Nochebuena de 2009, pabellón II del penal de Olmos. No hay árbol de Navidad pero sí guirnaldas y algunas luces tuertas entre los barrotes. Con la radio de fondo y sin penitenciarios a la vista, los internos empiezan a brindar antes de las 12. Se van reuniendo afuera de las celdas y sobre una manta van dejando piononos, gaseosas, milanesas y empanadas que algunos recibieron de las visitas unas pocas horas atrás. “Tengo para dos tazas de arroz ¿querés una?”. El Sistema Penitenciario no pone ni un paquete de garrapiñadas, pero nadie se queda sin cena, porque lo que hay se reparte, así sea media cebolla. “Pan para hoy y mañana vemos”, se dicen. No es una escena de la multipremiada El Marginal ni de ninguna de las tantas ficciones y realities de cárceles. Es el recuerdo vivo de Lupo Magallanes, que pasó doce de sus cuarenta años rotando por 18 unidades penitenciarias y que ahora después de haber recuperado la libertad trabaja en la cooperativa Las termitas. Ese espíritu de socorros mutuos no es una excepción para las fiestas, sino una estrategia de resistencia y cooperación muy común en los penales, pero pocas veces retratada.

Una de ficción: Los presos se acomodan en las gradas alrededor del ring. Se anuncia una pelea a muerte, de un único round. Internos, penitenciarios y hasta el director de la cárcel –caracterización imperdible de Gerardo Romano– hacen sus apuestas. Los contrincantes son, por un lado, César, el retador, oriundo de las “entrañas de la Isla Maciel”, y por otro lado, El Charrúa, invicto, bastante más fornido que su adversario. Se los presenta con mención de sus condenas como quien enumera títulos de boxeo. Pelean. La cámara se detiene para captar chorros de sangre y las caras de éxtasis de los presos del público ante el dolor ajeno. El perdedor muere a fuerza de trompadas en el corazón. Esta escena y la de la violación del interno recién llegado (Lamothe) fueron las que hicieron explotar el rating. 

Esta temporada de El Marginal es una precuela. La trama retrocede para revelar las historias en San Onofre, en la que Diosito (Nicolás Furtado) y Mario Borges (Claudio Rissi) ingresan al penal y desatan una guerra de poder con el Sapo (Roly Serrano), el capanga más temido. 

El día del estreno, el unitario de Underground logró más de 11 puntos, cifra impensada para las métricas de la TV Pública, y reavivó un antiguo duelo entre apocalípticos e integrados alrededor de una ficción altamente rentable que explota los costados más grotescos de la vida carcelaria con la violación como leitmotiv. Un paisaje en el que los presos aparecen como seres sin demasiados matices que los conecten con lo humano. Algunas críticas le reprochan a la producción ganadora del Martín Fierro de Oro meterse en el territorio de la miseria pero no para denunciarla, sino para reforzar estigmas. Así lo analiza Mario Juliano, director ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez bonaerense: “La serie hace aparecer un estereotipo de preso violento, corrupto e inadaptado, en conflicto permanente con el resto. No niego que haya personas que respondan a ese prototipo pero la mayoría, aún en contextos extremadamente dificultosos, tratan de sobrellevar la vida. El Marginal hace un flaco favor a la causa de las personas privadas de la libertad que hacen esfuerzos para superarse, mostrándolos ante el resto de la sociedad como individuos que no merecen regresar al medio libre”.

Otras voces celebran que la tira se haga cargo de la trama de corrupción estructural del Sistema Penitenciario (jueces que arman causas o se quedan con “un vueltito” de un robo millonario, directivos que lucran con los delitos y hasta las muertes de los internos). Otros sostienen que es ingenuo pensar que esos contenidos ingresan como una inyección en las mentes de los consumidores. 

Feos, sucios y malos

“La serie reproduce prejuicios, fantasmas y estigmas de la escena de la criminalización y el desprecio por la pobreza, sin cuestionar las acciones y sobre todo las condiciones que están por delante o atrás de esa marginación”, analiza Juan Pablo Parchuc, director del Programa de Extensión en Cárceles de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). “No le podemos pedir a una ficción televisiva, que necesita rating, que haga otra cosa. Pero sí quizás cuestionar que se saque rédito o se venda miseria y violencia al tiempo que se profundizan las desigualdades y el odio. Sobre todo por los efectos reales que tiene la ficción”. Y aporta un ejemplo: “En uno de los spots radiales de la serie escuché un diálogo en el que un personaje le dice a otro: ‘Ah, pero esto es como una villa’. Y el otro le contesta: ‘ES una villa’. La mayoría de la gente no sabe que ‘villa’ se le dice a los pabellones que están en las peores condiciones. Ahora, lo que hace el spot no es introducir el vocabulario tumbero, sino confirmar el estigma: ‘los pobres son chorros y viven así dentro y fuera de la cárcel’”.

