Es el menos visible de los tres, pero forma parte de la columna vertebral del equipo: Andrés Duprat es el hermano de Gastón, el cineasta que dirigió ocho películas junto a Mariano Cohn. Desde El artista, que se estrenó en 2008, Andrés Duprat es el guionista de los largometrajes que dirigen los creadores de Televisión abierta. Ahora, acaba de publicar el libro El artista, El hombre de al lado, El ciudadano ilustre (Editorial Paidós), que reúne los guiones de esos tres films, junto a textos y reflexiones de Sergio Pángaro, Rafael Spregelburd y Oscar Martínez, protagonistas de las respectivas ficciones. A ese material, se suma un texto de los directores y un análisis del periodista y escritor Juan José Becerra. Este último fue coguionista con Andrés Duprat del documental Todo sobre el asado. “El había escrito el libro La vaca, viaje a la pampa carnívora. Cuando nosotros empezamos a plantear ese documental sobre el asado, una de las primeras bibliografías que apareció fue la de Becerra”, cuenta Duprat.

Becerra sostiene que El artista, El hombre de al lado y El ciudadano ilustre forman una trilogía. Si bien Duprat aclara que no fueron pensadas de esa manera “es verdad que hay temas que las atraviesan”. En esencia, el encuentro entre dos mundos aparentemente incompatibles entre lo que se llama “alta cultura” y la cultura popular. Eso se ve, de acuerdo al guionista –actual director del Museo Nacional de Bellas Artes– “en este enfermero que hace Sergio Pángaro en El artista ocupando un rol y metiéndose en un mundo sofisticado y esnob, al cual él no pertenece, pero que le agrada esa pertenencia y la trata de surfear”. En El hombre de al lado ese encuentro se produce a través del agujero de una medianera entre un tipo cosmopolita, adaptado al mundo contemporáneo, que interpreta Rafael Spregelburd y otro que pertenece a un universo por completo distinto (Daniel Aráoz). “Y en El ciudadano ilustre está este tipo que durante décadas se cultivó en la alta cultura de la literatura universal, que vivió en ciudades cosmopolitas, sofisticadas, pero que tiene un origen pueblerino, de un pueblo en el cual no había esperanzas para él de llegar a ser un escritor, que es lo que quería. Bueno, ese regreso lo enfrenta a dos modos de ver el mundo”, analiza Duprat.  

–¿Definiría a sus guiones como reflexivos?

–Sí. No soy un guionista experto. Ahora, ya de a poco, me estoy convirtiendo, pero cuando empecé a elaborar el guion de El artista era un universo nuevo. No es que no escribía sino que hacía textos de arte, que es muy distinto que escribir guiones. Son textos muy elaborados, tres renglones te cuestan un perú porque tenés que ser muy riguroso con la cita, tenés que dejar en primer plano otra cosa de la que estás hablando. En cambio, en los guiones son más un fluir, con la ventaja de que sabés que es un guion. No es una obra en sí misma, no es literatura, no es una novela. Tenés ciertas despreocupaciones en torno a las formas y al estilo porque eso después va a ser interpretado por un director y ejecutado por actores. Eso te libera bastante de lo formal. Y son guiones con mucha estructura. Eso es verdad. Tienen algo de guiones antiguos, según me dicen los que saben. A mí me gusta y lo tomo como un elogio. Son guiones muy consistentes, con mucha tela para cortar. Como espectador, a veces veo películas más ambientales, de sensaciones, de climas. A veces, me aburren pero en otras ocasiones me gustan como espectador. Y nunca me imagino cómo es un guion de climas y de atmósferas, donde no hay una historia. Creo que los guiones de esas películas están hechos por los propios directores. Son muy personales. En mi caso, son historias que plantean muchos interrogantes y muchas cosas para reflexionar sobre nosotros mismos porque son guiones cuyos personajes están cerca de lo que es usted, yo o la mayoría del público. No es que hablen de países lejanos, de historias antiguas o de extraterrestres. Uno puede sentir empatía con muchos de los aspectos de los personajes o rechazo, pero en el mismo plano. Y después se enriquecen mucho con la mirada de Gastón y Mariano. 

