“Usted no me conoce, pero tengo una historia que va a interesarle”. Esas pocas palabras que escuchó por teléfono, en un castellano demasiado empastado por la dureza alemana, fueron la puerta de entrada hacia los mecanismos anónimos del terror. La voz pertenecía a Herbet Bittner, quien con el correr de las entrevistas se revelaría como una de las piezas claves de Odessa, esa organización fantasmagórica que funcionó como una red de colaboración mundial para ayudar a los nazis que escapaban de Alemania. Más de diez años iba a tardar el periodista Daniel Otero para ordenar los fragmentos difusos que Bittner comenzaría a arrojarle: fechas, nombres, lugares, crímenes, fotografías, salvoconductos. Los chequeó uno por uno hasta reconstruir la vida de un hombre golpeado que había esperado demasiado tiempo para sacar a la luz sus secretos más oscuros. Ese llamado inesperado terminó por convertirse en la primera de las cuatro historias de Crónicas de posguerra. La vida secreta de los que hicieron el trabajo sucio (Editorial Octubre), un libro en el que Otero logra inmiscuirse entre los pliegues de la maldad y la perversidad a través de sus ejecutores invisibles. 

Detrás de Herbert Bittner, se van encastrando una serie de relatos que encuentran sus puntos de contacto entre las cicatrices abiertas que se transmiten de forma silenciosa a través del tiempo. Los pasos del “Oso” Ranier, el infiltrado que delató los planes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y desató la matanza de Monte Chingolo, cobran una realidad pasmosa cuando frente a Otero aparece su hijastro y cómplice –quien intenta sacarle dinero por su confesión– para traer al presente la cotidianeidad que recubría cada dato filtrado al Ejército desde las entrañas del ERP. Una intimidad del horror que acecha en cada línea de Crónicas de posguerra –prologado por Horacio González– y se despliega a través de un gatillero del conurbano que confiesa más de treinta asesinatos para probar su inocencia en el de José Luis Cabezas. Pero su dimensión más terrible la alcanza cuando se posa sobre Armando Víctor Luchina, un jubilado y referente barrial que estuvo encargado de registrar, alimentar y encapuchar a los detenidos en el centro clandestino de la Supertintendencia de Seguridad Federal, quien termina siendo denunciado en las páginas del libro por su propia hija, abusada por él en su propia habitación cuando volvía de sus tareas. La atrocidad va abriendo un territorio signado por la violencia que se vuelve el escenario siniestro de cada una de las historias.

“Fue polémico pensar en la posguerra porque está claro que la dictadura no fue una guerra. Quizás la historia del alemán me habilitaba ese argumento. Y La posguerra sucia, de Verbitsky, siendo presidente del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), abría también ese panorama”, adelanta Daniel Otero en un bar del Abasto, a la par que enciende uno de los tantos cigarrillos que se van convertir en cenizas durante la charla. “En estas historias no estoy hablando de la guerra, de la dictadura, sino de todo lo que vino después. La hija del represor con la foto de sus hijos en la soledad de pensión, sin poder vivir con ellos por lo que le hizo su viejo. Eso es terrorismo de Estado cuarenta años después. No es dictadura. Es la posguerra”. 

–¿Cuál fue la motivación para continuar trabajando en historias que tardó más de diez años en escribir?

–Jamás las había visto como notas para una revista o diario, tampoco sabía que podía funcionar juntas. Me fueron llevando y lo que sentía al meterme era la necesidad de decir: “Yo te avisé. La sociedad argentina elige a esta gente para que cuide su seguridad. Cuando te baleen a tu hijo no te quejes. Cuando votás cualquier verdura, pasa esto. ¿Nuestra seguridad va a seguir en manos de esta gente o vamos a pensar a quién le damos un arma?”. Eso me fue guiando. Darle la prisión domiciliaria a Etchecolatz es reivindicar los motivos por los que tuvo cinco condenas. ¿Entonces qué estamos permitiendo? 

