Son las 10 de la mañana y los golpes en la puerta de Igor parecen los rugidos de un oso furioso en el medio de una cacería, mientras nosotros, que nos acostamos cerca de las 6.30, nos camuflamos en el departamento como las presas se esconden entre la vegetación. Pensamos que va a voltear la gruesa capa de madera pintada de negro que tiene, no una, sino cuatro cerraduras. Nos llama por teléfono. Nos grita que nos escucha andar adentro del domicilio. En algún punto, alguien pone cara de preocupado y dice que no vamos a poder demorar el check out del departamento conforme a nuestro (poco) sueño sin que este hombre nos mate. Le abrimos. Entra hecho una furia. Podríamos pelearnos y decirle que anoche le pedimos por favor que nos pospusiera la salida porque la haríamos precedida de una larga jornada de trabajo. Hasta tal vez habría que insistirle en que vino media hora antes de lo acordado. ¿Por qué nos grita si sabe que no lo entendemos? Pero no, no movemos ni un dedo. Ayer ganó Argentina, Igor, y hoy no nos importa nada.

La relación con los mozos rusos no es la mejor y tal vez sea nuestra culpa. Entre las siete clases de su idioma a las que fuimos, el encono de ellos con el inglés y la imposibilidad de plantear cualquier diálogo con un local en castellano, las idas y vueltas se convierten en un descalabro permanente. Así y todo, luego de llegar a un entendimiento ocasional queda claro el menú: entrada compartida y cuatro platos principales, uno por comensal. Al rato, se repite la barbarie porque el camarero trae el primer plato principal que sale, luego de diez minutos viene con otros dos, tras quince más arriba con el del cuarto, cuando ya todos habían terminado de comer. ¿De postre? Sí, la entrada. Sin embargo, esta no ha sido nuestra peor experiencia: en un lugar nos trajeron el postre en el mismo momento que la comida y lo dejaron reposando en la mesa de al lado mientras se derretía. Al tiempo que miramos a Vladimir firmar una velada anárquica y penosa, pensamos que podríamos advertirlo de lo mal que la pasamos. Por ahí si Ighalo hubiera acertado el mano a mano ante Franco Armani, Vladimir. Hoy no. Hoy te vas invicto y con propina. Entonces...

Salimos el 31 de mayo de Buenos Aires y hay que ser honestos entre nosotros: si seguimos un día más sin ir a lavar ropa varias de nuestras remeras comenzarán a correr y se alejarán de nosotros con rumbo desconocido y causa justificada. Por eso, luego de una infructuosa búsqueda a pie, el emporio Google nos manda a un centro comercial en el que, aseguran las críticas, la pilcha queda en buen estado y no se achica luego del laverrap. Irina, la señora que lo administra, va acomodando las ocho remeras, los seis boxers y las dos jogginetas en fila y con una cautela que exaspera. Luego de terminar, agarra la calculadora, cuenta, teclea y nos suelta el precio por una bolsa de supermercado completa con algunas de las prendas simples del día a día: 6.150 rublos. “¿Qué? ¿100 dólares por lavar un par de pedazos de tela de algodón? Si comprar todo de nuevo vale menos que eso”. Si Marcos Rojo no hubiera sido un fantasma lleno de ilusiones en la pierna derecha, esa señora habría sabido de qué se tratan los precios cuidados en este viaje. Pero no. Se viene Francia y hay que parar a Mbappé.

Con más de 40 islas, 60 ríos y canales y 342 puentes sobre ellos, San Petersburgo es la “Venecia del norte”. Entre las pinceladas divinas con las que una mano fue pintando de colas de dragón de agua a la ciudad, la polis más europea de Rusia se levanta imponente. Sin embargo, aquella poesía hecha certeza puede convertirse en una auténtica pesadilla, porque cada madrugada los puentes sobre el Río Neva se levantan para dejar pasar por la ciudad a las embarcaciones y uno puede quedar preso de ellos durante horas. Hubiera sido bueno conocer bien esta historia antes de que el taxi que nos lleva de vuelta hacia la Isla Vasilievsky haga el mejor mes del año gracias a un par de argentinos desorientados. El conductor tenía que saber que nos íbamos a clavar, porque él sí tiene claros los horarios. Cuando las palabras van a salir de nuestras bocas, se materializa ahí esa pelota larga, precisa, magistral e increíble de Banega, que descansa en el muslo, besa la punta del pie y cae para el grito de gol de nada menos que Leo Messi. Si nos tenemos que quedar hasta mañana, querido chofer, pues sin problema.

Un rato después de todos esos ratos, bajamos embobados de un barco que nos llevó a recorrer toda la ciudad y subimos al tren de camino a Moscú. Por primera vez en todo el viaje, el wifi del vagón funciona y de maravillas. Por primera vez en todo el viaje, además, el termo que recargamos para el mate tiene agua realmente caliente y no un caldo tibión tras el que abandonar la ronda. Por primera vez en todo el viaje, vaya sorpresa, vemos morir a un gigante y es nuestro verdugo, Alemania. Por primera vez en todo el viaje, y lo necesitábamos, nos tocan en el camarín dos argentos buena onda y podemos al fin abrirnos a contar las aventuras y las desventuras de andar tan lejos de casa. Al cabo, por un pedacito de día, mientras el sol se va un poco tras el bosque de la estepa rusa, los cuatro nos sentimos juntos. Y es verdad que lo estamos, claro, pero sólo desde ayer, cuando el diez se llevó la pelota a un costadito y terminamos todos abrazados y todos a los gritos y nos quedamos afónicos, más afónicos que nunca. Y eso se nota justamente hoy, cuando tan siquiera podemos hablar en tono uniforme y cuando al menos por unas horas más, haga lo que haga el que se nos cruce enfrente, no nos importará absolutamente más nada.