–En las tres películas también aparece el tema de las miserias humanas. En El artista a través del enfermero que se hacía famoso robando obras plásticas; en El hombre de al lado, con un burgués que manifestaba miedo al diferente y terminaba ocasionando una tragedia. Y en El ciudadano ilustre estaba la necesidad de un pueblo de reivindicar y hundir a alguien casi al mismo tiempo. ¿Qué encuentra de atractivo en este tema?

–Bueno, es como una especie de autoanálisis porque esos personajes en ciertas aristas se tocan con mi vida. No digo que sea algo autobiográfico, para nada...

–En todo caso, autorreflexivo.

–Claro, y señalan las miserias que tenemos. En general, la clase media está plagada de ese tipo de mezquindades y en las películas y en los guiones se señala. Pero me parece que lo noble de ese señalamiento es que es una autocrítica. No es que estoy señalando el defecto de otro del cual yo no me hago cargo. Están enfocados en un sector socioeconómico-cultural al cual nosotros pertenecemos y conocemos bien esas críticas; así que pasan a ser, de alguna manera, autocrítica. Yo estoy en el mundo del arte y venía de las artes visuales. Es un micromundo ultra sofisticado, con cosas buenísimas, con alto grado de libertad y de pertinencia y, a la vez, con cosas horribles, súper frívolas, estúpidas y elitistas. A veces, en ciertos contextos, puedo hablar o hacer referencia a una exposición y eso dicho en otro contexto me daría vergüenza decirlo. Ese señalamiento de las miserias humanas es un poco una autocrítica de esta clase media, urbana a la cual pertenecemos. 

–¿Otro de los temas que atraviesa las tres historias es el del éxito?

–Sí, aunque en los tres casos es de modos diferentes. Hay un tópico que señala Juan Becerra justamente: en todos esos personajes, en un momento, hay un vacío de creación y un riesgo de perder lo construido. Incluso en El artista: sabemos que el enfermero no es el que hace las obras, pero en un momento Alberto Laiseca (el artista en la ficción) se le tara, no se sabe bien por qué y no produce obras, cuando el enfermero ya está en una dinámica de que es un artista y tiene requerimientos y tiene que responder. Hay un momento de desesperación, donde el enfermero imita, incluso, sin demasiado éxito, los dibujos del viejo porque ya le están pidiendo obras. Esa misma situación pasa en El hombre de al lado cuando al personaje de Spregelburd un problema doméstico, que cree que lo resuelve en dos minutos, se le empieza a transformar en una pesadilla y eso va in crescendo y le trae problemas en la vida profesional y personal; le hace un parate en su supuesta vida de éxito. En El ciudadano ilustre, también: la película empieza con ese vacío porque uno siempre tiene la incógnita de por qué este escritor tan exitoso y con tanta aversión a su origen decide ir al pueblo. Después, uno se da cuenta de que tiene que ver con su egoísmo. El éxito es también un tópico muy clase media: cómo salir adelante con lo que uno hace.  

–Sus historias tienen la particularidad de que el espectador puede identificarse con un personaje y, en poco tiempo, no tener empatía con él. Depende del momento. ¿Esta ambivalencia es algo que se construye desde la escritura?

–Sí, y se construye replicando la realidad porque eso nos pasa a todos. Pasa con tu pareja, con tus amigos, con tus compañeros de trabajo. En ciertos aspectos querés a alguien por algo y esa misma persona te saca de quicio por otro tipo de actitudes que tiene en determinados momentos. Eso es algo adulto, en el sentido de que no hay buenos y malos sino gente compleja. Yo puedo ser miserable en determinado momento y súper generoso en otro. Uno es un mar de dudas que trata de mejorar y, a veces, le afloran cosas más oscuras. Me parece que eso es ser atento con quien ve la obra porque es considerarlo una persona inteligente que puede ver esos claroscuros. Con El hombre de al lado depende de con quién yo estaba, me decía: “Pero este tipo es un hijo de puta”. Y nunca sabías si se referían a Araóz o a Spregelburd.

