La primera novela de Pablo Ottonello transcurre en un complejo de aguas termales. Veteranos de la guerra del día rinde tributo a esa dinámica del ocio dispuesta en todo su esplendor. Bajo el sol húmedo e irritante de la Mesopotamia, una familia se entrega a la acción de no hacer nada. Cuerpos cubiertos con batas blancas, hombres de mediana edad que miran nadar a las mujeres, algunos pocos niños que juegan, o buscan juegos, en un agua demasiado caliente para el calor que irradian sus propios cuerpos. A diferencia de lo que se suele esperar de una primera novela, acá no hay iniciación; no hay referentes a quienes adherir, ni aprendizajes para desdecir. Es apenas un fin de semana de relajación.

En el centro de esta escena breve y perpetua está el narrador cáustico. Un documentalista y guionista (no se saben bien qué) casado con Valeria, una abogada devenida en agente legal de una corporación. El joven matrimonio pasa ese fin de semana con Roxy, cuñada del narrador, una chica de cuarenta y dos (“Una veterana” en alusión al título) y un cuerpo ajustado a las modas elásticas y atléticas de los gimnasios. Y sus suegros, una pareja mayor, aparentemente holgada en términos económicos que transita su jubilación sin reparos. Con unos pocos elementos, Ottonello se las arregla para componer un cuadro amparado en un estilo frío y al mismo tiempo empático, cercano. La estructura es errática. El narrador salta de una observación de los movimientos dentro de las aguas termales a una historia familiar que involucra el drenaje de unos campos inundados.  

Lo que mueve los hilos de la historia es la suspensión de la mirada del narrador. El hallazgo está en el tono. Celiniano en su título (Ottonello no tiembla en citar en el epígrafe el Viaje al fin de la noche), la pregunta que la novela lanza sin formularla reside en el eterno dilema de qué es lo real. Porque el procedimiento del narrador no consiste en copiar la realidad, tampoco en entender qué discurre plácidamente delante de los ojos. Esta no es una novela documental y al mismo tiempo señala desde su comienzo: “La mejor tecnología es la buena memoria. Tomo notas y soy muy cuidadoso con no arruinarlas. Quiero decir: con no arruinar la impresión original. Todo sirve”.

Pero, ¿qué es lo que, en el fondo, sirve? ¿Qué es “todo”? El narrador mira y anota, piensa en posibles películas, en posibles escenas, tijeretea la espesura que se muestra delante de sus ojos, pero el relato parece alejarse, a medida que se avanza en las hojas, de esas “impresiones”. Avanza hacia un futuro acéfalo, de descartes y notas borradas. Se suele asociar lo ominoso a cierta oscuridad, algo que no se puede comprender y se lo rodea de palabras para darle un posible sentido. Veteranos de la guerra del día es un novela ominosa que transcurre sin misterios a la luz del día: el misterio está en lo que se ve y poco importa su sentido. La potencia de la escritura de Ottonello consiste en echar luz sobre luz. Una claridad que busca desentrañar esa vieja pregunta por lo real y no por el realismo. Porque el narrador no filma, anota. Como algún viejo y querido personaje de Saúl Bellow (hay mucho de Herzog, aquel académico quejón que lanzaba al espacio cartas a personas a quienes nunca le había visto la cara después que su mujer lo abandonara), el narrador escribe lo que cree ver, hace anotaciones que posiblemente se pierdan para siempre. En el medio, entre cada anotación y posible película, está la literatura; la mirada impura que parece ver todo y al mismo tiempo no ver nada. 

Ottonello estudió en la Universidad del Cine y frecuentó varios rodajes de películas independientes como asistente de dirección y segundo de cámara. El estilo de Ottonello explotó localmente en los últimos años con dos libros de cuentos. Quiero ser artistas, (2015) y, también de muy reciente aparición, El verano de los peces muertos (2017), volumen que compila cuatro cuentos extensos, y que funciona como un espejo invertido (o mismo espejo) de su primera novela. Allí, Ottonello ensayó una cruza de discursos entre la historia clínica, el reporte científico y el guion de cine. En el primer cuento (de ochenta páginas), por ejemplo, titulado “Klimowicz”, un neurólogo describe las conexiones eléctricas de un amor platónico, como un mapa de conexiones desesperadas que intenta penetrar algo imposible de someter a taxonomías. Y en el último cuento, deja la puerta abierta para Veteranos de la guerra del día: un guionista busca datos para una película entre campos fumigados y grandes extensiones sojeras de un verde radioactivo. En ambos relatos, la voz de Ottonello funciona sin giros coloquiales ni locales; su prosa asociativa conecta y despliega. Todo lo que toca lo vuelve un material ostensible para ser narrado. En definitiva, no basta con que “todo sirva”. Aquello que sirve también tiene que funcionar. Y aquello que funciona deriva en una serie de movimientos complejos que mediante el ejercicio literario, Ottonello desliza los ejes de un proyecto narrativo que cuestiona los límites del realismo como una célula terrorista en una guerra fría, sin batallas.