Domingo 29 de septiembre de 1968

Guardate bien de hacer del arte una ocupación secundaria, porque te castigarán los dioses que custodian la mediocridad general, pensé sin saberlo. Visto por mí a los diecisiete años, cuando aún no había hecho nada que justificara esa convicción. Por eso me intrigaba la vida “de los escritores”, buscaba en ellos el momento -o los momentos- de esa decisión. Me acuerdo de un verano leyendo la Recherche de Proust y viendo la epifanía del descubrimiento en la biblioteca de los Guermantes, cuando Marcel al final de su vida comprende que ha vivido todo para poder escribir la novela que uno está leyendo. En mi caso, el asunto fue al revés, tomé la decisión antes de vivir, sentado en el piso de un pasillo con la casa desmantelada.

Dejé de lado todas las coartadas (estudiar derecho, buscar trabajo seguro, hacer, como se dice, una familia, etc.) antes que nada, del mismo modo en que Marcel comprende que su fascinación por la vida social, por las fiestas y el mundo aristocrático no era nada comparada con su voluntad -mejor dicho, con su deseo- de ser un escritor.

Hay algo raro en la decisión de elegir lo imaginario como razón de la vida misma. Una falla, una fisura que nadie ha visto pero cuyas consecuencias se sienten en el lenguaje, en una disposición turbia y problemática de las palabras: todo eso no justifica nada, uno puede tener esas certezas y no alcanzar a escribir nunca ni una página. Por eso también he empezado sin darme cuenta a seguir la construcción de los escritores imaginarios en los textos de ficción. ¿Cómo son los escritores que los escritores inventan en sus novelas?, ¿qué hacen?, ¿en qué trabajan? El primero de esa estirpe para mí fue Nick Adams, el joven aspirante a escritor de los cuentos de Hemingway, luego vino el gran Stephen Dedalus, el joven esteta que mira con desprecio al mundo -a su familia, a su patria y a la religión- porque ha elegido ser un artista y no sabemos si lo logró porque Joyce lo deja al final de la noche del Ulysses caminando medio borracho por Dublín, con Leopold Bloom, que lo lleva a su casa con la intención secreta de adoptarlo como a un hijo (y también perversamente como el amante de Molly, su espléndida mujer). Hay una serie ahí que yo leí con fervor, como si fuera mi propia vida: Quentin Compson, el suicida de Faulkner, que se mata antes de haber hecho lo que imaginaba que quería hacer (ser un escritor). La lista sigue y yo estoy a medio camino de intentar una galería o una enciclopedia de la vida de los escritores imaginarios: todos parecen tener en común cierta inmadurez, no alcanzan a ser adultos (porque no quieren). Aquí podría yo usar las novelas de Gombrowicz, donde el artista se resiste a la madurez. Ése es el límite, ya que la madurez es la conversión del artista en un hombre integrado. Eso es lo que pasa en el final de Quijote, cuando Alonso Quijano ha olvidado ya sus ilusiones y se resigna a la vida trivial. Por eso la vida de los artistas en las novelas termina rápido y en general todos mueren o se suicidan para no resignarse y admitir el peso de lo real.

Este fragmento pertenece a Los años felices, segundo volumen de Los diarios de Emilio Renzi, editorial Anagrama.
Los diarios de Emilio Renzi: Años de formación. Ricardo Piglia Anagrama 360 páginas