El dandy más snob del “Nuevo Periodismo” retrató a Estados Unidos en todo su fulgor, ambición, belleza y perversión. El hombre de impecable traje blanco y camisas de cuello almidonado, una especie de Frankestein de la incorrección política, descubrió la pólvora que se necesitaba entonces para revolucionar el contenido de las revistas de los años ‘60 y reformular las formas de contar la realidad. La primera persona del singular, el cronista devenido estrella, que no sólo escribe una historia, sino que se erige como un personaje más del texto. El abuso del “yo” fue uno de los “efectos colaterales” de esta especie de periodismo de autor. El cronista y escritor estadounidense Tom Wolfe, que murió el lunes a los 87 años en Nueva York –según confirmó su agente Lynn Nesbit al diario The New York Times– reconoció que él mismo se había equivocado, que “es un error escribir en primera persona, a menos que seas una parte de la trama”. El autor de La hoguera de las vanidades defendía cuatro premisas básicas para potenciar la perspectiva de una crónica: “Construir el texto escena a escena como en una novela; usar la mayor cantidad de diálogo posible; concentrarse en los detalles para definir a los personajes y adoptar un punto de vista para relatar la historia”.

Un mundo se extingue con la muerte de Wolfe.  Era el último de los “padres fundadores” del “Nuevo Periodismo” que vivía. El formó parte de esa revolución que en las décadas del ‘60 y el ‘70 protagonizaron también Truman Capote, Norman Mailer y Hunter S. Thompson, aunque a este último se lo considere el padre del “periodismo gonzo” (que sería el “Nuevo Periodismo” elevado a la enésima potencia, el cronista como protagonista exclusivo de su crónica). “El problema con Wolfe es que es demasiado irascible como para tomar parte en sus historias –lo cuestionó Thompson–. La gente con la que él se siente cómodo es más aburrida que la mierda y la gente que parece fascinarlo como escritor es tan rara que lo pone nervioso”. Al margen de etiquetas que podrían ser interrogadas y puestas en cuestión, Wolfe, que había nacido en 1931 en Richmond (Virginia), y que en varias ocasiones se definió como un “reivindicador de Balzac” desde un punto de vista cultural y estilístico –no faltó quien lo bautizara “El Balzac de Park Avenue”–, soñó con ser escritor desde niño. Estudió Literatura Inglesa en Washington y se doctoró en Filosofía en 1957. Las mejores escuelas de escritura periodística fueron los medios gráficos en los que se entrenó: Springfield Unión de Massachusetts, donde debutó como redactor. Luego continuaría en Esquire, The New York Herald Tribune y The Washington Post. Pero donde experimentó más fue en el New York Herald Tribune, el ámbito donde se fraguaron las directrices de ese nuevo periodismo, con el apoyo del director del diario, Clay Felker.

Wolfe, que se construyó a sí mismo libro tras libro, escribió crónicas como si fueran novelas –con monólogos interiores, diálogos y múltiples puntos de vista– sobre el apocalipsis de los beatniks y las drogas que abren las puertas de la percepción en Ponche de ácido lisérgico (1968), considerada la mejor crónica sobre el épico viaje de Ken Kesey –pionero de la experimentación lúdica y espiritual con LSD y marihuana– y sus compañeros del movimiento hippie. En La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop (1968) –calificado por Kurt Vonnegut como “un excelente libro de un genio dispuesto a todo para llamar la atención”–, examinó a las vacas sagradas de la era pop,  donde no podía faltar Hugh Hefner, el creador de Playboy, pero también los surfistas, los muchachos de la melena y la estética de lo rancio. En La izquierda exquisita (1970), desde un título burlón que ya anticipa una perspectiva que le pone el cuerpo a la polémica, indagó sobre el encuentro del compositor y director de orquesta norteamericano Leonard Bernstein y figuras destacadas del progresismo neoyorquino con los dirigentes del movimiento de las Panteras Negras, un grupo revolucionario de extracción marxista-maoísta, cuyas primeras acciones consistieron en defender los derechos de la comunidad negra de una manera novedosa. Quizá sea el más “sociológico” de sus textos por el modo en que analiza el imaginario y los comportamientos de las clases altas, el progresismo y las vanguardias. Claro que los detractores de ese libro lo acusaron de ser un escritor de derecha. En Lo que hay que tener (1979) se preguntó quiénes eran los astronautas de la carrera espacial y descubrió, al bucear en ese mundo, que procedían de los pilotos de prueba.

