierta. Hace calor, pero no se decide a quitarse el saco: teme que en su camisa haya manchas de transpiración. Ve unos pocos negocios, todos con las persianas bajas. 

Camina dos cuadras más, pero advierte que no mucho más allá se acaba el pueblo. Decide doblar entonces en la primera calle lateral: Alvarado. 

Alvarado, trata de recordar, debe ser un prócer local; y se siente ligeramente aventurero al desviarse por esa calle de nombre desconocido.

La calle Alvarado, sin embargo, le parece pronto tan muerta como las anteriores. Pero por lo menos hay sombra, piensa. Escucha unas voces, atrás de un Citroen, en la cuadra siguiente. El profesor cruza la calle y ve a dos muchachos apoyados en el capot del coche. Hay también una chica, que está sentada en el cordón de la vereda, mostrando bastante de sus piernas. Los tres están fumando y la muchacha, además, masca un chicle. Tienen, calcula el profesor, la edad de sus alumnos. Se acerca a ellos con un poco de temor: las estudiantinas y ciertas inscripciones en el baño del colegio le han enseñado a temer a sus alumnos. Esto, por supuesto, no lo dirá en la conferencia, pero en el fondo siempre ha sido así; él les teme y ellos lo saben.

Los tres se han callado al verlo acercarse. El profesor pregunta por una peluquería y nota con disgusto que su voz sonó balbuceante.

- ¿Una peluquería? -el que habla parece el mayor del grupo. Da una pitada al cigarrillo y empieza a sonreírse-. Hay una muy cerca de aquí- le dice.

-No, Aníbal -grita la chica desde el suelo.

-Vos calláte -dice Aníbal-. Por esta misma calle -indica-, una cuadra y media más adelante. De la vereda de enfrente: tóquele timbre.

El profesor duda y mira de nuevo a la chica, que masca concienzudamente su chicle, como si hubiera decidido desentenderse del asunto. 

-Una cuadra y media, ¿entendió? -escucha que repite el otro.

Apenas se da vuelta, antes de llegar a la esquina, el profesor escucha la risa de los dos muchachos, y un instante después una carcajada chillona, como si la chica, a pesar suyo, no pudiera evitar reírse también de algo muy gracioso. El profesor Pipkin enrojece bruscamente. De todas las cosas que el profesor no entiende del mundo, este rubor, que le ha impedido desde siempre enfrentar los ojos de las mujeres hermosas o decir una sola mentira, es para él quizá la más incomprensible. Durante mucho tiempo pensó que habría una edad (primero supuso los veinticinco, después los cuarenta), a partir de la cual a nadie, y tampoco a él, le sería posible ruborizarse. Luego se fue dando cuenta de que nunca se libraría de esas oleadas calientes, bien conocidas, que de tanto en tanto le subían a la cara.

Y ni siquiera me están mirando, piensa el profesor mientras cruza la calle, con la cara todavía roja.

La peluquería parece más bien una casa en ruinas. La persiana, a medio bajar, está carcomida por el óxido y en las paredes descascaradas asoma la dentadura de los ladrillos. De la puerta cuelga un cartel de Glostora, que el profesor creía definitivamente desaparecidos. ABIERTO, dice, pero la puerta no cede. El profesor Pipkin toca el timbre y apoya una mano sobre el vidrio para mirar el interior, que está en penumbras. Ve un gran salón polvoriento, con pisos de madera, y en un costado un sillón de peluquero antiguo, con arabescos dorados, del que se incorpora un viejo en musculosa.

El viejo abre la puerta y lo mira con fijeza.

- Es... para afeitarme nada más -dice el profesor Pipkin sintiéndose algo culpable. El viejo lo sigue mirando, sin decir nada. Se alisa lentamente con la mano el poco pelo que le queda y camina de nuevo hacia adentro, dejando la puerta abierta. El profesor lo sigue; cierra la puerta y se queda parado allí,en la penumbra del cuarto, vacilante.

