Desde Río de Janeiro

El 19 de julio de 1979 había sido un jueves. En París, donde yo estaba, era verano. En Nicaragua, un invierno de mentira: en Managua, como definió Eduardo Galeano, el verano es eterno. 

“Es la única ciudad del mundo –decía– donde las madres dicen a los hijos: tome pronto la sopa, antes que se caliente.”

El gran-gran periodista uruguayo Ernesto González Bermejo nos había invitado, a Martha y a mí, para una cena con Régis Debray, en su departamento de exiliado parisino. 

Pero Debray no apareció nunca: había volado el día anterior para Managua, informado de que la Revolución Sandinista había triunfado.  

Y ha sido lejos, lejos, en París, y por televisión, que los tres, Ernesto, Martha y yo, hemos visto cómo los sandinistas tomaban Managua y cómo el quinteto que integraba la junta de gobierno asumía el poder.

De los cinco, uno era, digamos, “civil” –el único que yo conocía–, Sergio Ramírez, el escritor del espléndido libro de cuentos Charles Atlas también muere. 

De los otros cuatro, tres representaban cada rama de la guerrilla armada. Y el cuarto, Tomás Borges, era el único sobreviviente de los fundadores del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en un ya entonces lejano 1961, bajo la conducción de Carlos Fonseca Amador.

Seis meses después volví a la Nicaragua que yo había conocido en 1975. Pero la verdad es que ya era otro país, otro el tiempo, y la pequeña y hermosa Nicaragua, de gente suave y cordial, vivía el inicio de una nueva era, de innovaciones impensadas. 

Recuerdo que una de las primeras medidas de la Revolución Sandinista había sido suspender el semestre lectivo. Así, quienes estaban en determinado grado escolar fueron enviados al interior, para ayudar a alfabetizar a analfabetos. 

O sea, una parte del país, la letrada, fue mandada a descubrir otro país, el de los iletrados. Y Nicaragua finalmente se conoció.

Julio Cortázar, cierta vez, acompañó una de esas incursiones. Y recordaré para siempre sus aires de asombro y belleza cuando le preguntó a una jovencita, que tendría unos 12 o 14 años, qué era lo que más le gustaba en la escuela donde por fin aprendía a leer y escribir. 

La chiquilla lo miró, abrió una sonrisa luminosa, y contestó: “Los zapatos”. Es que nunca los había tenido. 

Los recuerdos míos de aquellos tiempos se suceden y se suman, y todos van rumbo a mis años jóvenes, a tiempos de fe y esperanza.

En 1990, luego de una larga, larguísima, temporada de cerco implacable impuesto por los Estados Unidos de Ronald Reagan y la indiferencia de América latina, con las solitarias excepciones de Cuba y México, los sandinistas fueron derrotados en las urnas. 

La guerra civil entre la “contra”, como eran llamados los contra-revolucionarios armados, financiados y entrenados por Washington, corroyó a la pequeña, hermosa y sufrida Nicaragua.

Ganó Violeta Chamorro, viuda de un periodista, Joaquín Chamorro, que supo hacer una oposición tan valiente como digna a la dinastía de los Somoza, y que le costó la vida.

Ha sido el primer gran legado de la Revolución Sandinista: la democracia. Supieron perder con aparente dignidad. 

Y digo aparente porque la verdad no ha sido exactamente así, como se vería después.

Este 19 de julio de 2018 marca 39 años del derrocamiento de la sangrienta dinastía de los Somoza.

Pero la verdad es que no hay mucho que celebrar en la pequeña y tan adolorida Nicaragua.

El país vive bajo otra dinastía, la que ahora es capitaneada por el comandante Daniel Ortega y su señora esposa. 

Los avances y logros sociales alcanzados en los primeros años de la entonces Revolución Sandinista sufrieron un retroceso brutal, dramático. 

Resulta espantoso ver cómo uno de los cabezas de aquella Revolución se transformó en lo que se transformó: de libertador en represor, de desbravador de caminos en verdugo de esperanzas y realidades. 

De negocios más que turbios con los chinos para construir un canal que unirá la corrupción más deslavada a la corrupción más evidente, o de la regresión más brutal en legislaciones innovadoras y necesarias, Nicaragua es, hoy por hoy, un país cuya memoria de conquistas logradas hace unos pocos años es mil veces mejor que el presente.

Sí, de acuerdo, la Revolución Sandinista hizo lo que pudo, y si no hizo más fue porque un poder mil veces más poderoso la impidió, desde afuera y desde adentro.

Pero su final-final ha sido la traición del puñado de algunos de sus constructores que, alrededor de su principal verdugo, Daniel Ortega, liquidaron con sus últimos vestigios.

La pequeña Nicaragua está al borde de la catástrofe. 

Traigo en los ojos la alegría con que vimos, hace exactos 39 años, en una lejana y veraniega París, el triunfo de una Revolución que nació limpia y joven y justa, y traigo en el alma el dolor de constatar cómo terminó.

Hoy, jueves, 19 de julio de 2018, hay mucho para recordar y nada para celebrar. Nada.

Si hasta el entonces comandante guerrillero Humberto Ortega, hermano mayor del dinástico Daniel, pide que renuncie y convoque elecciones anticipadas, y no es oído, bueno, bueno, hay que recordar las milanesas de Ernesto González Bermejo en una París lejana. 

Y lamentar su ausencia.

Porque de aquella fecha histórica no quedaron más que recuerdos. Recuerdos traicionados.