“¿Cuál es la evidencia de que ha disminuido el impacto de las fotografías, y de que nuestra cultura neutraliza la fuerza moral de las imágenes de atrocidades?”

“Ante el dolor de los demás” Susan Sontag

 

Susan Sontag escribió material formidable sobre las fotografías, insuperable su legitimidad para formular una pregunta vigente que se viene formulando desde hace décadas. 

  En 1968 otro intelectual eximio, John Berger, apuntaba que los diarios publicaban imágenes de guerra atroces, sin precedentes e inquiría si eso se debía al digno afán de ilustrar el horror o a un creciente sensacionalismo. No se hacía ilusiones, alegaba que “el primer argumento es demasiado idealista y el segundo demasiado cínico. Los periódicos de hoy en día contienen violentas fotografías de guerra porque su efecto, salvo en casos aislados, no es el que se suponía”. 

 El dilema persiste, lo replanteó Santiago O’Donnell (ver nota central). Uno –que trabajó de editor un buen rato– piensa que las decisiones que se deben tomar –como las políticas– son tensionantes, se definen contrarreloj, se repasan con los hechos ya consumados. Siempre conllevan interrogantes éticos.

  La crueldad hacia los migrantes se incrementa, un regreso reaccionario a prácticas discriminatorias, insolidarias, criminales, eventualmente genocidas. Un “caso” concita altísima atención no por su peso estadístico sino por su estremecedora visibilidad. Se disponen un par de fotos: una más virulenta y cruel, otra que matiza el mensaje, sin dejar de informar. “¿Cuál elegir?” indaga y responde nuestro compañero.

El parecer de este cronista no consigue ser absoluto. Relativiza, acude al “depende”, constitutivo de su forma de pensar. Para mostrar una decisión estatal que vulnera derechos humanos esenciales, pensamos, lo mejor es propagar las imágenes que mejor describen la barbarie del estado expulsor, el desamparo de las víctimas. Las del crimen. Aunque mirarlas pueda sacudir al lector, mientras desayuna, cuando viaja en bondi, cuando “ojea” en su celular. El clásico “cross a la mandíbula”, pongalé. 

  Tamaña violación de derechos humanos impone apartarse del criterio general, en particular en este diario que ahorra sensacionalismo, que acude mucho al humor, la ironía, la elipsis o la intertextualidad. Pero la regla no puede ser absoluta porque casi no las hay en la vida ni en el periodismo. Procede la excepción ante una escena demasiado truculenta, obscena o morbosa. De nuevo: la diferencia se resuelve en cada situación, de volea, en medio de discusiones interesantes y fragorosas.

   La posibilidad de optar trae a cuento la mitificada “objetividad”. ¿Qué foto entre varias posibles es “objetiva” y cual no?  Hay criterios en pugna, no un ideal inaprensible. 

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Mencionemos, de sobrevuelo, “deberes” del periodista o de los medios, al menos de algunos como éste. 

 Contra el sentido común más ramplón, editorializar está entre los primeros. Los hechos necesitan ser puestos en contexto, explicados, politizados casi siempre.

   Emocionar puede ser sencillo, a veces inmediato. Uno ve en cualquier registro a un chico jugando con una mascota y sonríe.   Observa a una mujer, una madre en una de esas, pegándole con saña a un crío y se aterra. Ve un linchamiento en un lugar que desconoce por motivos que ignora y se estremece.  La publicidad comercial y a menudo la política hacen su agosto con dicha sensibilidad epidérmica, con la emocionalidad como acto reflejo.

 Las noticias que se publican en un diario, cabe suponer, apuntan a otra elaboración. Responden a una elección previa: tienen (o adquieren) un sentido en la vida del público. La labor es hacerlas inteligibles, discernir quién hace qué al servicio de qué fines. Encontrar, sin mentir ni prejuzgar, las causas de las conductas, sus beneficiarios o víctimas. 

  La mujer y el pibe mueren en un bote, como miles de prójimos, porque así se resuelve, al servicio de un sistema. 

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Otro mandato para periodistas: “agregar valor” a lo que el público conoce de antemano, que es mucho. 

   Dotar a los lectores de nuevos medios para que ellos lo apliquen a sus propios fines, ayudarlos a pensar, a abrir sus cabezas, a conocer más. 

 No conformarse con el regodeo de las verdades relativas compartidas: uno es profesional para ofrecer más que lo que el público ya posee. Como objetivo utópico, en cada nota. Como propósito irrenunciable, en cada edición. No alcanza con compartir la indignación, las alegrías o los alineamientos ante los conflictos. 

El desafío consiste en trascender la “banalidad del bien”: el placer de repetir a dúo aquello que se conoce y en lo que se concuerda. Proponerse ir más allá, sumando información, análisis, debates hasta perplejidades. Nada sencillo, muy provocador, fascinante.