Al inicio, un poco del costumbrismo de sensibilidad adolescente de película indie amenaza con hacer de Mi mejor amigo un retrato y relato ya demasiado transitado. El pibe de pueblo que eligen último en los partidos de fútbol, el que prefiere refugiarse en la soledad de ensayos de guitarra criolla en su pieza, el que se junta con chicas para hacer deberes. Ese es Lorenzo (Angelo Mutti Spinetta) en algún pueblo de la Patagonia, donde la placidez del paisaje lacustre con fondo de montaña es la misma con la que el personaje transita sus días. Ese estoicismo es lo primero que lo saca de lo trillado: la tranquilidad con que asume el conflicto de no ser el adolescente que cumple con mandatos de virilidad pueblerina. Y lo que podría pensarse como la estampa indefectiblemente gay de un pibe en los primeros años del secundario, pronto se encama con la piba que le tira onda, en una escena pudorosa pero feliz de sexo. Eso permite relajar la tensa relación que Lorenzo va a tener con Caíto (Lautaro Rodríguez), el hijo de un amigo de su padre, quien se aloja en su casa, en su pieza, para comenzar una amistad que amaga insistentemente al romance homoerótico. La ópera prima de Martín Deus tiene todo para armar la calcada trama de salida del closet adolescente, pero se sacude esos pasos preformateados y crea su propio rumbo, sin malabares argumentales, sin giros inesperados, sino con una construcción sigilosa por fuera de las urgencias de las agendas aleccionadoras del retrato gay o incluso bi. Porque la cámara del realizador asume un compromiso con la mirada de Lorenzo, alguien que no tiene apuro en definirse, quien quiere crear un tiempo personal para gozar de sus deseos mientras comprende los del mundo que lo circunda. Porque Lorenzo y Deus quieren acampar en la sabiduría de la adolescencia como territorio de mutación, de timones sin capitanes, de derivas sexuales y afectivas sin géneros fijos ni nomenclaturas. Por eso, el mérito central de la película es la escena donde la madre comprensiva apura a su hijo para que nombre la relación que tiene con Caíto, el pibe tatuado de gorrita que llevó a dormir junto a él cada noche. “¿Te enamoraste de Caíto? No tiene nada de malo. Con papá lo hablamos, no pasa nada, está bien. No tuviste nunca novia”, dice la madre casi a modo de monólogo de aceptación total, frente a un hijo que la interrumpe repetidamente rogando “No quiero hablar de esto ahora”, pero no como represión, sino como vía de escape de la lógica de la confesión compulsiva. La familia tratando de forzar una definición, una salida del clóset, aunque no hay ningún lugar donde salir y menos donde refugiarse, porque el deseo es ese horizonte a la intemperie que finalmente cruza la mirada del Lorenzo. Así, Mi mejor amigo es una fábula anti-salida del clóset, una película sobre una adolescencia donde forzar una definición de la identidad es el clóset, es encerrarse en un nombre (bi, gay, heteroflexible, etc.), es cortar con el placer de probar, de la anarquía sensual, de la posibilidad de deseos eróticos o sentimentales múltiples sin jerarquías unos sobre otros. El valor de la película es haber encontrado el punto de vista para rebelarse no solo al relato (y el lenguaje) hétero sino también al gay, que nos imponen desde la infancia.