Javier Marra es La Parker. Es magnética. En los papeles, el personaje oficia apenas como presentadora de la Varieté domínica, el espectáculo de varieté que se realiza cada domingo en el Club Atlético Fernández Fierro (Sánchez de Bustamante 772, puertas abiertas a las 19, show una hora más tarde). En teoría, La Parker media entre un número y otro de humor, de música, de acrobacias diversas, de danzas folklóricas, de magia. En la práctica, lo de La Parker es mucho, muchísimo más.

  En un plantel artístico cambiante, con actores, acróbatas y músicos que van y vienen, La Parker y sus adláteres (la pianista Anita Fiszman y la actriz Andrea Vecchioni) son la constante que unifica todo. Una argamasa magnífica que transmite la sensación de estar ante un espectáculo de esos que recorrían los caminos provinciales, ajustados y precisos a fuerza de andar repitiéndose cada noche. Pero no. El resto del plantel cambia cada semana. Y seguirá cambiando hasta fines de julio, pues en agosto la Varieté se tomará una pausa para hacer lugar al festival FA CAFF y retomará en septiembre. Pero en la constante presencia de la Parker y sus compinches está (una parte de) los efectos de la magia sobre el espectador. 

  Por un lado, los números que ofrece la varieté del CAFF son de gran nivel. Son técnicamente buenos, son originales, son intensos y todos tienen algo que hacen enarcar las cejas incluso al menos dado a sorprenderse. A casi todos los recorre una cuota de humor, desde la suerte de acrobacia con látigo del comienzo hasta el show de magia del final, pasando por el clown con un globo más grande que su propio cuerpo o la versión pocket de las chicas de Palta, que con ukelele y guitarra terminan tocando con la energía muy arriba. La única excepción en el tono humorístico, la noche que PáginaI12 pasó por el templo tanguero de Almagro, fue la potente exhibición de baile folklórico, que incluyó un solo de bombo y un pasaje con boleadoras que era testosterona pura.

  El factor sorpresa juega un papel importante en varios de los pasajes de la varieté (probablemente por eso roten los artistas de un domingo al otro). Si bien en cuanto Diego Bruzzone empieza a inflar ese gigante globo rojo uno imagina que va a meterse dentro, lo que hace luego igual sorprende. Y uno puede creer que vio todos los trucos de magia con cartas del mundo, pero Nicolás Gentile cierra a toda máquina saltando, bailando y sacando cartas de póker de lugares imposibles para generar maravilla cuando el espectador cree que ya está, que ya vio todo. Hay algo en el ritmo con el cual se distribuye el espectáculo que lleva todo hacia arriba, después más arriba todavía y rompe una y otra vez la incredulidad. Y entre unos y otros, La Parker.

  La Parker genera algo extraño. A contramano de lo que el personaje asegura, es imprescindible para amalgamar todo. Si bien el espectador puede sustraerse a su influjo durante la participación de los otros artistas (siempre y cuando ella no intervenga también, como sucede en algunas ocasiones), en cuanto un número termina comienza la anticipación por su reaparición arriba del escenario. Desde el primer minuto de la varieté el espectador sabe que se va a reír con ella al micrófono o haciendo alguna morisqueta. Es una certeza indefinible. No hay un chiste específico, no hay un gesto. Hay, en cambio, una presencia, un carisma y una complicidad que establece casi instantáneamente con la sala y que la acompaña durante las dos horas que siguen. Después las risas aparecen en cuanto asoma un pie en el escenario.

  En cierto modo, La Parker es como Seinfeld. Era imposible explicar esa serie en términos convencionales. ¿Tres amigos hablando boludeces intrascendentes? Sí. Funcionaba. Y fue quizás el mejor programa que ofreció la década del ‘90. La Parker opera de un modo similar. No hay ningún chiste ni pasaje que pueda transcribirse al papel y consiga captar lo que sucede arriba del escenario. No hay ningún punchline que pueda trascender el vivo. Pero estando ahí, es imposible dejar de mirarla y reír.