“No dudo de que Z exista. Lo que dudo es que pueda darte las respuestas que estás buscando”, le dice su eterno compañero de aventuras y amigo entrañable al protagonista de Z, la ciudad perdida, poco antes del inicio de una tercera y definitiva expedición a las profundidades de la selva amazónica, en busca de esa elusiva metrópolis oculta a los ojos de la humanidad y que ha venido ocupando su mente y espíritu por dos décadas. El año es 1925 y el expedicionario en cuestión fue bautizado con el nombre Percival Harrison Fawcett, un personaje creado a imagen y semejanza ficcional del Percy Fawcett real, un oficial de rango del Ejército Británico nacido en 1867 y desaparecido 58 años después, junto a su hijo mayor, en algún lugar cercano al Río Xingú, en territorio brasileño. 

La fascinación de Fawcett por hallar los restos de una antiquísima ciudadela comenzó en 1906, cuando tuvo la fortuna de ser enviado al continente sudamericano por la Royal Geographical Society con la misión de cartografiar una serie de fronteras naturales que permitieran dirimir una disputa fronteriza entre Bolivia y Brasil. El hallazgo de una serie de vasijas, teóricamente prehistóricas, en esa primera expedición, le confirmaron la existencia en el pasado remoto de una primitiva pero sofisticada civilización, chispa seminal para una obsesión que insumiría gran parte de su energía física y mental durante los siguientes veinte años. Los datos de la realidad y el libro de investigación y ensayo La ciudad perdida de Z: La última expedición en busca de El Dorado, escrito por el periodista David Grann y publicado el castellano por Plaza y Janés en 2010, son el punto de partida para una versión cinematográfica de la historia, que luego de varias dilaciones y anuncios abortados nunca llegó a tener un estreno comercial en salas de cine en nuestro país. Z, la ciudad perdida puede verse de manera oficial gracias a la modalidad de alquiler del sistema Google Play, aunque desde hace varios meses los seguidores del realizador James Gray han podido disfrutar de sus placeres y dolores de manera non sancta. 

Bajo la dirección del responsable de Los dueños de la noche y La traición, la historia de Percy Fawcett, de cómo su vida cambió luego de visitar la selva amazónica y algunas cosas más se transforma en un tratado de clasicismo por partida doble: Z recupera no sólo el encanto de los relatos de aventuras en parajes remotos y exóticos de la literatura decimonónica sino, también, una forma de narración cinematográfica que retoma y actualiza un legado que -como el enigmático orbe que le quita el sueño al protagonista- parece casi perdido en las nieblas de la historia.

El corazón de las tinieblas

“A lo largo de casi un siglo los exploradores lo han sacrificado todo, incluso sus vidas, para hallar la Ciudad de Z”, escribe David Grann en el prólogo de su libro. “La búsqueda de la civilización, y de los incontables hombres que desaparecieron mientras intentaban hallarla, han eclipsado las novelas de búsqueda victorianas de Arthur Conan Doyle y H. Rider Haggard, quienes, casualmente, se sintieron atraídos por la caza de Z en la vida real. En varias ocasiones, tuve que recordarme que todo en esta historia es real: una estrella de cine fue realmente secuestrada por aborígenes; existieron caníbales, ruinas, mapas secretos y espías; hubo exploradores que murieron de inanición, enfermedades, ataques de animales salvajes y flechas venenosas; y en medio de la aventura y la muerte estaba en juego la mismísima comprensión de los habitantes americanos antes de que Cristóbal Colón llegara a las costas del Nuevo Mundo”. Lo que Grann afirma indirectamente es que varias generaciones de lectores y espectadores del siglo pasado (y del presente) han crecido leyendo, escuchando y observando esos relatos con el tamiz de la ficción, los datos y hechos concretos transfigurados por la leyenda, un poco como aquellos que, a mediados del 1800, leían los cuentos de bolsillo del Lejano Oeste, inspirados en las noticas o en versiones orales de los acontecimientos reales que tenían lugar casi al mismo tiempo. Muchas veces, advierte Grann, la aventura real y la aventura como género literario o cinematográfico están más entrelazadas de lo que puede llegar a imaginarse, a pesar de las costuras y ornamentos que toda buena ficción requiere de sus autores para llegar a buen puerto narrativo. El redescubrimiento de la ciudad perdida de Machu Picchu en 1911, referido en una breve escena en la película de Gray, o el posterior hallazgo de la tumba del faraón Tutankamón en Egipto –por citar apenas dos ejemplos de célebres “descubrimientos” de esos tiempos–, marcaron a fuego los albores del siglo XX, una era en la cual todavía existían lugares del planeta jamás visitados por el hombre (el blanco, al menos) y secretos del pasado remoto que aún no habían sido desempolvados y estudiados por la ciencia. Ese positivismo optimista, sumado al deseo de abandonar formas de vida establecidas y confortables para con el cuerpo y la mente, confluyen como afluentes en la figura de Percy Fawcett, un Aguirre que nunca se deja vencer por el canto de sirena de la locura o encantar por los oropeles del corazón de las tinieblas oculto en el desierto verde.

