Si bien el conurbano es su lugar en el mundo, José Celestino Campusano volvió a filmar en el sur tras El sacrificio de Nehuén Puyelli. En este caso, se trasladó nuevamente a la Bariloche que no sale en las fotos de los egresados ni en las de los recién casados para dirigir El azote. La nueva ficción del director de Vil romance y Vikingo tiene como protagonista a Carlos Fuentes, un asistente social responsable de un centro asistencial para menores judicializados, ubicado en la Zona de El Alto. Emiliano es el compañero que intenta socavar el rol de Carlos a fin de ascender a su puesto. Carlos, a su vez, es abandonado por Analía, su pareja, quedando él solo a cargo de su madre inválida. El arribo de dos menores, Javier y Luis, pone en evidencia las grietas administrativas conduciendo al centro asistencial a una situación crítica cuya resolución no admite demoras. 

Tras su première mundial en el 32ª Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde obtuvo el Premio al Mejor Largometraje Argentino, y luego de su paso por los festivales de Rotterdam (Holanda) y Jeonju (Corea), el décimo film que Campusano realizó en diez años se estrenará este jueves en la cartelera porteña. “Hice un viaje a la Patagonia hace seis años y al poco tiempo hice otro viaje por el sur chileno. El noventa por ciento de la película corresponde a crónicas verídicas del verdadero Carlos, que fue asistente social hasta que hubo una toma de rehenes y le pusieron una cuchilla en el cuello y ahí renunció. Ya no soportó más el estrés”, cuenta el cineasta en diálogo con PáginaI12, de manera tan visceral como los personajes de sus películas. “Antes de esto, me facilitó unos quince audios de lo que habían sido tres años de su vida en esa tarea y gracias a ellos surgió la mayor parte de la película. Los hechos son muy fidedignos”, agrega el director. 

–¿Se propuso filmar la Bariloche no turística?

–Claro, porque en realidad es la que más afecta a la mayor cantidad de personas. Si te fijás, estos barrios son multitudinarios. Hay muchísima gente. La mayor parte de la población está en condiciones paupérrimas, con 15 grados bajo cero en invierno. El tema del trabajo es muy conflictivo, a pesar de que es una zona muy rica. Lo que pasa es que hay mucho clasismo, racismo y mucha concentración de la riqueza. 

–Siempre usted se propuso hacer visible lo que no se muestra. Teniendo en cuenta que esta película habla también del consumo de drogas, del abuso infantil y de la violencia institucional, ¿es la que más se ajusta a su mirada sobre la realidad social argentina?

–Tratamos de ir desprovistos de preconceptos. Estos puntos que usted resalta surgieron con mucha fuerza, pero si no estuvieran no los pondríamos. El film se construyó a través de un diálogo muy intenso porque no fue sólo el personaje que inspiró a Carlos sino que hubo muchas personas de los centros mismos y vecinos que aportaron. Hice varios viajes antes de filmar El sacrificio de Nehuén Puyelli y El azote. Esos aportes son de un año para acá, de vivencias muy cercanas. 

–Otro de los temas que convierte a la película en una crónica actual pero ficcional es la corrupción. ¿Cree que es un tema estructural de la Argentina?

–Sí, pero no sólo de la Argentina. Hay otros países que tienen mayor desarrollo económico que, de hecho, la tienen más disimulada. Es uno de los grandes males o el gran mal del mundo. En la Argentina está muy enquistada. También filmo en otros países en los que puede ser peor que en la Argentina, pero acá la corrupción hace estragos: la policía, el sistema carcelario, el ejercicio de la política. Donde hay dinero se instala una mafia secular que hay que denunciarla y combatirla.

Una escena de El azote, la nueva película de Campusano filmada en el sur.

–¿Se puede denunciar a través del cine?

–Totalmente. Es una de las herramientas. Hay otras, pero muchas veces lo que no tiene registro audiovisual es como que, de alguna forma, permanece oculto. Ciertas temáticas se ponen muy en el tapete en la medida en que el periodismo mismo en los diferentes formatos accede a retratar el tema. 

–¿La película busca denunciar el sistema institucional degradado?

–Lo que me llamó poderosamente la atención es cómo en épocas no muy lejanas hubo movilizaciones muy violentas, con muertos inclusive en estos barrios. Y, de hecho, es un polvorín en el sentido que no falta nada para que veinte personas quemen la casa o se tiroteen con otras veinte por cuestiones muy del momento. El tema es la gran tensión que ahí habita. De repente, ves grupos armados con chicos de trece, catorce años. En el conurbano se ve, pero lo que sucede en el sur es que hay menos mecanismos que posibiliten el salir de eso. De hecho, Bariloche es como una isla. Te alejás a pie y morís congelado. En la no posibilidad de cambio la violencia tiene un grado mucho mayor que acá. 

–La película no juzga, pero da cuenta de un entorno que contribuye a la situación desesperada de los personajes...

–La realidad es todavía mucho peor de lo que cuenta la película y mucho más exacerbada. De hecho, por más fuerte que parezca la película, es un porcentaje mínimo en comparación a lo que realmente sucede. Ese lugar donde filmamos fue hasta no hace mucho tiempo un lugar de detención de menores. Y las cosas que me comentaron las personas que trabajaban allí en aquel momento y las que trabajan ahora son realmente espantosas. 

–Sin políticas públicas a los jóvenes que se ven en su película, el estado los abandona. ¿Cómo reflexiona sobre esto?

–El tema es que vienen de hogares muy desavenidos y formados por personas que también están muy quebrantadas. De hecho, no es raro que la gente muera congelada. En el momento en que llegamos a filmar, un bebé había muerto congelado. Uno dice: ¿Cómo puede morir un bebé congelado? Y murió porque, en vez de vidrios, había nylon, el piso era de tierra y la chapa no tenía protección. Hacía más frío adentro que afuera. No sólo tienen que haber políticas públicas sino también cuestiones artísticas, deportivas que estén estratégicamente instaladas. El tema es que estos chicos encuentren ahí un lugar donde estén mejor que en la calle.

–¿La violencia institucional fomenta la violencia entre pares?

–Absolutamente. Hay algo que duele mucho y es la humillación, el desprecio, la descalificación constante. Como lo plantea la película, eso viene muchas veces desde el lado familiar o del área institucional.

–¿Cómo logra la construcción de personajes que ya forman parte de su estilo sin caer en el estereotipo?

–Básicamente, dialogamos muchísimo. Y cuando la gente siente que uno como realizador, guionista o productor se interesa por escucharla surge un caudal de generosidad muy interesante, cosas que por ahí no sabe ni la propia familia. Esa persona nos va a decir cosas. No ponemos nombres ni apellidos reales. O sea, la persona tiene la seguridad de que no va a ser expuesta, pero yo permanentemente me nutro de ese saber.