Desde que asumió como gobernadora, María Eugenia Vidal ya removió la cúpula del Servicio Penitenciario Bonaerense cuatro veces. El promedio indica un recambio cada siete meses y medio, una cantidad ridícula de tiempo para que las autoridades y sus supuestas estrategias carcelarias puedan desplegarse con la seriedad que requieren estas políticas sensibles a un gobierno que, encima, se jacta de represivo y punitivista. O Vidal no encuentra personas de su simpatía porque quizás siga presa de su poco confiable desconfianza (aquella que le sirvió para justificar la mudanza de su residencia oficial a una base militar de Morón) o directamente no está entre sus prioridades la gestión de las casi 40 mil personas que están detenidas en cárceles y alcaldías de la provincia de Buenos Aires.

La segunda opción parece más cercana a la realidad a juzgar por el trabajo del abogado platense Alberto Sarlo, quien debió financiar de su bolsillo la construcción de un Salón de Usos Múltiples en la Unidad 23 de Florencio Varela (una de las 54 cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense), o lo mismo la larga espera que padeció para ser blanqueado y contratado por el estado provincial Carlos Miranda Mena, un ex preso del sector de Máxima Seguridad que volvió a la cárcel para asistir a Sarlo en el taller cooperativo “Cuenteros, verseros y poetas”, donde se enseña filosofía, literatura y boxeo (y cuya experiencia puede rastrearse desde el sitio http://cuenterosyverseros.com.ar).

No salimos en los diarios”, canturrea Miranda Mena en clave hip hop ante la mirada de los internos. Y tiene razón: para que esa historia hoy ocupe estas líneas fue necesario que el realizador Diego Gachassin la trasladara al lenguaje cinematográfico a través de Pabellón 4, una de las películas más vistas de los últimos días en el siempre castigado pero revelador Cine Gaumont.

Mientras la producción audiovisual de gran escala hecha mano a la narrativa carcelaria para explotar su sensacionalismo, su violencia y sus recursos ficcionales (el éxito de El marginal es ejemplo), Pabellón 4 prefiere recorrer esa tangente poco transitada que es la del registro documental sin intervenciones aleccionadores ni golpes bajos emocionales. Simplemente releva el trabajo de reflexión y pedagogía que suponen los talleres de Sarlo y Mena en tiempos donde la platea televisiva pide a gritos condenas ejemplares “para que dejen de robarse todo”, no importa de quién hablemos ni en qué momento.

Por eso uno de los puntos más altos del filme es cuando los presos debaten sobre la pena de muerte: ¿quién tiene la autoridad para decidir qué delitos la merecen y cuáles no? El interrogante lo abre Mena, a quien el estado provincial le negó durante mucho tiempo el miserable salario que ahora le concede casi como propina por volver a los pabellones de los cuales fue liberado para que ayude en esa búsqueda por la libertad a viejos compañeros de ranchada. Como si el sistema lo ubicara en una espiral de exclusión de la que escapar es mucho más difícil de lo que se cree.

La filosofía no tiene moral. No es buena. Heidegger era nazi, ¡era un hijo de puta!”, barrunta Alberto Sarlo frente a un pizarrón atiborrado de pensadores y reflexiones, y ante la mirada de decenas de presos calificados de máxima peligrosidad, demostrando que una puteada bien dicha y correctamente ubicada tiene más impacto que una bala. En otra escena, el abogado habla por teléfono con un directivo de otra cárcel a la cuál fue trasladado un patrocinado suyo y le ruega que lo ubique en un pabellón “no tan picante” para que no lo violen. Todo es tomado por una cámara que no intrusa, no juzga, no apostrofa. Simplemente registra más allá del bien y del mal.

¿Para qué dedica Sarlo cada miércoles de su vida a hablar de filosofía y incitar a los internos a que escriban prosa y poesía? Para que piensen por su cuenta. Entre los asistentes del taller hay tipos con mutilaciones varias: a uno de falta un brazo, otro tiene toda la cara surcada por cicatrices, hay uno con un ojo estéril. El metamensaje parece ser que lo único que sobra es, justamente, la ausencia. De un Estado, de políticas penitenciarias modernas, de esperanza y confianza. “La primera vez que salí de la cárcel volví a mi casa, vi todo… y recordé por qué comencé a robar”, dice uno sin buscar justificarse. Simplemente observa, resume, razona. Filosofa. “¿Aceptarías volver a ver a tu hijo descalzo?”, le pregunta uno a otro, casi desafiándolo. “No aceptaría volver a verlo a él descalzo y a mi preso”, responde otro en uno de los pocos tramos de Pabellón 4 donde los signos de interrogantes parecen cerrarse como los candados de esos buzones de máxima seguridad que se clausuran en una de las escenas finales.

La vestimenta marca tendencias y procedencias: camisetas de Los Andes, Estudiantes de Caseros, Almirante Brown o Lamadrid componen la cartografía suburbana de los presos. “¿Quién es uno? Uno es el otro”, reflexiona uno de los internos en medio del taller. El boxeo aparece justamente como la posibilidad de tomar medida sobre lo ajeno en base a una armonía entre acercamientos y alejamientos del único patrimonio que tiene los presos: sus cuerpos. Metáfora de lo que, en cierta medida, pretende regular el Estado de Derecho.