–Usted está muy presente en todas las crónicas. En una de ellas, incluso, cuenta la posibilidad de que Luchina haya sido el delator que entregó a uno de sus mejores amigos. ¿Cómo manejó el hecho de estar tan involucrado en el relato?

–En principio traté de que no interfiera, que todos los desaparecidos tengan el mismo significado. Yo de entrada no sabía eso, cuando me enteré ya había una relación de periodista-entrevistado, ya sabía que era un hijo de puta. Hubo situaciones que viví y que hacían a la historia: descubrir los libros de Marx y Lenin que Luchina le había robado a los militantes desaparecidos, dar con la esposa escondida del Alemán, subirme al auto del gatillero y ver cómo guardaba las balas debajo de sus piernas. Creo que la primera persona cobra sentido cuando el periodista es un personaje, aunque sea involuntario.   

–¿Estuvo en peligro en alguna de esas situaciones?

–El concepto que tengo es que hay mucha verdura en cuanto a amenazas, que no las niego, pero hay más en relación a las presiones económicas. Son asesinos, gatilleros, pero no son boludos. Saben cuándo tienen que apretar el gatillo. “¿Cómo es que este tipo no me parte como un queso?”, pensaba. Y él tenía miedo de lo que yo estaba representando: una nota que se agite un poco y despierte al fiscal en Dolores. “No puedo hacer ruido”, se plantean. El gatillero quizás prefería que no se conozca su historia. Pero ahí entra en juego la vanidad, que es lo que los mata. Yo adoptaba la actitud de no entender, dejar que hablen, que se vayan enamorando de su voz. Y llega un momento en que caen. Cuando le digo “usted tiene treinta boletas” y me responde “capaz son más”, ahí ya estaba subido al caballo.

–¿Por qué cree que la “gente común”, como define en el prólogo a los protagonistas de sus historias, termina por transformarse en un engranaje del terror?

–Hay un tipo, un psicólogo, que encontró la respuesta: Milgram. Hizo un estudio famoso donde ponía un tipo en el control de un aparato que le aplica electricidad a otra persona cuando responde mal, aunque esa descarga era ficticia. Pero las personas escuchaban los gritos y seguían apretando ante las respuestas erróneas. Si hay una autoridad que se hace cargo del daño que la persona infringe a otro, si otro se hace cargo y le paga, acepta. El setenta y cinco por ciento de los que estuvieron en ese experimento lo hicieron. Transportalo a la población planetaria. De fondo nunca se hacen cargo del daño. Si te ponés a hablar como un par lo reivindican sin problemas. Eso es lo que hay que generar, no ponerse en el rol del confrontador ni tampoco felicitarlo. “Yo no te cuestiono, hablá”. Se hunden solos. 

–A lo largo de todas las entrevistas que realizó, ¿encontró algún sesgo de arrepentimiento por los crímenes confesados?

–Quizás con el gatillero, pero no terminó de cerrarme. Me dijo “yo a los extrema los admiraba. Se jugaban la vida por lo que creían. Y a nosotros nos mandaban a matar para el político de turno”, pero me sonó a que me estaba tocando los violines. Siempre reivindican sus acciones, pero lo esconden. Luchina ahora está al frente de una sociedad de fomento que pide justicia por Santiago Maldonado, imaginate esa contradicción. El único que tenía una causa era el alemán, que lo abandonaron de pibe. A la víctima no la juzgo, está más allá del bien y del mal. El alemán, de alguna manera, también es una víctima. Cuando confirmé que tenía una hermanastra que lo había dado por muertos su historia se empezó a hacer real. “Sé quién es mi papá, pero lo olvidé. A mi mamá le perdí el rastro”, me dijo. Hay una dureza en eso, una crudeza en su vida que lo termina por extraviar, ¿y hoy cuánta gente está de acuerdo con el balazo que le metieron al pibe en Tucumán? Toda esa maldad está presente, lo que hay que ver es qué hacemos con eso.