Di en pensarlo, en un comienzo, como una especie de Erik Lönnrot: expresión por demás perfecta del crítico como detective, el lector como razonador de hipótesis que funcionan en los textos y en el mundo. Me ayudó a imaginarlo así una foto de Alejandra López incluida en Primera persona, el libro de entrevistas que Graciela Speranza publicó en 1995. Pero al final tuve que concebirlo, y nunca pude hacerlo del todo, como una especie de Recabarren: el cuerpo inmóvil y la lucidez intacta. Porque Borges, ciego, concibió a Recabarren como lo otro complementario de sí: lo único que podía hacer era ver. Y lo que vio, en “El fin”, lo que Borges le hizo ver, fue la revancha de un duelo entre Martín Fierro y un negro, es decir, la manera en que la tradición no deja de acontecer, de renovarse, de alterarse. Lo mismo, exactamente lo mismo, que Piglia vio, que Piglia nos hizo ver.

Horacio González escribió el otro día, aquí en Página 12, que Piglia “en los últimos tiempos escribió con los ojos”. Y eso me permitió entender hasta qué punto había, en efecto, llegado a consumar la utopía de la fusión de la escritura con la lectura. La dificultad y el impedimento admitían ser concebidos también como una forma paradójica de potencia: escribir con la vista, y no con la mano, era escribir como si se leyera, o mejor, literalmente, no era sino escribir leyendo, lo uno con lo otro, lo uno en lo otro.

Presiento que en este párrafo, por ser el último, debería yo ofrecer alguna clase de consuelo para lo que pasó, pero la verdad es que no lo tengo.