Las referencias a una de las películas más famosas del alemán viajero Werner Herzog y al libro de Joseph Conrad (y a su célebre y muy libre adaptación cinematográfica) no es casual. Y no sólo por las relaciones temáticas que se establecen de manera casi automática. El rodaje de Z, la ciudad perdida no habrá sido tan caótico como el de Aguirre, la ira de Dios o salvaje como el de Apocalipsis Now (los adjetivos pueden intercambiarse), pero indudablemente estuvo atravesado por una serie de dificultades, tanto operativas como humanas. Eso es lo que llegó a afirmar el realizador –un poco a regañadientes– luego del estreno mundial del largometraje en el Festival de Berlín, a comienzos del año pasado, en una entrevista con la revista Slant: “No me gusta hablar mucho de eso. Me gustaría que la película se defienda sola. No quiero que el público vaya a verla sólo porque fue difícil hacerla. Fue físicamente horrible, pero obviamente no es lo mismo que atravesar algún tipo de infierno físico. Desde luego, te enfrentas a temperaturas de 38 grados con cien por ciento de humedad, insectos, cocodrilos, serpientes, arañas y todo eso. Me gusta, incluso diría que amo, Fitzcarraldo, pero mi película favorita de Herzog sigue siendo Aguirre; creo que es una de las más grandes películas de todos los tiempos. Y, por supuesto, está Apocalipsis Now. Esa es una película muy diferente, ubicada en un lugar diferente, pero estamos hablando de las dificultades de producción y eso es lo que todas estas películas tienen en común. A pesar de las similitudes, puse mucha presión para no repetir lo que habían hecho Coppola o Herzog, ya que estaba tratando de crear algo distinto”. Se trata, indudablemente, de parientes lejanos con rasgos en común: allí están la pequeña ópera incrustada en el medio de la selva (pequeño remanso para el empresario del caucho brasileño interpretado por un irreconocible Franco Nero), los paseos en balsa en medio de una lluvia de flechas, las temibles amenazas de la insania y la falta de alimentos, la posibilidad de hallar a algún coronel Kurtz de ocasión.

El fin de la aventura

La saga aventurera de Fawcett no está marcada por el horror de la guerra de guerrillas, la obsesión por las riquezas o las ambiciones desmedidas sino por un intenso deseo de confirmar las intuiciones del intelecto y el espíritu en un doble fin de época: el de un ya resquebrajado pero resistente Imperio Británico y el de un concepto de ciencia general que englobaba y aglutinaba, antes de su atomización en millones de partículas de investigación independiente y especializada. El director de la también inédita en nuestro país The Immigrant conjuga de esa manera una cierta tendencia al clasicismo –que ya estaba presente en gran parte de su obra previa– con el deseo de abandonar el confort del estudio y la posproducción digital, saliendo en busca de un realismo que sólo el rodaje en locación parece ser capaz de ofrecer. Como si el proceso de filmación de una película fuera esencialmente eso: una aventura, comparable en cierto grado (menor, si se quiere) a la reflejada en pantalla. El Percy Fawcett interpretado por el inglés Charlie Hunnam es todo lo que un caballero británico debe ser, pero el guion, escrito por el propio Gray, incorpora en el personaje una creciente conciencia humanista que parece ir en contra del pensamiento hegemónico de la sociedad que lo rodea, muy particularmente dentro de los reducidos círculos militares y científicos de los que forma parte. Es una virtud nada menor de la película que la mirada del protagonista nunca se tiña de un ecologismo anacrónico o, peor aún, de revisionismo sobre la problemática aborigen, que bien podría haber convertido a Z en un convencional producto culpógeno diseñado para el consumo veloz y descartable. Fawcett es, por otro lado, una criatura sumamente contradictoria: el encendido discurso frente a una multitud enfervorizada, enfrentada al núcleo de sus ideas, su defensa de la necesidad de mantener la “cabeza abierta” (sic) ante la aparición de nuevas pruebas que podrían desbaratar teorías anquilosadas, es seguida algunos minutos más tarde por una defensa de los roles y espacios establecidos socialmente para el hombre y la mujer. “Estoy de acuerdo en la igualdad de mente entre ambos, pero no en la física”, le dice con clásica seriedad masculina a su esposa Nina (Sienna Miller), madre de sus tres hijos, ante la sugerencia de que, por una vez, podría dejar el seno del hogar y acompañarlo en uno de los viajes a la selva.

Además de aventurero empedernido, Percy Fawcett es padre, y en la relación lejana con sus hijos –a quienes deja de ver durante meses e incluso años en cada una de las visitas a la jungla, como así también durante su paso por el frente de batalla de la Gran Guerra– se juega una parte esencial de las ambigüedades del personaje: el deseo de viajar a sitios lejanos y peligrosos en compañía de otros hombres, el ardiente deseo de demostrar sus intuiciones, la necesidad de edificar una identidad en base a ideales diferentes al de la familia, construyen al Fawcett público pero también al íntimo. El personaje de Henry Costin, su fiel amigo y compañero de ruta, interpretado por un Robert Pattinson cada vez más multifacético, resulta esencial en término dramáticos: es el espejo en el cual el protagonista se ve reflejado, tanto en las similitudes como en las diferencias que el paso del tiempo y las circunstancias de la vida comienzan a hacer cada vez más evidentes. De esa manera –a fuerza de obcecación y ansias irreprimibles, contra todo y contra todos, magnificado por su desaparición de la faz de la tierra– y a diferencia de otros exploradores más famosos y reputados de la historia como David Livingstone o Richard Francis Burton, la figura de Fawcett adquiere la pátina del misterio, de la aventura visceral que va más allá del prestigio de la antropología y las ciencias duras. Hay algo de él en el Kay Hoog del primer Fritz Lang, Las arañas, y en su reconversión tardía, Harald Berger, el arquitecto aventurero de La tumba india y El tigre de Eschnapur. También, desde luego, en Indiana Jones, en quien confluyen ideas, intereses y características de decenas de pares literarios y cinematográficos. El gran logro de la película de James Gray es saber pararse en el filo de dos continentes -el de la fantasía inflamada y el realismo más salvaje- sin caerse en las profundas aguas (o arenas movedizas) que los separan.