“Si bien no muestra toda la cárcel ni otros procesos que hacen los detenidos, como los que estudian y trabajan, hay que reconocerle al programa que da cuenta del sistema de gobierno de la cárcel conducido por el Sistema Penitenciario, que a la vez delega poder en algunos internos. En el caso de los pabellones evangelistas, lo delega en los pastores, por ejemplo. Muestra la trama de corrupción estructural: cómo las autoridades dejan hacer y la violencia que generan desde arriba”. Esa es la mirada de Roberto Cipriano García, Secretario de la Comisión Provincial por la Memoria, quien matiza las críticas contra el unitario que dirige Adrián Caetano: “el espectador tiene la opción de quedarse con lo grotesco pero también puede quedarse con la denuncia de la corrupción institucional”.

“Tal vez esté caricaturizado, pero es verdad que los policías se llevan la comida y los medicamentos que son para los presos. Hay almacenes alrededor de algunos penales cuyos dueños son las autoridades del SP, que se abastecen de la comida que debería entrar. El mismo oficial que me sacó el teléfono, después me lo quiso vender. Hay requisas en las que además de molerte a palos te roban hasta la yerba. Un director del penal se llevaba los muebles hechos por los chicos de la carpintería. A eso la serie lo muestra tal cual. Seguro se los contó alguien”, apunta Lupo Magallanes, exdetenido, sociólogo y referente de Secretaría de Ex Detenidos/as y Familiares de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). 

El crimen paga

El crimen y el castigo fascinaron siempre. Espiar la vida intramuros responde a viejos morbos. Y a eso la televisión argentina supo sacarle jugo por lo menos desde el exitazo de Tumberos, barroco carcelario que convirtió al tatuaje del dado de cinco en un diseño reconocible para las clases medias. ¿Hasta qué punto se le puede pedir a la ficción responsabilidad social a la hora de recrear el universo carcelario? En respuesta a esta pregunta pero sobre todo a las críticas que brotaron a partir de la segunda temporada de El Marginal, Guillermo Salmerón, uno de los guionistas, le dijo a este diario: “Nunca tuvimos como objetivo hacer un documental. Puede ser que las críticas tengan razón. Es parcial y recortado. Aunque tuviéramos todo el tiempo como para entrevistar un montón de gente que ha pasado por la cárcel y juntar historias, igual sería algo acotado, porque mi visión no sería en función de crear una serie testimonial sino de crear una serie que entretenga” (ver recuadro).

Sobre los efectos de este tipo de narraciones acerca de las cárceles Santiago Pérez, de la Secretaría de Ex Detenidos/as y Familiares de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, aclara: “Hace un tiempo hubo un furor en distintos programas de TV con el tema cuánto cobran los presos que trabajan. Una campaña con la que se avivaron los peores fantasmas clasistas contra las personas privadas de la libertad. Muchos de esos prejuicios generan que sea prácticamente imposible conseguir un trabajo en blanco si estuviste preso. Los periodistas se indignaban con el dato de que ganan un salario mínimo. ¡Y ni siquiera ese dato era verdadero! Actualmente, se está pagando unos 30 pesos la hora”.

Sobran ejemplos de que otro tipo de ficciones carcelarias son posibles: narraciones que, sin resignar adrenalina y sin dejar de reflejar las violencias que sin duda están presentes en los penales, logren ser más empáticas con los caídos en desgracia. Juan Pablo Parchuc aporta uno: “Hay muchas series exitosas que muestran la cárcel y sin embargo no la reproducen. Por ejemplo, Orange is the New Black, donde el punto de vista es el de las mujeres presas”. Parchuc se refiere a la adaptación de las memorias de Piper Kerman, condensadas en un libro autobiográfico donde cuenta su metamorfosis como rubia universitaria que debe pasar una temporada en la cárcel de Danbury. Cierra Parchuc: “no es lo mismo mirar la cárcel desde adentro, caminarla, conocerla, padecerla, sentirla en el cuerpo, que filmar desde la perspectiva de otras clases sociales que imaginan el infierno de los pobres y marginados”.

Tal vez sea más un problema de perspectiva que de veracidad. Lupo Magallanes, que empezó a estudiar Sociología dentro de la cárcel, vuelve sobre esa pregunta. “A mí quien me incentivó a estudiar fue un hombre que estaba catalogado ahí adentro como el preso ‘más peligroso del país’ por robar el Banco Río y escaparse con un gomón: Beto de la Torre”. El mismo hombre que coordinaba un centro de estudiantes y se peleaba con los carceleros para que dejaran asistir a los jóvenes como Lupo a las clases. “¿Por qué las ficciones taquilleras no incluyen casi nunca en su recorte una historia como la de Beto de la Torre? Será que garpa más mostrar cómo te violan en la cárcel”.