Aurora Rodríguez Carballeira, que como el “generalísimo” Franco había nacido en El Ferrol, era una mujer fuera de época en ese norte español rural y aún semifeudal. Era liberal y ¡atea!, algo insólito en la España de Alfonso XIII y, sobre todo, en aquella Galicia de la catedral de Santiago de Compostela como destino de épicas peregrinaciones.

De todos modos tenía fe en algo: en su capacidad de crear sociedades y seres humanos perfectos, según su particular concepto de perfección. Primero pensó en hacer realidad los ideales del socialista francés Charles Fourier, que había inventado –o al menos impuesto– la palabra feminismo y abogaba por la formación de cooperativas rurales que se autoabastecieran para combatir al capitalismo y la industrialización deshumanizante. Allí, además, hombres y mujeres vivirían en comunidad, dejándose llevar por el placer y el deseo y desechando el matrimonio y la monogamia. Pero Aurora, como era previsible, no consiguió adherentes al proyecto en El Ferrol a fines del XIX.

Luego puso todo su empeño en la crianza de su sobrino, José Rodríguez Carballeira, a quien enseñó a tocar el piano hasta convertirlo en un niño prodigio, que con el nombre artístico de Pepito Arriola siguió siendo un gran compositor y concertista toda su vida. Tanto influyó en él, que la primera obra que compuso Pepito se llamó Aurora. Cuando el nene se hizo famoso, su madre reapareció, se lo sacó a la tía Aurora y se lo llevó a vivir a Madrid, donde tuvo como mecenas a la reina María Cristina. Y ante una mejor oferta, lo alejó aún más: en Alemania fue contratado como pianista exclusivo de la corte de Guillermo II.

Caída la idea de la comunidad de sexo libre y autoabastecida y fuera de su alcance el niño prodigio, Aurora se embarcó en otro plan: engendrar un ser perfecto. Para eso comenzó a buscar a la persona ideal que la embarazara. Tardó años en encontrar a un hombre bello, inteligente y culto que aceptara participar en el proyecto. Encontró a Alberto Pallás, oriundo de Lérida, quien se sintió atraído no tanto por Aurora como por la idea de poner su simiente al servicio de la creación de un ser superior.

Apenas confirmado el embarazo, Aurora despidió a su socio de procreación y se fue sola a Madrid. Tomó cuidados extremos durante la gestación, como despertarse por las noches cada media hora para cambiar de posición al dormir y no presionar más de la cuenta al bebé.

Antes de cumplir los 35 años, el 9 de diciembre de 1914, en su primera casa madrileña, en la calle Juanelo, a una cuadra de la plaza Tirso de Molina, dio a luz a una niña a la que llamó Hildegart, porque según ella en alemán quería decir jardín de sabiduría. Pero en realidad Hildegart se parece poco a garten der weisheit, la correcta traducción. Como si no le alcanzara con ese nombre, la anotó en el registro civil como Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar Rodríguez Carballeira.

Desde el primer día Aurora comenzó a tallar su obra con frialdad absoluta. Hildegart, que, según ella misma contó, nunca fue besada ni abrazada por su madre, a los 10 años no tenía amigos pero hablaba y escribía en inglés, alemán y francés. A los 13 años terminó la secundaria y a los 14 se afilió y comenzó a militar en el Partido Socialista, por decisión de su madre. A los 17, ya egresada de la universidad con el título de abogada, comenzó a estudiar dos carreras a la vez, medicina y filosofía.

Para ese entonces, el mundo se había abierto para Hildegart puertas afuera de la casa de su madre. Al cumplir 18 años veneraba a Karl Marx y ya había escrito 16 libros. “Revolución y sexo”, “¿Cómo se curan y evitan las enfermedades venéreas?”, “El problema sexual tratado por una mujer española”, “Métodos para evitar el embarazo”, “Perversiones sexuales”, “Historia de la prostitución” y “¿Se equivocó Marx?”, fueron algunos de ellos.

Por entonces era una oradora frecuente en actos del socialismo y de muchos sindicatos que la requerían. Su nombre había cruzado las fronteras de España. Se escribía con H. G. Wells –quien le propuso ir a vivir a Inglaterra– y el sexólogo Havelock Ellis.

De pronto, esa muchacha de aspecto algo masculino –como su madre–, que siempre vestía íntegramente de negro –por determinación de su madre–, comenzó a cambiar. Se preocupó por su figura, se abrió al amor y el sexo pasó a ser algo más poderoso que una temática para sus libros. A Aurora el experimento empezaba a fallarle, su pequeña frankenstein cobraba vida propia.

En el camino de su militancia, cuando iba a ser diputada por el Partido Socialista, rompió por desacuerdos en la estrategia de alianzas dispuesta por la conducción y formó un partido nuevo, más a la izquierda, el Federal. Entre los jóvenes que se sumaron a sus filas, hubo uno, Abel Velilla, que la enamoró.

Aurora desde hacía tiempo amenazaba con suicidarse si ella se iba de la casa. Hildegart le creía y reprimía su deseo de huir. Pero ahora las cosas habían cambiado. Por primera vez estaba enamorada. En su vida había alguien más importante que su madre. Aurora le advirtió: “Casarte sería como sacrificar la misión para la que has venido a la Tierra”. Pero notó con horror que su hija estaba decidida a hacerlo de todos modos.

Las cadenas psicológicas que le había puesto Aurora durante sus 18 años de vida devinieron en cadenas materiales. La encerró en un cuarto, cortó la línea telefónica y le impidió recibir y enviar correspondencia. Pero sabía que pronto el mundo político, sindical e intelectual de España se alarmaría por su ausencia y no podría mantenerla prisionera mucho tiempo. Entonces, decidió matarla.

La madrugada del 9 de junio de 1933 en el departamento de la calle Galileo del barrio de Chamberí, al que se habían mudado, Hildegart dormía en su cárcel casera, un cuarto pegado al de su madre. Aurora se levantó, buscó el revólver que había comprado, se paró al lado de cama de Hildegart y le disparó cuatro balazos, tres en la cabeza y uno en corazón. Luego tomó papel y pluma y escribió: “Suprimí una obra sublime con un acto sublime, ya que cualquier madre es capaz de parir, pero no de matar a sus hijos. La facultad de dar la vida lleva implícita la de quitarla, pero requiere gran valor”. Dejó la nota a los pies del cadáver.

La noticia causó conmoción. Ella, al declarar ante el juez sobre los motivos del crimen, expuso sin coartadas: “El escultor, tras descubrir la más mínima imperfección en su obra, la destruye”. En la oscuridad de su locura, Aurora llevó al extremo un sentimiento anómalo, pero muy extendido: intentar modelar a las personas amadas como si fueran de arcilla, aferrarse en un abrazo asfixiante como si fueran propiedad privada. 

La condenaron a 26 años, 8 meses y 1 día de prisión, pero a los dos meses fue trasladada al neuropsiquiátrico de Ciempozuelos. Allí pasó más de dos décadas hasta morir de cáncer, a los 76 años, sin dejar huellas de arrepentimiento.