El periodista Carlos Barragán publicó en Taringa en abril de 2016 sobre las víctimas de la crueldad: “Los despidos, ajustes y otras injusticias han provocado tres muertes: Esteban de la Biblioteca nacional, Yolanda docente en Mar del Plata y Melisa en el Inta del Chaco”. Hoy, en agosto de 2018, se agregan a una lista que no cesa de producirse Sandra y Rubén, de una escuela en Moreno. Y en ese intervalo de días y meses, los sucesos se repiten dañando nuestra subjetividad. En el cotidiano del conurbano se multiplican los vulnerados y los excluidos: niños, jubilados, despedidos, mujeres; la vida se deteriora y las condiciones que deberían garantizar la salud de los más vulnerables se desdibujan. Los datos “objetivos” con los que se mueve este gobierno y su máquina de informar, sus cifras y recortes no dan cuenta sin embargo de los múltiples dolores cotidianos del desgarramiento interior de quien los padece. Habría que sumergirse hasta el fondo de su alma, tolerar el horror que números y planillas no reflejan para encontrar allí la imagen de la devastación sorda a las que están siendo sometidos amplios sectores de nuestra sociedad.

El neoliberalismo ataca el reconocimiento de lo que se produce en el otro como semejante, desarticulando la empatía. La banalidad del mal es la indiferencia, la posibilidad del ejercicio de una acción de destrucción sin la menor compasión, porque la víctima ha dejado de ocupar el lugar de nuestro semejante, próximo o vecino.

Fernando Ulloa reflexiona acerca de la impiedad. “La crueldad siempre requiere de un dispositivo sociocultural que sostenga el accionar de los crueles, así en plural, porque la crueldad necesita la complicidad impune de otros. El eje de este dispositivo cruel es la mentira. Una mentira que se va estableciendo como un saber fetichista recusador de toda verdad”. 

Lo cruel hace cultura, nos dice, y agrega: “Verdadera cultura de la mortificación, en que la idea freudiana de malestar en la cultura es trocada por malestar hecho cultura donde claudica la inteligencia y el cuerpo se desadueña”.

La crueldad, entonces, exige la captura de lo que fluye incesante e imprevisible la vida, para instalar allí la inercia y la esterilidad del objeto, de la cosa, la cifra, el número, lo que se mide y lo que se vende.

La repetición de esta violencia implícita y explícita que vivimos tiende a producir un efecto de normalización de un paisaje cruel; naturalización lo denominaba Ulloa. El sentido de este procedimiento es promover en la comunidad bajos niveles de reacción indispensables para profundizar acciones predadoras.

El capital nos propone el acostumbramiento al espectáculo de la crueldad, que naturalicemos la expropiación de la vida y de los derechos. El mundo de los dueños que habitamos, el de “los ellos”, como ficcionaba el inolvidable Oesterheld, necesita de personalidades no empáticas, sujetos incapaces de ponerse en el lugar del otro. Por el contrario, ese otro solo puede ocupar el lugar de mi enemigo; no ya mi aliado, objeto u auxiliar, como define Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. O como describe Emmanuel Lèvinas: “El otro hombre, me despierta de mi espontaneidad de sonámbulo, quiebra el imperialismo tranquilo e inocente, de mi perseverancia en el ser y me pone en la imposibilidad de ocupar el mundo como una vegetación salvaje, como una pura energía, como una fuerza de hecho. Ya no estoy solo. Sin hacerse anunciar el otro, el prójimo entra en mi vida, su cara desnuda, inviolable, expuesta y sin embargo sustraída a mis poderes. Esta intrusión, este desarreglo, es mi nacimiento al escrúpulo”.

Volviendo a Fernando Ulloa, “para que la vera crueldad resulte es necesario que la violencia del ejecutor y el desamparo de la víctima estén enmarcados en un dispositivo sociocultural avalado por intelectuales, sectores de la economía, medios de comunicación y con una univoca pretensión de impunidad. Esto es necesario pero no es suficiente, la vera crueldad requiere que el ejecutor sea realmente maligno, es decir sin ningún lugar para el remordimiento; por lo cual debe haber organizado su fetichismo como un saber mentiroso, que lo hace impune frente a sí mismo, evitando todo vestigio de conciencia moral en relación a sus actos, un saber mentiroso que será el baluarte de su impunidad recusadora de toda Ley”.

Este sutil mecanismo de infamia generalizada hace que se nos vuelva insoportable la sola descripción de esta pura obscenidad. Obscenidad del poder, que desnuda al excluido y enfrenta al más indefenso ante los rigores de la naturaleza y de la cultura, en el umbral de una vida que se pierde, esclavos sin escape ante el reino de las necesidades.

Para finalizar, rescato un relato que escribía en este diario Horacio González en febrero del 2017.

“Se desolla a un país cuando se le arranca una espesa recubierta que de una manera u otra es lo que ha sedimentado históricamente. En las difíciles molduras de la historia del país, en esas membranas nacionales que son de superficie están sus conflictos, sus imposibilidades, su lucha y su esperanza. Desollarlas y reemplazarlas por capas de frágiles palabras plastificadas, enfoque humillantes, estilos persecutorios, imposiciones intolerables a veces públicas, a veces sigilosas con el agregado de arbitrios generalizados y de vigilancias secretas. Desollar implica no dar paso a ningún debate efectivo, solo simulacros”.

* Psicoanalista.