La condena del sacerdote católico Justo Ilarraz llegó finalmente después de un largo proceso no exento de trabas e intentos de entorpecimiento. También en Entre Ríos en setiembre pasado se condenó por los mismos motivos al sacerdote Diego Escobar Gaviria. No son los únicos ministros eclesiásticos en esta situación. Quizás el caso que alcanzó más relevancia pública es el de  Julio Grassi, hoy también detenido. Otros hechos similares están siguiendo su curso en la justicia. 

No es una novedad que en la Iglesia Católica se vivan este tipo de situaciones, hechos relacionados con abusos sexuales cometidos en el marco de la institución y en los cuales las víctimas son, en la mayoría de los casos, niños, niñas y jóvenes.

Por circunstancias similares la semana anterior la totalidad del episcopado chileno puso sus renuncias a disposición del Papa. Fue el resultado de una serie de reuniones entre Francisco y toda la jerarquía del país vecino, instancia en la que el Papa no solo apuntó a las responsabilidades individuales, sino que directamente se refirió a una falla del “sistema”. Sin usar esta palabra Bergoglio reconoció que hay razones que tienen que ser atendidas y corregidas y que anidan en lo institucional.

La decisión adoptada por los obispos chilenos es ejemplar. No solo afecta a la jerarquía de ese país poniendo a toda la Iglesia en estado de asamblea sino que envía un mensaje a la Iglesia Católica del mundo. Muchas voces le han reclamado al Papa una acción más clara y contundente respecto de los abusos sexuales cometidos en el ámbito de la institución católica.

Las directivas emanadas del Vaticano han sido las de actuar con la mayor severidad en estos casos, derivar las situaciones a la Justicia civil además de avanzar en los procesos internos y acompañar a las víctimas buscando una reparación. Estas son las directrices que llegan de Roma.

Pero más allá de lo hecho ante los casos particulares la Iglesia Católica argentina no encaró todavía una acción institucional colectiva para, por una parte, hacerse cargo de todas las situaciones y para enfrentar, al mismo tiempo, una revisión profunda de sus modos de ser y actuar, analizar los motivos, cambiar los procedimientos, modificar los comportamientos y, si correspondiera, mudar también hábitos y rutinas institucionales.

Lo sucedido con la Iglesia Católica y los obispos de Chile debería convertirse en una señal para transformar el camino iniciado en una ruta más ancha que implique una amplia revisión del “sistema”, para usar las palabras del Papa. Es posible que esta sea la única manera de desterrar el tipo de conductas que ahora se condenan. 

De manera institucional la Iglesia Católica en Argentina tiene pendiente esta asignatura, más allá que se pueda mostrar que algunos obispos han actuado de manera firme y categórica, siguiendo las directivas vaticanas. Otros no lo han hecho de la misma manera. Y el papa Francisco, que ha ganado credibilidad por su prédica en favor de los pobres, de los excluidos, por su crítica al sistema capitalista y al mundo de la finanzas, por su alianza estratégica con los movimientos sociales, seguramente tendrá que avanzar con determinación en cambios estructurales que dejen en claro que su decisión es terminar con los abusos sexuales en la Iglesia. Sería coherente con sus actuaciones en otros niveles y en eso también va su credibilidad.  

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