–En El hombre de al lado lograron que Daniel Aráoz desplegara un potencial dramático que era desconocido en él hasta el momento. Algo similar ocurrió con Laiseca, que no era actor, en El artista ¿Piensa el guion para actores no profesionales o para que a un actor le puedan cambiar un registro o esta es una decisión que se conversa con los directores?

–Se conversa entre los tres, pero el guion, a veces, es anterior a la elección de los actores, aunque a veces no. Lo que pasa es que como hacemos muchas versiones (y lo digo en plural porque realmente los guiones son una colaboración con Mariano y Gastón) tenemos un sistema de trabajo que mejora el habitual de la industria. El ortodoxo dice: “Dame el guion, te pagamos y después nosotros vamos a hacer lo que queramos”. Y el guionista queda afuera. Nosotros trabajamos en conjunto todo el tiempo: en la escritura, en la elección de los actores... Una vez que tenemos el actor, adaptamos el guion a ese actor. Lo mismo con las locaciones. Por ahí, en el guion original algo estaba pensado en un sitio y por cuestiones prácticas, no sirve. En eso, son fuertes los guiones: los podés adaptar. Y lo referente a focalizar en los actores, como lo que usted señala sobre Laiseca y Daniel Aráoz, depende de Gastón y Mariano. En eso, no tengo una mirada tan lúcida, no conozco tanto. Ellos están más habituados y pueden verlo. Y son hallazgos.

–Algo que demuestra El ciudadano ilustre es la manera en que los argentinos viven el fanatismo. En el caso de esa ficción, por un escritor que tal vez nunca leyeron pero que sólo por haber ganado el Premio Nobel de Literatura lo convierte (en un principio, solamente) en una suerte de emblema. Es un tema muy actual si se tiene en cuenta lo que sucedió con la Selección Nacional en el Mundial de Fútbol, ¿no?

–Sí, premonitorio porque fue anterior. El ciudadano ilustre hace mucho foco en el chauvinismo y exitismo que tenemos en la Argentina. Nosotros conocemos también lo que es el pago chico, lo que significa. Gastón y yo somos de Bahía Blanca. Allí, el ídolo es Ginóbili. César Milstein, que fue Premio Nobel de Medicina, también era de Bahía Blanca. Me acuerdo que cuando lograron que fuera a Bahía Blanca (porque vivía en Londres) nadie sabía qué había hecho Milstein pero era el nuevo ídolo de masas. Eso también inspiró esta historia. Y me gusta que sea un escritor que por ahí nadie leyó porque la gente muchas veces se queda con la cáscara, como “Este vivía acá a la vuelta”, pero después se la hacen pagar también. 

–En relación a ese aspecto está también el tema del antihéroe por cómo lo ven los demás: el héroe que ganó el premio y que los ayuda en el pueblo y que cuando no les sirve o no les gusta lo bajan del pedestal y pasa a ser un antihéroe. ¿Usted lo ve así?

–Sí. Creo que en eso los argentinos son muy destructivos con sus ídolos. Lo toleran en tanto les trae alegrías, los reafirman y sienten cierta identificación. Ahora, ante el primer tropiezo, lo destruyen. Lo han hecho muchísimo con Maradona, pero también con Charly García. Uno ve a Caetano Veloso o a Gilberto Gil, que tienen la edad de Charly y son súper reconocidos, siguen tocando y son muy apoyados por la crítica y el público. Y Charly es una especie de sobreviviente (un poco también Maradona) de mucha agresión que hay acá. Con lo que dio tendría que estar hecho. Sin embargo, eso es algo caníbal que tiene Argentina que no respeta a sus referentes, no les pone un lugar por el aporte que hayan hecho porque tampoco nadie es infalible, que esté constantemente aportando. Por ahí, uno hizo un aporte humilde. Entonces, ¿para qué se le pide más? ¿por qué se le exige otra cosa? En realidad, se está buscando que el tipo pise el palito para que puedan expresar todas sus frustraciones y resentimientos. En eso son fuertes los argentinos.