Los sucesos económicos de las últimas semanas barrieron con el generalizado optimismo que solía acompañar al oficialismo en sus intervenciones públicas. La corrida cambiaria y la significativa pérdida de reservas que antecedió a la devaluación alteraron la visión autocomplaciente del gobierno. En este escenario, los compromisos asumidos ante el FMI a efectos de acelerar la “convergencia fiscal” fueron acompañados por otra batería de medidas. Entre ellas, un cambio del elenco gubernamental que incluyó la salida del Presidente del Banco Central, y de los ministros de Energía y Producción. Este peculiar panorama no disminuyó el usual fervor de ciertos analistas, que ahora subrayan que el valor actual del dólar ofrece un margen positivo al sector industrial y, en particular, a las firmas exportadoras. Sin embargo, el supuesto impacto favorable del tipo de cambio real difícilmente pueda, por sí solo, contrabalancear otro conjunto de factores que ensombrecen las perspectivas de crecimiento de la industria manufacturera.

Es evidente, en tal orden, que no constituye una dimensión virtuosa la conjunción de altas tasas de interés con el incremento de las tarifas de los servicios públicos, la suba de insumos, la retracción del consumo, el ajuste fiscal, y la apertura comercial. En el mismo sentido operan la política proteccionista de Trump y las turbulencias de Brasil, al tiempo que los compromisos con el FMI suman presiones adicionales, que repercuten directamente sobre otros vectores de la competitividad. Nos referimos, por ejemplo, a la baja esperada en la inversión pública, que recortará los proyectos de infraestructura, transporte y logística, o la reducción de partidas destinadas al sistema científico–tecnológico, que limitará la incorporación de conocimiento y de nuevas tecnologías al entramado productivo.

Esta delicada situación se halla precedida por la pérdida de centralidad de la industria frente al resto de las actividades económicas, ante la caída de la participación del Valor Agregado Bruto (VAB) industrial en el VAB total que se produjo en los últimos dos años, junto al descenso del empleo sectorial, el incremento de la tasa de informalidad, y la baja del salario real. Las perspectivas a mediano y largo plazo tampoco son esperanzadoras, teniendo en cuenta que el diagnóstico dominante descansa en la idea de que una macroeconomía ordenada y un mejor “ambiente de negocios” constituyen la condición suficiente para impulsar el crecimiento industrial. Lamentablemente, ninguno de estos elementos puede propiciar per se la necesaria redefinición del perfil industrial a efectos de que éste contribuya decididamente al desarrollo nacional. Entre los rasgos principales de dicho perfil se destacan una considerable heterogeneidad intrasectorial; la especialización en las primeras etapas del procesamiento productivo; y una dinámica estructural que impacta negativamente sobre el frente externo ante la ingente demanda de divisas que acarrea su crecimiento. A esto debemos agregar una dimensión central (que comparte con el resto de la economía): el alto grado de concentración y extranjerización de la industria, donde las 100 principales firmas de la cúpula empresarial –cuya mayoría son de capital extranjero– genera más de la mitad del valor bruto de producción sectorial. Este fenómeno tiene claras implicancias tanto en términos de reducción del margen de acción nacional, como en función del drenaje de recursos vía giro de utilidades y dividendos que conlleva el tipo de inserción y modo de funcionamiento de estas corporaciones.

Modificar este cuadro general es un desafío esencial. Esta tarea no se puede llevar a cabo sin un plan de desarrollo, aunque debemos advertir que un proceso de transformación estructural excede largamente el plano técnico. Se trata de una disputa de naturaleza política que determinará, finalmente, el devenir en la reproducción (o el quiebre) de nuestra condición de país periférico y dependiente.

Juan Manuel Padín: Doctorando-Universidad Nacional de Quilmes.