El viejo no levanta la persiana: va hacia el fondo y enciende una lamparita que ilumina a duras penas el sillón y el espejo. Desde allí le indica al profesor con un gesto que se siente, mientras descuelga del perchero una camisa blanca. El profesor obedece y mira por el espejo cómo el peluquero empieza a abotonarse. A sus pies hay un revistero, con algunas revistas amarillentas. El profesor se inclina y alza una distraídamente: es una Semana Gráfica de casi treinta años atrás. Sangre atrasada, piensa. Nunca le gustaron las revistas sensacionalistas. Vuelve a dejarla en el revistero y saca otra. Al ver

la tapa a la luz, recuerda sin saber por qué el grito de la chica en la vereda.

Es el mismo número, es la misma revista. Se inclina de nuevo y revisa rápidamente el revistero: son todos ejemplares repetidos de la misma Semana Gráfica, de octubre del 57. 

El peluquero se acerca a sus espaldas; mientras despliega la pechera y se la ajusta al cuello, el profesor Pipkin se decide a abrir la revista. Las hojas están endurecidas y algo pegadas por la humedad. El peluquero remueve trabajosamente con la brocha el pote de crema de afeitar. La primera nota es una entrevista a todo color a un galán de cine que encontró el amor de su vida. El profesor Pipkin ni siquiera recuerda su nombre. Hay varias fotos de la pareja, a la salida de la iglesia, exhibiendo adecuadamente su felicidad. El profesor piensa en su propio casamiento: por lo menos él ya sabía entonces que no había encontrado al amor de su vida. 

La nota siguiente es sobre el incendio pavoroso de un salón de baile. El profesor se apresura a dar vuelta la hoja para no mirar los primeros planos de los cuerpos quemados. Entonces ve a la mujer. La foto ocupa casi media página.

HORRENDO, dice arriba en grandes letras, DEGÜELLO A LA NAVAJA. 

Pero en la foto la mujer está viva. No es solamente una mujer hermosa. Hay algo más, algo en los ojos, o en la manera de posar, algo violentamente sexual que se abre paso a pesar del peinado fuera de moda, reclamando todavía todas las miradas.

-Le gusta, ¿eh? -escucha el profesor, sobresaltado. El peluquero está de nuevo detrás de él, con la brocha en alto-. A todos les gustaba.

Le alza levemente la cara y con unos pocos trazos hábiles se la cubre por completo de espuma. El profesor contempla en el espejo su aspecto un tanto ridículo de Papá Noel y vuelve a mirar la foto, sin poder evitarlo. El nunca tuvo, nunca tendrá, una mujer así.

   Hay otra foto, en la página de al lado: un muchacho de pelo largo, muy joven, con un vendaje en la cara. 

El peluquero elige una navaja de su bolsillo.

- Usted no es de acá, ¿no es cierto? -dice, y golpea con la navaja la foto del muchacho-; tampoco era de acá él: se quedó por ella. -Habla de una manera ausente, como para sí; las palabras quedan en suspenso.

-Se creían que no me daba cuenta -dice con un remoto orgullo, mientras afila la navaja. El profesor escucha el rítmico chasquido de la hoja. Debería irme, piensa, y mira por el espejo, con una fijeza implorante, el filo que se apronta sobre su mejilla. La navaja empieza a crepitar suavemente, llevándose pelos y espuma. El profesor ve aparecer un poco de su cara de siempre, su  cara lisa, algo colorada, y recuerda por un momento el traje nuevo colgado en el ropero del hotel, la conferencia de la noche.

- Quince años me dieron -dice el peluquero y limpia la hoja con cuidado-. Él se me escapó por poco, solamente un tajo en la cara... - Parece perdido en una ensoñación-. Pero va a volver -dice con fijeza y se sonríe un poco-. Yo sé que va a volver.

El profesor Pipkin ya no lo escucha. Piensa en una marca que tiene en la mejilla, de un estúpido resbalón en la bañera. Es una marca muy pequeña, no es ni siquiera una verdadera cicatriz. Pero se verá cuando la hoja prosiga en la otra mitad de la cara. Me levanto, pago y me voy, piensa. El peluquero vuelve a afilar la navaja. El profesor mira de nuevo en el espejo las dos mitades de su cara. Piensa en la mujer de la foto, en su vida en la que sólo tuvo resbalones en la bañera, en una muerte a doble página capaz de arreglarlo todo, pero sabe que no, que no es por eso que se queda. Sabe que si se queda es porque en ese pueblo donde nadie lo conoce, él no se animará a salir a la calle así, con la cara a medio afeitar.