Se podría afirmar que Wolfe fue un novelista tardío o “veterano”. La hoguera de las vanidades –considerada “la gran novela de Nueva York”, llevada al cine por Brian de Palma– se publicó en 1987, cuando tenía 56 años. En su debut en la ficción narró el derrotero de Sherman McCoy, un especulador de Wall Street, un yuppie en la era de Ronald Reagan –lo que en la jerga de estos pagos de la lengua podría traducirse libremente como un inescrupuloso miembro de la timba financiera–, que junto a su amante atropellaron a un negro y huyeron. La caída libre de McCoy fue retratada sin anestesia por el escritor estadounidense, que se burló de las tensiones raciales, el afán de enriquecerse y las miserias políticas. El estilo Wolfe se extiende a lo largo de 690 páginas, con personajes desmedidos y una fijación obsesiva con el tema del estatus y la clase social. ¿Qué había pasado con el cronista que no se cansó de proclamar que la novela estaba muerta? “En realidad todo fue un accidente –confesó Wolfe en una entrevista–. La gente acusa a los escritores de no ficción de no atreverse a cruzar la gran meta, que es la de la novela, así que me dije: ‘Muy bien, vamos a probarlo’. Y escribí La hoguera de las vanidades. Tuvo un éxito tan inesperado y gané tanto dinero que me dije ‘¡Dios, tengo que volver a hacer esto otra vez!’”. 

El hombre que dio por muerta la novela para resucitar ese cadáver y presentarse como el salvador de la ficción desde la no ficción reincidió en el género once años después con Todo un hombre, otro descenso a los infiernos de un triunfador. En este caso, del dueño de un negocio inmobiliario en Atlanta, Charlie Croker, un setentón cuyo imperio comienza a derrumbarse cuando no puede devolver el cuantioso crédito que pidió al banco. Entonces ardió Troya y aparecieron cuantiosos enemigos en las tierras literarias de Wolfe. Norman Mailer y John Updike coincidieron: no les gustó la segunda novela de su par estadounidense. “Ni siquiera es literatura en sus aspiraciones más modernas”, dijo Updike, autor de una serie de novelas con Harry “Conejo” Angstrom. “Wolfe no puede escribir una jodida palabra”, arremetió Mailer, a quien le gustaba hacer leña del árbol caído. Wolfe los calificó de “frustrados”, “caducos” y “un montón de huesos viejos” que habían perdido la oportunidad de enaltecer el género. John Irving se sumó a los cuestionamientos: “Wolfe no escribe novelas sino hipérboles periodísticas. Nunca será uno de los nuestros”, sentenció. El padre del “Nuevo Periodismo” se defendió en una virulenta diatriba contra el trío de detractores –Updike, Mailer e Irving– a los que denominó “Los tres chiflados”, en un texto incluido en El periodismo canalla (2001). Allí los comparaba con los torpes Curly, Larry y Moe de las letras, “escritores a los que ya no les salía nada bien y cuyas obras aparecían separadas de la realidad, incapaces de tomarle el pulso al auge decadente del Gran Imperio Americano”, recuerda Rodrigo Fresán en la reseña de Soy Charlotte Simmons (2004), la tercera novela de Wolfe, otro “ladrillo” de novecientas páginas en la que narra el ascenso, caída y recuperación de una joven estudiante matriculada en una prestigiosa y ficticia universidad de la costa este norteamericana.

