Una historia mínima de brutalidad policial. Un episodio de violencia obscena perpetrada por quien se sabe impune, que no escaló todavía más porque preferí evitar secuelas físicas o pasar una noche en una comisaría. Ocurrió en el supermercado Coto de avenida Gaona y Fragata Sarmiento, pleno barrio de Caballito, el sábado pasado, a las 21. Antes de pagar, la cajera me pidió que le mostrara la mochila, a lo que accedí. Resultó ser una cajera haciendo mérito. Se estiró y apuntó con el dedito: “El cierre de atrás también”. “No, ya está. El contenido de la mochila forma parte de mi privacidad.” Una vez cada tanto, me animo a resistir una exigencia que violenta el derecho constitucional a la privacidad.

Leyes aparte, me molesta sentirme sospechado, que exijan a los cajeros una función degradante (por más que los menos parecen cumplir con gusto el microinstante cotidiano de calzarse la gorra) y que quien instala el sistema acusatorio sea un supermercado que engaña con promociones, aumenta precios abusivamente, evade y fuga.

No me niego con más frecuencia a que me revisen la mochila porque sé que hacerlo implica perder no menos de media hora en discusiones. Por sobre todo, me abruma comprobar que suele aparecer algún agente de seguridad privada –de esos precarizados, cuya tarea principal es juntar changuitos, responder preguntas y abrir puertas– que sale de su letargo y se ceba. Enseguida viene la acusación (“¿qué esconde?”) o el insulto, cuando no un amago de violencia.

En esta oportunidad, los de la vigilancia decidieron llamar a un policía de la Ciudad. El resultado, como también suele suceder, fue peor.

El policía no mostró un atisbo de considerar que el supermercado podía no tener razón (“Esto es propiedad privada y tiene que obedecer lo que dice el dueño”, “Usted dice cosas raras, por algún motivo no quiere mostrar la mochila”). Sorpresa: un policía estatal que en un lugar semipúblico cumple órdenes emanadas de un tal Coto que contradicen un derecho constitucional.

Hasta aquí, una discusión menor. La policía se vale de un fallo reciente del Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad que habilitó a los agentes a exigir la apertura de mochilas y exhibición de documentos con motivos imprecisos. Nuestros jueces –entre ellos, la candidata del Gobierno para la Procuración General– saben bien a quién le sueltan la rienda.

El agente Sosa me ordenó que me quedara en el lugar mientras llamaba a un patrullero, que llegó a los cinco minutos. Se bajaron tres hombres. El más altanero y –se vería en minutos– descontrolado era un oficial que se identificó como Caraballo.

El jefe de la patrulla me informó que harían una requisa con dos testigos. Uno de ellos era un policía de civil que trabaja para Coto y había intentado apurarme en un primer momento; la otra, una empleada del supermercado.

Me limité a decirles que me amparaba un derecho y que ellos debían explicarme el motivo de la detención y requisa. Caraballo respondía con el autoritarismo habitual, aunque sin insultos ni amenazas. Me exigió el documento y copió mis datos.

Intenté filmar con el celular y Caraballo salió de sí.

–Bajá la cámara.

–Necesito protegerme, no sé por qué estoy retenido.

Se vino encima, cara a cara como quien invita a pelear, y pegó un golpe a mi celular, que voló por el aire.

“Forro de mierda, qué te pasa”, comenzó a gritar desaforado. “Forro de mierda”, repetía. Una mínima reacción de mi parte habría desatado una escena en la que Caraballo no habría salido perdiendo.

Recogí las partes del celular esparcidas por el piso. Pregunté por una autoridad, y el oficial respondió con una sonrisa: “Lamentablemente, la autoridad soy yo”.

El hecho ocurrió en la esquina de Fragata Sarmiento y Gaona, dentro del predio del supermercado Coto.

Digresión. A ocho cuadras de esa sucursal, en Paysandú al 1800, se encuentra otra de la misma marca. Se descubrió hace dos años que Alfredo Coto almacenaba en el subsuelo más de 200 granadas, un lanzagranadas con numeración limada, proyectiles de gases lacrimógenos, 27 armas de fuego, gas pimienta y un silenciador, entre otras honestas pertenencias. La causa abierta duerme en Comodoro Py. Podríamos hablar del blanqueo por 466 millones de dólares, pero todos conocemos a Coto.

Volvamos a la escena del delito. Una vez que comprobaron que en la mochila sólo llevaba ropa para nadar, tres efectivos partieron en el patrullero. Quedó Sosa, envalentonado por lo que había hecho su jefe: “Rajá de acá”.

No importa si alguien piensa que no vale la pena pasar un momento así por no obedecer algo que demora dos segundos, como mostrar una mochila. De hecho, casi siempre pienso que no vale la pena. Tampoco importa si ese alguien cree que los tiempos cambiaron y la policía puede requisar a su antojo.

La gravedad del episodio es que deja a las claras que un jefe policial está dispuesto a actuar como un energúmeno ante cuatro subordinados en un espacio público.

El riesgo de la brutalidad policial es tan antiguo como la civilización. Evitar el tránsito que va desde un agente del orden a un matón depende por sobre todo de un sistema de controles y de autoridades que no premien la ilegalidad. Si ejecutar por la espalda a un ladrón merece la felicitación presidencial, qué queda para delitos más suaves como amedrentar a una persona que pide que sea respetado un derecho.

Me fui con el sabor amargo y el celular roto, pero todos sabemos que la historia hubiera sido muy distinta si quien se resistía a mostrar la mochila era un adolescente con gorrita en el Gran Buenos Aires. A veces, el final es atroz.

@sebalacunza