anacronismo

Tal vez leer sea la última práctica continua que quede en el mundo. Hay otras –la música, por ejemplo– pero ninguna que haga de la continuidad una razón de ser tan despótica como la lectura. Leer es someterse a un imperio extinto: el imperio de lo lineal. Imposibilidad de abreviar, tomar atajos, skipear (sin poner en peligro, desde luego, la comprensión de lo que se lee). Si la lectura es hoy una gran práctica anacrónica –la otra es el teatro–es precisamente por la insolencia, la desfachatez, incluso la provocativa ingenuidad con que exhibe los blasones de una cultura del encadenamiento,la secuencia,el paso a paso, en un estado de cosas cuyas monedas de cambio son la simultaneidad y el montaje. De ahí la evidencia que Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, conoce de primera mano: el enemigo público número uno del leer no es una actividad rival, no son las prácticas de trabajo o de ocio candidatas a reemplazar a la lectura; el enemigo del leer es la interrupción, esa iniquidad que la jerga lectora, reprimiendo un furor volcánico, expresa con una frase que es un modelo de civilización: “Levanté los ojos...” (Y quien lee sabe qué gigantesca es la masa de odio que palpita en el fondo de esos ojos obligados a apartarse de la página que leen...) “Silvio, es necesario que trabajes”, le dice la madre a Astier. “Yo, que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor”.

Con todas esas prácticas rivales –aún con el trabajo, la bête noire de Astier– la lectura podría competir, pecharse, incluso negociar; con la interrupción no hay posibilidad alguna de comercio. Lo que obliga al lector a levantar los ojos hiere de muerte a la lectura, pero es a la vez, y por lo tanto, su horizonte último, un poco como la muerte es al mismo tiempo límite y condición de los relatos de Sherezade en Las mil y una noches. Todo niño lector ha pasado por ese calvario: la misma voz materna que alguna vez vibró en la oscuridad sembrando el veneno de la lectura es la que pretende ahora imponer la peor de las infamias: parar de leer (para ir a comer, para bañarse, para hacer los deberes, para ordenar la pieza). Se lee pues, contra la interrupción –y la lectura tiene allí el valor de una espera, esa suspensión en la que Blanchot reconocía la respuesta del lenguaje a su propia anomalía–. Como un ejercicio de tantrismo descabellado, leer es extender, prolongar, dilatar al máximo una duración condenada de antemano. 

anteojos

La frase fatídica –levantar los ojos– se pronuncia dos veces: la primera como tragedia infantil, la segunda como farsa adulta. Lejos, la segunda es la peor: dura más, es más humillante, convierte ese emblema de autarquía que es la lectura (mi libro y yo solos contra el mundo) en la evidencia, ratificada una y otra vez, por el gesto siempre balbuceante de buscar tanteando los anteojos, de una dependencia que jamás se revertirá. Hasta entonces, todo no ha sido más que un juego de niños. Se da cuenta en serio de la clase de drama que representa “levantar los ojos” el día brumoso –envueltos en nubes los ultrajes tienden a doler menos– en que, leyendo con anteojos, una fatalidad que decide aceptar de entrada, pocos meses después de cruzar la frontera de los cuarenta años, apenas se descubre alejando de sí el diario o el libro o el programa de la obra de teatro o lo que mierda sea que pretenda leer a ojo desnudo, como ha leído hasta ese momento sin dificultad los millones y millones de palabras que ha leído, algo le llama la atención, algo externo, se entiende, que no pertenece al mundo de lo que lee, y levanta los ojos y le parece literalmente que no ve nada, y entiende que la corrección de sus anteojos, la más leve de todas, que perpetuaba sutilmente la ilusión de continuidad que había entre el libro y el mundo, ha caducado, y que la que la reemplazará, como no tarda en comprobarlo, fijará de manera definitiva la ley contraria, la única contra la que no puede ni podrá nada: que hay dos pares de ojos,los que usa para leer y los que destina al mundo, y que todo acomodamiento, en la medida en que ya no sea natural, automático,como hasta entonces,sino una conquista fruto del esfuerzo, no hará sino ratificarla a sangre y fuego.

¿Por qué esa banalidad fisiológica resulta tan traumática? ¿Por qué persiste en él como una llaga abierta, cuando tantas otras desgracias igualmente humillantes lo reclaman, recordar dónde puso los anteojos de leer, sin ir más lejos, de los que depende ahora de manera absoluta, yonqui incurable, lo que más placer le depara en la vida, y que, como es previsible, no deja de perder, olvidarse, rayar, romper? Tal vez, piensa, porque encarna eso a lo que resulta imposible sobreponerse: un desencanto. A lo largo de las fracciones de segundo que le lleva ese día ajustar el foco del libro al foco del mundo, lo que se hace pedazos, para él, es la ilusión, en la que sin duda vive desde que empieza a leer, de que leer es postular y realizar al mismo tiempo la continuidad entre libro y mundo (haciendo del segundo, por supuesto, el apéndice rudimentario del primero). (Pasando por alto las leyes de la herencia, y abusando de cierta hipótesis con la que coquetea desde hace rato para “renovar” el alicaído género de la biografía, según la cual los artistas nunca son tan artistas como cuando fabrican las enfermedades que padecen, se le ocurre que tal vez fue esa misma constatación –el divorcio entre libro y mundo–la que decidió a Borges a volverse ciego). No renuncia. Sigue leyendo. Pero sus ojos, golpeados por el peso de la realidad, se mueven despacio, como arrastrando los pies.

Estos fragmentos pertenecen a Trance, la última publicación de la colección Lectores de Ampersand, donde Alan Pauls traza su identikit de lector mediante entradas de un original diccionario.