Los fragmentos se hallaban dispersos entre los pliegues de la Historia. Nadie había intentado unirlos, tejer entre sí los bordes de esa intrincada red de sucesos que habían sido zurcidos con el mismo hilo invisible: el de la prohibición. El viaje implicaba sumergirse en el complejo vínculo entre las personas y las sustancias psicoactivas, pero bajo una mirada que no repitiese datos y estadísticas cuyo epicentro eran una vez más Europa y Estados Unidos. Se trataba de comprender, en términos latinoamericanos, de qué manera la lógica basada en prohibir el uso de psicoactivos se había enquistado en el fondo de nuestra cultura. El resultado es La prohibición. Un siglo de guerra a las drogas (Penguin Random House), un libro en el que el periodista y abogado Juan Manuel Suppa Altman –acompañado por la revista THC, especializada en ese universo– devela el sombrío entramado de leyes, negocios, personajes y hechos aparentemente inconexos que terminaron en la actual guerra contra las drogas.

A los de mi generación nos vino muy dado eso de que consumir marihuana era no solo un delito sino una tragedia, lo mismo con la cocaína o el LSD. Crecimos bajo postulados de la moral pública que no coincidían con la vida real; algo bastante similar a lo que sucede hoy. Y eso ya te adelanta que algo no está funcionando”, dice Suppa Altman sobre el origen de esta investigación que le llevó cuatro años y que fue publicando en trece capítulos, casi como un folletín de entregas mensuales, en THC, que acaba de cumplir once años. “Sobre la base de esa contradicción inicial luego se va a montar el negocio del narcotráfico, los mercados ilegales de sustancias prohibidas, la persecución a los usuarios y todas sus consecuencias.”

El itinerario de La prohibición, que culmina con un epílogo del filósofo y ensayista español Antonio Escohotado –para muchos quien más sabe de drogas en el mundo–, abre sus puertas en las guerras por el opio desatadas en China en el siglo XIX, se inmiscuye en el origen de la industria farmacéutica tras las primeras síntesis de cocaína en Bolivia y Perú, y analiza el surgimiento de las leyes prohibicionistas en Argentina. Pasa por la ley seca que en 1920 intentó vaciar Estados Unidos de bebidas alcohólicas y describe los vínculos mediados por las drogas entre ese país y las dictaduras latinoamericanas. Explica la incidencia en este continente de la Convención Única de Estupefacientes de 1961 –que confeccionó la primera lista negra de sustancias a nivel mundial– y desemboca en la aparición de los carteles en México y Colombia, antes de internarse finalmente en los caminos alternativos a la prohibición, como la regulación del cannabis en Uruguay. De ese viaje, el autor extrae una dura conclusión: “Cincuenta años después de que Estados Unidos inició la guerra contra las drogas, máxima expresión de la lógica prohibicionista, la producción y el consumo de sustancias psicoactivas crecieron exponencialmente”.

¿En qué momento se torció el rumbo entonces? ¿O desde un comienzo la dirección estaba extraviada? Para Suppa Altman, el origen de la prohibición no estuvo vinculado a generar una relación más segura entre las personas y los psicoactivos sino a proteger diversas situaciones de poder. “La prohibición de drogas es de alguna forma la cultura defendiéndose a sí misma. La experiencia psicoactiva quiebra la normalidad social que fuimos interiorizando, muestra miradas alternativas. Al principio esa alteridad fue percibida como una obra demoníaca, una forma de contacto con lo divino y con el placer diferente de las formas religiosas aceptadas. Y luego como un impedimento a la lógica capitalista de producción. Aunque al mismo tiempo se constituyó como un gran negocio: mercados ilegales y estados policiales que producen millones alrededor del mundo.”

En esta guerra contra las drogas inaugurada a comienzos de los ‘70 por el presidente estadounidense Richard Nixon, que se ha convertido en uno de los lemas del actual gobierno argentino, lo que se repite en sus distintas formas es la intención deliberada del poder de no diferenciar entre usuarios, comerciantes y traficantes a gran escala, ni tampoco entre usos recreativos de diversas sustancias, los problemáticos y aquellos casos donde lo que se activa es un proceso de adicción. “Esto genera que los que son perseguidos en mayor medida no son los autores de los delitos más graves sino los usuarios”, asegura el investigador. El sistema prohibicionista mundial les ha caído a los usuarios como blanco preferencial. Y en esa persecución, el eslabón más débil de la cadena fueron siempre los jóvenes.

La juventud es el sector más castigado. Perseguir consumidores no tiene que ver con resguardar su salud sino con un disciplinamiento. Aquellos que necesitan un tratamiento sanitario, pocas veces lo encuentran. En legislaciones más avanzadas, por ejemplo, el consumidor no entra en la lógica penal”, dice el autor. En esa distancia con la legislación local –donde hay miles de detenciones anuales por tenencia y consumo personal–, también aparecen ciertas fisuras con respecto a la idea del “consumidor delincuente” construida en el seno de la guerra contra las drogas. “Hay gran cantidad de confusiones que luego explotan en casos como el de Pity Alvarez. ¿Es un enfermo o un criminal? Existe una tensión entre el discurso médico-policial y otro que es directamente represivo. Esas fisuras son una de las causas por las que empezó a resquebrajarse la lógica prohibicionista.”

En los últimos capítulos, regados con estadísticas escalofriantes que revelan un sinfín de violaciones a los derechos humanos, muertes, torturas y delitos en México y Colombia a causa de la guerra contra las drogas, comienzan a plantearse los primeros caminos alternativos. “La sociedad mexicana acaba de votar a un presidente que prometía ponerle fin a esa guerra. Ese es un síntoma más que muestra cómo la prohibición falló”, explica Suppa Altman. Por otro lado, en los primeros datos estadísticos surgidos de Uruguay, ya asoman la disminución de delitos y del peso del narcotráfico luego de la regulación del cannabis. “Tampoco debemos creer que legalizar o liberar todos los consumos es la solución, porque como sociedad quizás no estamos del todo preparados. Es un debate que hay que dar. También hay que contextualizar el problema de los consumos de sustancias psicoactivas dentro de la lógica de cómo consumimos todo. En esta sociedad donde se consumen brutalmente alimentos industrializados, tabaco, alcohol, azúcar, dinero y horas frente al celular, es muy complejo establecer un vínculo seguro con las sustancias psicoactivas. Pero hay que buscar esos caminos, porque de lo que sí estamos seguros es de que la prohibición fracasó por completo.”