El Gobierno de Mauricio Macri no fue al FMI para evitar una crisis, como se esmera por instalar en la opinión pública el discurso oficial, terminó en el Fondo Monetario a consecuencia de la crisis previa, cuya gravedad puede mensurarse en la necesidad de pedir un rescate de 50 mil millones de dólares. Cuando el Presidente anunció hace un mes, el 8 de mayo, su llamado a Christine Lagarde para pedir socorro, el dólar llevaba una carrera imparable que lo había hecho saltar de 20,47 pesos el 20 de abril a 22,33 pesos diez ruedas más tarde. El Banco Central a esa altura ya había subido tres veces la tasa de interés, del 26,75 al 40 por ciento, y había sacrificado más de 6000 millones de dólares de las reservas. La situación es tan grave que entre ese día y anteayer la divisa escaló a 25,55 pesos y la pérdida de reservas superó los 13.000 millones. Ayer el dólar siguió avanzando y cerró a 25,98 pesos. Sin el apoyo decidido de Estados Unidos y los organismos multilaterales la crisis ponía el riesgo hasta la gobernabilidad. Ahora el Gobierno relata un cuento de hadas, pero en rigor lo que se está viviendo es la entrega sin miramientos a las exigencias del lobo. Los 50.000 millones de dólares no son un regalo. Es deuda, y esa deuda genera una enorme carga de intereses que pesará por generaciones. Semejante cantidad de dinero no llega tampoco, por ejemplo, para desarrollar Vaca Muerta o potenciar el crecimiento económico, sino para emparchar un agujero en la cuenta corriente de casi 5 puntos del PIB. La estatización de YPF costó 5000 millones de dólares. Es decir, el costo de la dura crisis que vive la Argentina equivale a diez veces aquella medida, pero sin obtener ningún activo a cambio. Solo deuda. ¿Y por qué tanta deuda? Porque el Gobierno abrió la economía a las importaciones, desreguló el sistema financiero y el mercado cambiario, dando lugar a una fuga de divisas de a 30 mil millones de dólares por año –a propósito, habrá llegado el tiempo en que Juan José Aranguren recupere la confianza para traer sus dólares al país, lo mismo que Nicolás Dujovne y el resto del gabinete, o será como hasta ahora que las máximas figuras de Cambiemos piden sacrificios a la población con sus fortunas en guaridas fiscales o plazas del exterior–, financió los viajes y compras por el mundo por más de 10 mil millones de dólares al año y generó tanta desconfianza que en lugar de atraer masiva inversión extranjera habilitó el drenaje de divisas por repatriación de utilidades de las multinacionales a sus casas matrices. Esa es la crisis que vive la Argentina, y el pedido de ayuda al FMI como prestamista de última instancia es una de sus manifestaciones más evidentes.

  El ajuste fiscal pactado con el organismo por 500 mil millones de pesos en tres años, al tipo de cambio actual, obligará a nuevos aumentos de tarifas, recortes en la obra pública, despidos de trabajadores estatales, disminución en las transferencias de la Nación a las provincias, achicamiento en los presupuestos universitarios y para ciencia y tecnología, entre otras medidas. A la vez, la devaluación llevará la inflación arriba del 30 por ciento este año, causando nuevas pérdidas en el poder adquisitivo de salarios y jubilaciones. Todo ello hundirá más el consumo y desatará, como se está viendo, el cierre de empresas y el aumento del desempleo. Macri define este escenario como expresión de buena salud, como “lo que hay que hacer” para evitar una crisis.

  Ya se ha repetido hasta el cansancio en esta y otras columnas en PáginaI12 que el problema central de la economía macrista es el déficit del sector externo, la insuficiencia relativa de divisas. También se anticipó que esa situación era explosiva porque obligaba a un endeudamiento desmesurado que no era sostenible en el tiempo. Y que por lo tanto, cuando se acabara el crédito externo, sobrevendría una corrida y una gran devaluación, lo que llevaría a acudir al FMI. Todo eso es lo que ha ocurrido, pero el Gobierno con la prensa adicta y los economistas adictos insisten en que el desafío es el déficit fiscal, solo para justificar la continuidad de la transferencia de ingresos de las mayorías populares a sectores concentrados. Por ejemplo, con las subas de tarifas. Los 50 mil millones de dólares que aportará el FMI son solo para ganar tiempo para seguir con ese esquema regresivo. El nivel que logre la resistencia social es el único antídoto a mano para ponerle un freno. La respuesta que otra vez está dando la CGT es funcional al proyecto del oficialismo, que a todo esto ya amenaza con convocar a las Fuerzas Armadas y subir el tono de la represión y la criminalización de la protesta. El Poder Judicial, por su parte, deja hacer. Esa es la crisis que vive la Argentina.

