El fuerte aumento del precio del pan, indispensable en la dieta de los pobres, conmovió a la Francia de 1789. Las demandas del pueblo se tradujeron en airados reclamos frente al Palacio de Versalles: “¡No tenemos pan! ¡No tenemos pan!”. La anécdota cuenta que María Antonieta contemplaba desde la ventana la protesta, ajena a los motivos del reclamo. Un funcionario le explicó que la gente estaba hambrienta; no tenía qué comer. La reina, de cuya testa daría cuenta la guillotina un año después, replicó: “Si no tienen pan que coman brioche (pasteles)”, sin advertir que los miserables no tenían recursos para adquirir el elevado precio del pan ni menos para las brioches. En esta instancia, el clamor de los revoltosos abrió el período de discordia que culminó con la Revolución Francesa. En los días que corren, “el horno no está para bollos” y “el pan nuestro de cada día”, se emplean en relación a la crisis social y a las movilizaciones cotidianas repudiando a un gobierno que –al igual que la reina de Francia, pero sin su ignorancia– se muestra insensible ante el malestar popular.

¿Por qué volver a refrescar la historia? Porque hay conceptos que están en la boca de muchos y todavía son incomprendidos, como el llamado populismo. Por eso es bueno analizarlos de nuevo cuando la actualidad vuelve a  hacer resurgir viejas épocas y problemas y surgen nuevos aportes bibliográficos que brindan otra luz sobre la cuestión, partiendo de una situación mundial en algo parecida a la actual, como la crisis de 1930 (La Avellaneda de Barceló en la década infame de Ricardo Vicente).

En esa época los gobiernos conservadores en el poder, en defensa de sus propios intereses ligados al negocio agropecuario, tuvieron que aplicar políticas proteccionistas: elevación de aranceles, control de cambios, creación de numerosas juntas reguladoras (granos, carnes), del más crudo intervencionismo estatal. La ideología predominante en esa elite, el librecambio, dejó paso a una participación creciente del Estado en la economía. Esto significó, sobre todo, precios sostén para la agricultura y la ganadería, beneficios especiales a las empresas y al comercio británico a través del Pacto Roca–Runciman (que garantizaba una cuota de exportación de carnes en el Reino Unido), asegurar el pago de la deuda externa, realizar el salvataje de bancos en quiebra, y otras medidas que tendían a mantener y profundizar el esquema de intereses predominantes. Cierto es que inadvertidamente, la necesidad de ahorrar importaciones para equilibrar el sector externo llevó a un proceso de industrialización que luego se iba ampliar bajo la presidencia de Perón, aunque usando la intervención estatal con un fin diferente.

Lo que no hubo en toda esa larga década denominada por José Luis Torres como “infame” (fraude electoral, represión popular y una vasta red de corrupción) fue una política social que paliara también las consecuencias de la crisis entre los crecientes estratos sociales medios y bajos. Sin embargo, existió también un cierto atisbo de morigerar la situación de las clases menos favorecidas por parte de un político local, calificado de corrupto y autoritario, que procuraba evitar que las cartas se quemaran por la revuelta social y no siempre jugaba las mismas que el régimen gobernante. Algo que podríamos definir, si tal definición cabe en un mundo académico donde los conceptos en vez de reflejar esconden a menudo la  realidad, de populismo de derecha. Polo fabril por excelencia, Avellaneda albergaba un lugar sórdido donde moraba el juego clandestino, la trata de blancas y otras lindezas bajo la atenta mirada del último caudillo urbano conservador: don Alberto Barceló.

En 1937, el mercado mundial del trigo le dio una mano al sector agroexportador local. El precio del cereal se incrementó estimulando un aumento de la producción y de los saldos exportables. El costo de vida se elevó empujado por el aumento de la harina lo que afectó a un insumo básico de la canasta familiar de los sectores más humildes de la población: el pan. Los panaderos, para afrontar los mayores costos derivados del encarecimiento de la harina, se vieron obligados a subir su precio. Fue entonces que intendente Barceló arbitró entre las partes y logró la paz entre tirios y troyanos. Contempló los reclamos de los patrones y de los trabajadores y extinguió el foco del incendio: el precio del pan se mantuvo sin experimentar aumentos.

Barceló era dueño y señor de una de las más extensas zonas de los suburbios de Buenos Aires, aventajada por un vigoroso desarrollo industrial. Fue allí una figura prototípica que, aunque mantuvo fuertes vínculos con el comportamiento orgánico de sus raíces políticas, poseyó también elementos completamente originales, emparentados de algún modo con un período de transición hacia modalidades distintas de la política nacional. Barceló utilizó toda la metodología de su partido de origen para conservar el poder, a la que agregó elementos sui generis, tales como figuras casi míticas del llamado matonaje: el famoso “Ruggerito”. Pero dentro de la llamada “década infame” fue un personaje particular: no representó fielmente a la típica oligarquía terrateniente que detentaba el gobierno nacional porque su base económica era puramente urbana, no la renta agraria.

Su personalidad ha sido asociada al fraude electoral y a actividades criminales y corruptas, como el juego y la prostitución. En el imaginario popular se han resaltado estos aspectos del desempeño del caudillo quedando opacado un mayor conocimiento de la política municipal desarrollada durante su conducción. Pero existieron también aspectos olvidados que muestran que si en lo esencial reprodujeron las políticas nacionales del conservadurismo, su patronazgo y su clientelismo tenían características peculiares, con las que se cubrían los baches que dejaban las crisis económicas del poder oligárquico. Con ellas el caudillo pretendía defender a los sectores locales, económicos y sociales de las políticas más negativas del régimen. Y a ello se debía su popularidad,

La medida comunal tomada en los años 30, que procuró aquietar las aguas tenía un sesgo de extravagancia y expresaba una variante del intervencionismo estatal. La solución proteccionista implementada por Barceló configuraba una medida heterodoxa tendiente a neutralizar la creciente conflictividad social que se alimentaba del proceso inflacionario y a defender los intereses de los pequeños productores panaderos del distrito.

Ese modelo de arbitraje iba a ser luego considerado por algunos estudiosos como un anticipo de lo que sería el peronismo. Su ejemplo anticipa, es cierto, la larga persistencia de caudillos en las zonas urbanas, que luego se traslada a intendencias del Gran Buenos Aires, pero las políticas de Barceló fueron en su momento sólo medidas defensivas locales para aminorar la conflictividad social que resultaba de un proceso de industrialización no especialmente deseado. 

Cuando el coronel Perón comienza en 1943 su política de favorecer a los trabajadores a través de la secretaría de Trabajo y Previsión, el Times de Londres haciendo un balance de la misma (4-12-1945) decía, sorprendido, que el gobierno militar estaba girando hacia la izquierda empujado por las masas, algo bien diferente a la experiencia conservadora de Barceló. Además, las mejoras sociales formaban una parte inherente de la industrialización, constituían la base del incremento de demanda necesaria para que la misma se sostuviera. De todos modos, aclarar ciertas políticas de esos años, sirve mejor para entender un presente distinto, insensible a todas esas cuestiones. El actual gobierno encuentra en esa época parte de su pasado (el triunfo de un gobierno conservador por las urnas, aunque en  aquel caso mediante un fraude escandaloso) y la presencia de ancestros que gobernaban entonces y se reflejan en muchos de sus descendientes actuales. Recordemos, por ejemplo, a uno que no cambió ni nombre ni apellido, Federico Pinedo 

* Profesores de la Universidad de Buenos Aires.