El resultado se conocía de antemano, pero ver los 38 votos que rechazaron sin más el proyecto que legalizaba la interrupción voluntaria del embarazo no evitó el shock de lo que en realidad significa esta decisión: las vidas que va a costar. Sin embargo, los que rechazaron el proyecto se retiraban como si fuera una votación más e incluso con cierta satisfacción en sus rostros. Con ese malestar en el cuerpo comencé el regreso a mi casa, que dista unas 10 cuadras del Congreso. Fue un caminar rodeado de militantes del pañuelo celeste que vivaban a su paso el supuesto triunfo de la vida. Traté de no enojarme y racionalizar lo que estaba ocurriendo al considerar que la ola conservadora que arrasó con el país no podía estar exenta en esta obturación de la sanción de un derecho que le garantiza a las mujeres el poder decidir sobre sus cuerpos. Cuánto peligro encierra el que puedan decidir, ¿no?

En eso estaba cuando me veo “acompañado” de un grupo de jovencitas que caminaban sobre la avenida Entre Ríos en la misma dirección en la que me dirigía. Entiendo que un par de ellas se percataron que de mi mochila flameaba por el viento un pañuelo verde y una me insultó. No vale la pena repetir lo que dijo, pero no puedo negar que me desconcertó y preferí ignorarlas.

Aceleré el paso, aunque sentía la angustia del insulto recibido y, sobre todo, que lo haya propinado una mujer muy joven embriaga de machismo inculcado desde la cuna pero también desde los dogmas religiosos. Las miraba de reojo tratando de ver si se podía cuantificar la falta de conciencia de su propia condición de mujer, de su cuerpo y de su derecho a elegir. Alguno podrá decir que eligió ser así. No estoy tan seguro, porque no es lo mismo el impacto y la injerencia que tiene el machismo en uno que lleva más de cincuenta años en esta tierra que alguien que nació y vivió en democracia con todos los beneficios y costos que eso implica.

Así, seguí caminando, masticando la desazón y buscando razones para afrontar el desastre que implica el rechazo a esta ley. Me crucé con otros grupos que festejaban al grito de viva cristo rey, la virgen y, otra vez, la vida. Me sentía rodeado cuando me crucé con una muchacha bajita que al ver mi pañuelo y yo el suyo y sus labios pintados de un verde intenso con brillantina. Nos sonreímos por aquello de la afinidad de los símbolos que portábamos. Nos fuimos cruzando hasta que ella me dijo: “No será hoy y tal vez tampoco mañana pero no nos detienen más”. Hablamos un rato, intercambiamos opiniones y apreciaciones sobre lo sucedido. Conversamos sobre los mejores discursos y los peores. Sobre lo que deben pensar los que portan el pañuelo celeste y que la alegría que expresan significa que las mujeres seguirán muriendo por abortos realizados en la total clandestinidad. No le pregunté el nombre pero ella insistió con su mirada optimista dentro de la amargura reinante. “No nos detienen más”, esa frase me quedó dando vueltas y creo o, mejor dicho, estoy seguro que así será a pesar de que el miércoles por la noche ganó el no, la muerte, la hipocresía, la ignorancia y hasta la especulación política. Por ahora.