Uno llega desde Texas a Merlow City para establecerse y trabajar como chofer de ómnibus escolar y el otro, un profesor, ha salido desde ese pueblo universitario vía Chicago para pasar unos días en Washington, becado para acceder a la consulta de unos papeles del poeta Roque Dalton desclasificados de la CIA. ¿Conviene presentar a los dos protagonistas de Moronga así, a la par? Los dos rondan los cincuenta y se han cruzado sin hablarse en el pueblito que Castellanos Moya sitúa en 2010 entre Madison y Milwaukee; los dos son salvadoreños, han estado del lado de la guerrilla en los ‘80, se sienten profundamente desarraigados y solos (más allá de circunstanciales compañías), se saben monitoreados meticulosamente y saben que sus permanencias en Estados Unidos son frágiles. Los dos recuerdan aquellos tiempos, también, aunque ahí están los tironeos entre convocar y mantener a raya a la memoria, porque como se irá viendo con el correr de las páginas se trata de memorias perturbadas por la violencia política, con asesinatos de personas muy cercanas.

  Es que Castellanos Moya pone a narrar en primera persona aunque por separado a sus dos protagonistas: durante la primera mitad del libro el que cuenta es José Zeledón, tipo introvertido y de apariencia exterior híper correcta, meticuloso en sus observaciones, en su cotidiano, en el trabajo de chofer que le consiguió Rudy, un ex compañero de la guerrilla que cambió su nombre y se reformateó como cocinero y padre de familia. Para hacer un mango más se consigue algunas changas: a veces maneja un taxi por las noches, y un par de horas al día monitorea para una agencia de seguridad el correo institucional del personal universitario de Merlow City, por si saltan indicios de acoso sexual o de terrorismo. Mientras, cada tanto, y con las precauciones del caso, está a la espera de los mensajes de El Viejo, el tercer sobreviviente de aquel grupo guerrillero en El Salvador, que está preparando un operativo, un golpe grande, la expectativa de Zeledón para salir de esa rutina opresiva en ese pueblo de invierno duro y personajes grises.

  En la segunda mitad quien narra es el profesor Erasmo Aragón Mira, que ha conseguido que la universidad de Merlow City lo subvencione para ver los papeles de Dalton en el Archivo Nacional de Washington. Es un volantazo en la novela, porque del tono contenido y de ir al grano de Zeledón se pasa a lo expansivo de la cabeza paranoica de Aragón, con capítulos de un solo párrafo en los que aparecen el humor (ácido), las conspiraciones, disquisiciones varias sobre su salud, sus manías sexuales, los estadounidenses alrededor, los tragos, lo que va sabiendo del sesentón que le alquiló un departamentito vía airbnb, que adoptó junto a su esposa a un bebé de Tanzania y a una niña guatemalteca de nueve años que les parecía muy dulce y resultó un chasco virulento, “porque tenía el diablo adentro”. La investigación sobre Dalton y la conciencia de que su interés por lo que fue materia de la CIA lo ponen en la mira, potenciado esto por descontroles y enredos varios, le suben unos puntos a su perilla de persecuta, y más cuando descubre entre los papeles que un escritor de izquierda que fue compañero de Dalton, y de él también más adelante, era informante para los servicios yanquis. 

  Zeledón y Aragón son personajes de novelas anteriores de Castellanos Moya, y forman parte de una saga familiar de varios libros centrada en El Salvador que atraviesa varias décadas. Erasmo aparece de chico y de adulto en tramos de Desmoronamiento, y es el protagonista de El sueño del retorno; en esta última, plantada a comienzos de los ‘90, fantaseaba en México con volver a su país para montar un periódico, y ya tallaban en él la paranoia y el humor, un tipo inmerso en un “pavoroso descontrol emocional”. José, por otra parte, es un personaje algo más secundario en La sirvienta y el luchador: es el nieto de la protagonista, un universitario veinteañero que participaba de las primeras operaciones armadas y mostraba, ya por entonces, una gran puntería. Los recuerdos de ambos en Moronga dialogan sus historias y sus familias en aquellos otros libros, con núcleo en El Salvador y la violencia política, pero ahora desde otra perspectiva: es la primera de sus novelas en la que planta a sus personajes en Estados Unidos. Castellanos Moya es actualmente profesor en Iowa y antes lo fue en Pittsburgh: lleva más de diez años radicado allí. 

  Y la agudeza de la mirada de sus personajes retratan el cotidiano: las series y los deportes en la televisión, las rutinas de copas en los bares, el sentirse extranjero, la obsesión por las armas y, sobre todo, los sistemas de control y vigilancia, las capas y capas de monitoreo vía cámaras, agentes, computadoras. Vulnerables, claro: ahí están Zeledón y El Viejo para demostrarlo, infiltrados con otra identidad en Estados Unidos, un vuelto de las continuas infiltraciones a la inversa en Centroamérica. Moronga es otra contribución: así se llama el traficante guatemalteco que negocia/pulsea con El Viejo, y ahí está otra vez la violencia latente, con sede en una ciudad gringa. Los caminos de los dos protagonistas se rozan en el epílogo, con sede en el restaurante El Pollo Campero de Chicago, y Castellanos Moya opta por narrar aquí a través de un informe policial.

  ¿Y qué es moronga, además del nombre de esta novela? Diccionarios vía Google: en Centroamérica y también en México se llama así a la morcilla, un embutido hecho de sangre de cerdo y picadillo de sesos, vísceras, grasa. Asociación fácil: moronga alude además al “órgano reproductor masculino” (y cuántos apelativos hay para esta membresía). Algo más: darle moronga a alguien es pegarle una paliza, golpearlo. Castellanos Moya bautizó así al narcotraficante guatemalteco que, en rigor, va a encontrarse recién al final con los protagonistas y no tiene presencia en demasiadas páginas. ¿Qué signa, entonces, esa palabra, moronga, que parece exceder al personaje en sí, como para que sea el título del libro? Es que las pulsiones sexuales, las historias criminales y/o el imaginario sobreimpreso del “macho” traccionan también a José y a Erasmo, más allá de sus pasadas búsquedas sociales o intelectuales (desengañado/frustrado el autor con las primeras; desacartonado y burlón con las segundas). El traficante guatemalteco representa una continuidad de furia y ferocidad que enlaza pasado y presente, Centroamérica y Estados Unidos: las armas, la droga y la muerte como sustancias del poder. Virilidad, violencia, sangre, las acepciones de Moronga.