Revisando notas viejas por si llega el momento de editar mis obras completas, descubrí que soy capaz de equivocarme feo. Luego de la masacre en la redacción de la revista Charlie Hebdo dije que “si a esos chiflados asesinos se les hubiera ocurrido descargar las Kalashnikov contra gente de la calle, hubieran muerto doscientos y Europa no dormía en una década”. Eso pasó días después y Europa siguió durmiendo como siempre, o casi.

También escribí que la domiciliaria de Etchecolatz en Mar del Plata había roto un status quo que iba a ser difícil de restaurar. Hoy, seis meses después, está restaurado. Entonces me pregunto: ¿Qué tan grande es nuestra capacidad de sanar, de olvidar? ¿Uno olvida para sanar o sana porque puede olvidar?

Debe ser como con los remedios amargos, tragar lo más rápido posible. Como las despedidas: chau y a otra cosa. Vea el tema del ARA San Juan. Parecía que la indignación haría explotar el país por los aires, y ahí tiene a los familiares, casi solos en su peregrinar mientras nosotros jugamos a que sanamos de eso porque otro mal más reciente nos reclama.

Entre tantas pavadas que se estudian, seguro que alguna agencia de seguridad o laboratorio estudió esto. Experimentos como el de Milgran les habrán enseñado que somos capaces de soportar casi todo, y que tenemos esa horrible costumbre de sanar. Para eso tuvieron hombres y mujeres atados a camas y mesas de torturas, cuerpos donde experimentar, violar, matar, asustar.

Curiosamente, esos hombres y mujeres, si les daban la oportunidad, sanaban, al menos en una buena parte. Y como lo saben, nos vuelven a repetir los latigazos. Un palo cada día hasta que confundís los palos y los días.

La culpa es nuestra por sanar con facilidad. Lo que debemos hacer es cargar con el dolor durante siglos. Y traspasarlos a nuestros hijos y nietos, que se van a enfrentar con los hijos y los nietos de los que nos dan los latigazos, porque los frutos de ellos, como los nuestros, también caerán cerca del árbol.

De ahí a la aplicación práctica. Gente que elabora estrategias para hacernos creer sanar (olvidar) siempre es bueno. “Me tienen podrido con los desaparecidos”, “reconciliar el país”, “olvido y perdón”. Y uno, azotado por el dolor, sana y vuelve a la lucha hasta que entendemos que el palo es el mismo, o duele de la misma manera, y el que lo esgrime es el mismo, o lo esgrime de la misma manera.

De otra forma no se entiende que seamos siempre nosotros los que debemos ir al psicólogo y no ellos. ¿Por qué nosotros debemos sanar nuestras heridas y ellos nunca sus culpas? Usted me dirá que si no sanamos viviremos enfermos de odio, o de ansias de esa justicia que se parece tanto a la venganza. ¿Y no es vivir enfermos que se afanen millones de millones en tu cara mientras vos no podés pagar la luz? Que te metan a la milicada en la calle como en la peor de las pesadillas. Y las muertes de Santiago, de Rafa Nahuel, de…

Y a no confundirse porque otros la pasan peor. No estamos en una patera, huyendo de un país donde no hay nada hacia otro que no nos quiere dar nada. Todavía. Podría tocarnos. O a nuestros hijos. Un día estamos bien y al día siguiente nos dejaron sin nada.

La historia está condenada a repetirse, primero como tragedia y al fin como farsa, como dijo Marx. Y todo por esa odiosa manía de sanar. Olvidamos el dolor y vuelve la misma mierda como si fuera de otro color, con otro olor. La farsa de aquella tragedia original. Pero duele igual, mata igual…

Eso no significa que en medio del dolor usted no viva. Viva, ría, pero es imprescindible que lo haga con esa carga de bronca que nos haga reír para patear, herir, devolver los golpes.

Y si nos invitan a olvidar, desconfiemos. Si nos inviten a la paz, desconfiemos. Si nos hablan de reconciliación hay que saber traducir: no quieren ir presos. Si hablan de beneficencia, no se confunda, están evadiendo impuestos.

Y no solo sanamos para seguir viviendo. Sanamos porque nos confundimos, porque nos tiran migajas, sea por la coyuntura política o porque les conviene. Son migajas, nunca la torta, la paz completa, la libertad. Si la guerra es un negocio para ellos, la paz también. En guerra venden armas, en paz, remeritas de “Yo soy Nisman”. Y cuando les decís que la gente sufre, te dicen que para olvidar el dolor del pie hay que martillarse la mano.

Lo que hay que hacer es no sanar ni mierda. Minga. Hay que trabajar para abrir las heridas. Hay que tirar sal ahí donde está el costurón rojo. Eso va para todos, los artistas, los rompehuevos, los militantes. De no ser así, le dejamos el mundo servido en bandeja a los que tienen los palos.

La culpa es nuestra, otra vez, por creer en las tonterías que nos dicen las iglesias, por creer que debemos escuchar a todo gurú que nos habla de paz, a cualquier salamín que busca adoctrinarnos desde las neurociencias. La política, y la gente que se nutre allí, no debe atender a ninguna de estas engañifas.

Debe cargar cada mañana su rabia nacida en el medioevo, o en el más allá, cuando se castigó al primer hombre por ser pobre entre ricos, o negro entre blancos o marrón entre rubios. Piénselo como quiera y seguro que acierta: ricos-pobres, blancos-negros, desarrollo-subdesarrollo, garcas-ingenuos-, armados-desarmados, ejércitos-civiles. Resumiendo: lucha de clases y sus satélites.

Pero esta época tiene un lado bueno: si leer el mundo se había vuelto complejo, ahora las cosas están más claras. Los ricos dispuestos a todo. El resto acá. En el medio, los idiotas útiles de siempre. Los Campanellas, las Malinches. La clase media, que juega a creer cree que el Cavallo que les puso el corralito es diferente a este porque está más viejito, que el FMI que nos saqueó es diferente porque lo lleva adelante una mujer.

Una vez avalé la frase de un periodista español: “Solo los muertos conocidos”. Sufrir sólo por los muertos conocidos. Hoy me retracto. Que sanen los que quieren olvidar. Es su derecho. De mi parte digo que hay que aprender la dura tarea de cargar ese dolor por siempre, y por todos.

 

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