  Tal vez una de las demostraciones más fáciles de apreciar del fracaso de las políticas de Cambiemos es lo que sucede con la inflación. Macri prometió en campaña y luego ratificó desde la Casa Rosada que el corazón de su proyecto era la caída del índice de precios. Federico Sturzenegger planteó en cada comunicado del Banco Central que el proceso de “desinflación” era la columna vertebral de la gestión, ya que al acomodar esa variable se alinearían las demás. La estrategia desplegada desde diciembre de 2015 ofrece como resultado, sin embargo, números decepcionantes. En 2016 el IPC marcó su nivel más alto en dos décadas, con 41 por ciento sobre los 25 puntos proyectados. En 2017 el Indec registró 24,8 por ciento, contra la meta del 17. Para 2018 el Banco Central fijó un horizonte del 10 por ciento, en una banda que iba del 8 al 12 por ciento. Sturzenegger creía posible hace seis meses que la inflación de este año fuera del 8 por ciento, lo cual exime de mayores comentarios sobre la calidad de sus diagnósticos. El 28 de diciembre el propio Gobierno lo desautorizó al elevar la meta del 10 al 15 por ciento. Carlos Melconian, amigo del Presidente, dijo de entrada que esa pauta había nacido muerta. Y ahora Sturzenegger se presenta ante la sociedad para decir que ya no hay proyección, que no tiene idea de cuánto será la inflación en 2018.  El 31 de marzo esta columna se tituló Ni idea, y empezaba diciendo que el Banco Central no tiene idea de cómo bajar la inflación.

  Una prueba de esa desorientación se encuentra en el comunicado de política monetaria del Banco Central del 24 de abril pasado, cuando recién arrancaba la corrida cambiaria. Allí dice textualmente: “Como se expresó en comunicados anteriores, el BCRA considera que la aceleración de la inflación de los últimos meses es transitoria y que se debe a los fuertes aumentos en precios regulados y a la rápida depreciación del peso entre diciembre y febrero”. Y sigue: “En la visión del BCRA, una vez superados estos factores transitorios la inflación consolidará su tendencia a la baja. Cuatro motivos fundamentan esta perspectiva favorable. La política monetaria es más contractiva que la observada durante la mayor parte del año pasado. Las negociaciones salariales están pactándose de manera consistente con la meta del 15 por ciento. El proceso de ajuste de precios regulados se desacelerará fuertemente después de abril. Finalmente, el nivel relativamente elevado del tipo de cambio real y la propia acción del BCRA llevan a no prever, en los próximos meses, depreciaciones significativas del peso”.  Sturzenegger, como se ve, creía que se estaba consolidando la “desinflación”, que no había motivos para preocuparse porque las subas del verano habían sido “transitorias” y, sobre todo, porque no había que esperar saltos del dólar. Si en lugar de presidente del Banco Central Sturzenegger fuera consultor en el sector privado, seguramente a esta altura ya se habría quedado sin trabajo.

  El Gobierno devaluó el programa Precios Cuidados, anuló los equipos técnicos que analizaban la estructura de costos de las empresas desde la Secretaría de Comercio, quitó las retenciones a las exportaciones de trigo y maíz y liberó la exportación de carne sin resguardar primero el abastecimiento interno, derogó normativas que obligaban a productores de insumos básicos como acero y aluminio a abastecer a las pymes y no discriminar con precios, desreguló el mercado de combustibles, dolarizó las tarifas de los servicios públicos, dio de baja los topes en las tasas de interés y las comisiones bancarias, entre otras medidas pro mercado, y ahora no sabe en cuánto terminará la inflación. Eso también responde a que el FMI le impuso que el precio del dólar ahora lo fija el mercado, y se desconoce si la divisa quedará en 28, 30 pesos o más en unos meses. En resumen, fueron decisiones muy concretas las que llevaron a la situación actual, con ganadores también muy claros. Los perdedores, las mayorías populares, son quienes sufren esta crisis severa que el Presidente no ve.