¿Puede especializarse un cineasta en películas sobre ejecutantes de determinados instrumentos musicales? ¿El bandoneón, por ejemplo? Parecería ser el caso de Daniel Rosenfeld (1973), quien inició su carrera con Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos (2000) y cuatro películas y dieciocho años más tarde presenta ahora Piazzolla, los años del tiburón. Se trata de un exhaustivo documental sobre esa figura capital de la música argentina post-años 50, que durante 90 minutos descarga una apabullante catarata de imágenes fijas y en movimiento de Piazzola, parientes, amigos y conocidos, desde la primera niñez de Astor hasta sus últimos años. Públicas y privadas. Imágenes y sonidos: veinte años después de la muerte de su padre, Daniel Piazzolla puso a disposición de Rosenfeld el completo archivo familiar, que incluye charlas de su padre y hasta una “apretada” telefónica a un crítico musical, que había osado oponérsele. ¿Apretada que grabó quién, para qué? Vaya a saber. La cuestión es que desde ahora queda a disposición del público este documento que de aquí en más será de consulta para melómanos, piazzoleanos, historiadores del tango y, por supuesto, de todo aquel interesado en la música popular argentina. Y la culta también.

Tanto como para explicar el título, Piazzolla, los años del tiburón comienza con la voz del marplatense en off, comparando la ejecución del bandoneón con la pesca (¿ejecución?) de escualos. ¿Piazzola, pescador de tiburones? El documental de Rosenfeld tiene muchos secretos para develar. Tiburones, lo que se dice tiburones… Una imagen sobre una barcaza deja ver un cazón, tiburón pequeño que suele arrimar a las costas del Atlántico bonaerense, y tiene una carne deliciosa. Piazzola tenía un ego muy alto, ganado de pequeño a las trompadas en las calles de Nueva York, y nunca le escapó a la bravuconeada. Como cuando le daba por agarrarse con Troilo, los tangueros, los roqueros y los Montoneros. No es rima nomás: en política, el revolucionario musical nunca fue muy progre. “A vos te gustaba cuando yo me peleaba”, le comenta a su hija Diana, en off. “Cuando ibas conmigo por la calle te agarrabas a las trompadas con cualquiera, por cualquier cosa”, agrega ella. “No soportaba que te miraran, y si te miraban me iba a las piñas. Y yo cuando tiro una piña no paro hasta que lo hago mierda al otro.”

El de Rosenfeld no es un documental crítico. Más bien lo contrario. Pero en verdad, desde lo musical, que es el terreno que Los años del tiburón pisa más a fondo, ¿qué habría para criticarle al autor de Lo que vendrá, Adiós, Nonino, María de Buenos Aires, Balada para un loco, Libertango, Años de soledad o la Suite troileana? El archivo iconográfico de los Piazzolla es impresionante, y en su carácter de hijo único el pequeño Astor gozó de todas las atenciones fotográficas por parte de Nonino y Nonina, los padres italianos. Allí donde el fondo familiar no provee imágenes, Rosenfeld sutura unas con otras apelando a los archivos públicos, con fotos o filmaciones de época, de Mar del Plata, Nueva York, Buenos Aires o París. Ésas son, en ese orden, las estaciones de Astor, que vivió desde muy pequeño hasta la adolescencia en la Gran Manzana, donde volvería mucho más tarde, tras su ruptura definitiva con el tango tradicional y antes de su consagración con lo que en su momento se conoció como “nuevo tango”. De esta segunda estadía hay kilómetros de metraje familiar en 16 mm. Incluido un plano en el que Astor posa delante del Hotel Astor.

Están aquí las imágenes de cuando tocó el bandoneón para el mismísimo Gardel, en Nueva York, siendo un pibe de pantalones cortos, superdotado por supuesto. “Tocás fenómeno, pibe”, le dice Gardel, y uno se lo imagina con una enorme sonrisa. “Lástima que de tango no entendés nada”. Primera consagración, primer rechazo. Hay, en off, fragmentos de los siete cassettes que se conservan de la serie de entrevistas que le hizo Diana para su biografía Astor (1986, reeditada en 2000). Fragmentos que Rosenfeld ilustra con imágenes puestas para tapar huecos: no está aquí la posibilidad de filmar en directo, como el realizador tuvo en su documental con Dino Saluzzi. Diana debió exilarse en México en 1975: militaba en el Peronismo de Base y rompió con su padre poco más tarde, cuando éste aceptó una reunión pública con Videla. Se reconcilió diez años más tarde. Diez años también estuvo sin hablarle Piazzolla a su otro hijo, Daniel, que funciona aquí como una suerte de Virgilio en La divina comedia, guía casi mudo y tristón. Algo de comedia hay en Los años del tiburón. Infierno no. O sí, pero coexistiendo con el paraíso.