En la generosa genealogía de cantantes que Brasil supo ofrecer a los oídos bien dispuestos del mundo, Rosa Passos ocupa un lugar particular. No tanto por popularidad u otras circunstancias cuantitativas cuanto por una musicalidad curiosa, que en su compleja mesura no deja de ser portentosa. A los encantos que asisten para incluirla sin lugar a dudas en el rubro “cantante brasileña”, se suman muchos otros que tienen que ver con el jazz y sus amplitudes y no menos con su condición de guitarrista y compositora. El miércoles, en la primera de sus tres presentaciones en Buenos Aires (la última es esta noche) antes de su llegada a la sala Lavardén de Rosario (el sábado), la bahiana se presentó en Bebop Club, junto al contrabajista Paulo Paulelli, otro bicho raro y fascinante. 

Durante casi dos lentas y sostenidas horas de concierto, el dúo convirtió al siempre atractivo reducto de calle Moreno en una especie catacumba gozosa, coloreada por gestos e ideas musicales descendientes de la más refinada tradición de la canción sin latitudes. El inicio, con “Só danço samba”, de Antonio Carlos Jobim, dio indicios precisos de lo que sería el rumbo sonoro de la noche. Paulelli haciendo justicia rítmica con el contrabajo y por debajo susurrando onomatopeyas de percusión y Rosa golpeando sus palmas en las rodillas con la misma delicadeza con que por encima de todo se eleva su decir claro y afectuoso, capaz de erizarse en un scat o abandonarse al vibrato ligero con el que agota una frase. 

Enseguida llegó “Juras”, una de las tantas colaboraciones entre la Passos compositora y el poeta Fernando de Oliveira. El sentimentalismo al borde del bolero de la pieza se combinaba con una versión de “All of Me” en portugués, o “Pra que discutir com Madame”, un samba de Haroldo Barbosa y Janet de Almeida que brilló en los repertorios de João Gilberto, entre otros temas que fueron delineando un panorama abierto, que el dúo desarrolló en distintas direcciones con gracia y sintonía notables, sin perder el aura de lo brasileño.

Rosa canta y toca estimulando silencios y asombros. Indefinible en su naturaleza, cada interpretación suya resulta una definición en sí misma, a partir de un estilo que aun en sus variados componentes parece inmune a las  tentaciones del exceso. La voz tibia y sensible pesaba cada palabra con fraseos de tierna sabiduría y la sonrisa perenne contrapesaba las osadías de la melancolía implícitas en su carácter. La guitarra acompañaba con armonías formidables y respiraba en los ritmos con el aliento de los que vienen de lejos. Mientras el contrabajo, que en su generosidad por momentos resultaba algo invasivo, sostenía tanta levedad con más levedad. Podrían ser estos algunos de los recursos sobre los que se sostuvo la gramática expresiva  de Passos, que tuvo otro de sus puntos salientes en el repertorio: una antología amplia de la canción creativa brasileña, en la que no faltaron Gilberto Gil y Dorival Caymmi.

Cuando promediaba el show, en un clima relajado, Rosa apoyó la guitarra en su regazo y se detuvo a conversar con el público que llenó el club. Saludó a las cantantes que estaban entre los muchos músicos presentes –Laura Hatton, Carolina Pelleritti, Cecilia Gauna, Patricia “Piojo” Zappia, Patricia Marina, Cassia Pereira, entre otras–, y se permitió aconsejarles que nunca dejen de arriesgar. “La música es siempre generosa para con quienes arriesgan”, sentenció antes de recordar a su idolatrado João Gilberto como su gran maestro y definirse sin medias tintas “hija de la bossa nova”. Todo quedaba más claro: Rosa canta también con la historia, sustento de cualquier idea de originalidad.

Hacia el final, antes del cierre en el que cantó a Caymmi para encender la contagiosa mística bahiana, la intérprete se prodigó en el clásico “O pato”, samba de Jayme Silva y Neuza Teixeira, y una versión de “Aguas de março”, de Jobim, con la marca audaz e inconfundible de quien podría ser la más brasileña de las cantantes de jazz. Y la más jazzera de las cantantes brasileñas.