Está solo, pero está acompañado. Está pero no está. No necesita estar escribiendo todo el tiempo para hacerse presente. Todos sus amigos saben que él siempre está. En lo invisible. En lo que nadie después recuerda, pero él es un especialista en estar. Y eso, en tiempos de compromisos efímeros y endebles ante el bien grupal, se valora más. Porque en todo grupo de amigos hay uno que todo lo que hace lo hace para la tribuna. Pero no es su caso. Su caso es bien distinto. El prefiere estar detrás de todos. Detrás de las luces. Aguantando los trapos en las malas, pero no porque no quiera disfrutar las buenas. Es más, las disfruta en soledad esperando que vuelva a llegar el temporal para volverle a poner el pecho. 

El tren a Nizhni nos revivió todos los fantasmas que habíamos visto en el 0-3 argentino ante Croacia. Ese mismo lugar que se hizo inaccesible, hasta para conseguir un tren de esos que la FIFA dispone para los periodistas que nos acerque a la ciudad. Después de un día discutiendo mucho en ruso sin entenderlo para encontrar un ticket que nos permita subir al tren e ir al partido, la madrugada moscovita me encontró en una escena que no se repetía hace mucho. Más específicamente me encontró viajando sentado en el piso, por la sobreimpresión de boletos. La regresión me llevó al Roca que me tomaba todos los días. En ese tren en el que me crié y mi amigo Diego se hizo cargo de mi inexperiencia para saber colarme. “Es fácil amigo, y tranquilo, si nos agarran digo que fui yo”, sé que no pagar el boleto está mal, pero eran momentos de Ferias de trueque y de peso sobre peso en los que cada centavo valía mucho más que su valor nominal. En Moscú el que estaba al lado mío no era él. El que estaba es mi amigo Javi, uno de esos que describí antes, porque a pesar de que nunca vivimos en el mismo edificio, ni en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo país, supimos construir una amistad que nació en la Copa América 2007, en Venezuela. De esas en la que los dos somos ese amigo que está pero que no está del otro. Los dos encaramos la aventura de Nizhni no a ver un partido de cuartos de final en un Mundial. Lo fuimos a ver a él.

Él no hace gestos estridentes. Tampoco le sonríe a la cámara, porque sería tener un protagonismo que no le sienta cómodo. Corre por él, por el de al lado, y por el que puede llegar a entrar. Para él es normal errar solo ocho pases de más setenta que dio en todo el partido. También lo es que su cabeza sea un imán para todas las segundas pelotas. Yo miraba la pelota mientras él hacía todo lo que la mayoría de la gente no mira, y no podía dejar de compararlo con ese amigo que nunca se pone adelante en la selfie grupal a pesar de ser el que organizó la juntada, compró la comida, puso la casa, hizo el asado y limpió la parrilla. Porque ese no es el lugar que lo mantiene feliz. Él no necesita un post de Instagram de todos diciendo “sin vos, esta épica noche no hubiese sido posible”. A él le importan otras cosas.

La tarde en Nizhni, esa ciudad que a esta altura de la excursión mundialista puedo asegurar que no le caigo bien, pasaba y él seguía haciendo lo que más sabe. Hacer lucir a los compañeros. Porque mientras Pogba levantaba la cabeza y cambiaba de frente para que todos lo aplaudan, él iba a hacerle el relevo al lateral que subía por la banca. O cuando Varane y Umtiti subían a cabecear, él sin hablar ya tenía todo resuelto por un contragolpe uruguayo que nunca llegó. “Ahí está, como siempre”, dice un periodista uruguayo resignado de verlo en acción. Pero no habla de Mbappé, esa gacela que puede tener una noche de diez puntos (como contra Argentina) o una tarde de cuatro -como hoy-. Tampoco de Griezmann que dentro del engranaje de esta Francia todapoderosa, multifacética y que tiene todo más que claro, es uno más con destellos del crack que suele ser. Todos en el estadio hablan de él. Del hombre que hace todo para que hablen del resto.

Porque lo que me quedó claro de esta eliminación uruguayo en manos de Francia es que hay que valorar mucho más a las personas que son como él. Como N’Golo Kanté. Ese número 13 que corre, quita, presiona, para que el resto haga lo que hace para que la gente compre una entrada en reventa a quinientos dólares. Esos mismos que no lo vienen a ver a él, pero que no saben que sin él, las luces del resto no se encenderían tan fácil, y seguido. Fue campeón en Leicester y fue el mejor jugador de un milagro que consagró al goleador Vardy. Fue al Chelsea a dar un gran salto de calidad y se volvió a consagrar haciendo brillar al resto. Al igual que un montón de amigos de todos. Porque mientras pienso en la que cantidad de Kantés que hay en mi vida y en la de todos más celebro que este tipo de cracks existan. De Rusia, a una semana de que se termine el Mundial, me llevo bastantes certezas. Ninguna tan clara como que si me dieran elegir a un jugador de los 736 anotados en las listas de buena fe de que el jugador que quisiera ser si me dieran a elegir sería él. Porque N’Golo Kanté es en Francia ese amigo invisible pero omnipresente que todos queremos tener. Es ese amigo que todos tenemos, ese que le envidiamos a un amigo, ese que dignifica y que no hace mejores sin siquiera notarlo. Porque esa es su mejor virtud.