Como estaba convencido de que la novela estaba muerta en Estados Unidos, se volcó a escribir ficciones para intentar transformar el género y convertir “la mugre de la vida cotidiana” en tramas inscriptas en la gran tradición de la novela social que practicaron Honoré de Balzac, Emile Zola y Harry Sinclair Lewis. “El problema es que la formación de los años ‘20 y ‘30 era esencialmente francesa, y los franceses nunca han valorado el realismo del mismo modo que los escritores estadounidenses. Se admiraba a (Arthur) Rimbaud, a (Charles) Baudelaire... Autores difíciles de entender que implicaban un esfuerzo y que, por lo tanto, te situaban en un plano superior si los entendías. Después de la Segunda Guerra Mundial todas esas cosas como el realismo mágico llegaron a la literatura estadounidense. Y ahora tenemos la novela psicológica, con autores mirándose a sí mismos en vez de salir a la calle, donde están las historias de verdad, y hablar con la gente. A la gente le encanta escribir sobre las mujeres que ha seducido o los crímenes que ha cometido, pero nunca hablarán de sus propias humillaciones, que suelen ser el 75 por ciento de la vida de cada persona. Para mí, el realismo es lo que realmente te conecta al lector”, advertía el padre del “Nuevo Periodismo”. “No puedo leer una novela de Stephen King, porque en cuanto algún personaje empieza a caminar por el bosque oyendo voces y aparecen artefactos maléficos, me pierde”, admitía el narrador estadounidense, que apareció como personaje en uno de los capítulos de Los Simpson, cuando Lisa dice que “usa más signos de exclamación que ningún otro escritor estadounidense”.

Imposible olvidar el histrionismo que prodigó durante su visita a la Feria del Libro de Buenos Aires, hace diez años, los primeros días de mayo de 2008. Ahí contó, ante unas mil personas, que estudió durante cuatro años español en la universidad, no para hablarlo sino para leer al Quijote en el idioma original, pero no pudo hacerlo. Amaba la música de Astor Piazzolla al punto de afirmar que era “el compositor más importante del siglo XX”. “Tiene razón Philip Roth cuando dice que vivimos en una época en que la imaginación del novelista es inútil. El problema con la ficción es que tiene que ser plausible”, subrayaba Wolfe, quien se definía políticamente como “un demócrata a lo Jefferson” que admiraba al expresidente George W. Bush, a quien votó en 2003. “La novela ya no le interesa a los jóvenes escritores talentosos. La novela, salvo en casos excepcionales, va a terminar como la poesía épica, viviendo en la cima de un pico cubierto de hielo, de manera que va a resultar mucho más fácil alabarla que visitarla”, planteó el autor de Bloody Miami (2012), su cuarta novela, la última que publicó. “En Estados Unidos, los jóvenes escritores por lo general son graduados de los llamados programas de escritura creativa, y estos programas son como aguas estancadas donde se crían los mosquitos, y estos mosquitos vienen de Francia y tienen nombres como realismo mágico, fabulismo, minimalismo, deconstructivismo... Están de moda dentro de la academia y círculos universitarios, pero el público en términos generales no está interesado de la manera en que estuvo interesado en Hemingway o Steinbeck”, cuestionaba Wolfe.

El gran provocador se metió con un contrincante de fuste. En su último libro, The Kingdom of Speech (2016), todavía no traducido al español, polemiza con uno de los principales referentes de la cultura estadounidense: el lingüista Noam Chomsky, a quien se refiere en el libro como “Noam Carisma”. Wolfe le reprocha a Chomsky haber presentado su obra más revolucionaria, Estructuras sintácticas, sin haber salido del despacho, cuando aún no había cumplido los 30 años. El padre del “Nuevo Periodismo” insinúa que el éxito del lingüista se debió en buena medida a su activismo político de izquierda.

En 2013, la Biblioteca Pública de Nueva York compró el archivo de Wolfe por 2,15 millones de dólares. Son unas 190 cajas que contienen borradores, esquemas y materiales de investigación que utilizó para la escritura de sus novelas y libros de no ficción, y unas 10.000 cartas que intercambió con amigos como Hunter S. Thompson, William F.Buckley y Gay Talese. “Al principio me hicieron sentir histórico, pero poco después me sentí póstumo –ironizó Wolfe–. De todas maneras, ¿para qué querrán ese montón de cajas? ¡Necesitarán mucho espacio para guardarlas! Es como decir un ‘estamos muy honrados de conocerle’, que en realidad significa ‘por Dios, ¡qué viejo eres!’”.

EFE
Wolfe era el último de los “padres fundadores” del Nuevo Periodismo que vivía.