La decisión del jurado popular que absolvió a un carnicero que persiguió y asesinó a una persona que había robado, es un caso elocuente que sirve para constatar no solo los desafíos que tiene la justicia penal nacional por delante, sino sobretodo las dos grandes posiciones hoy en pugna en la doctrina constitucional y penal: el garantismo (Ferrajoli-Zaffaroni), por un lado, que no plebiscita las garantías ni los derechos básicos (no es cuestión de decisiones “populares” e incluso mayoritarias el respeto de ciertas garantías básicas, indelegables, e “indecidibles”), y el mayoritarismo (o realismo, afín al punitivismo) por el otro, que entiende que el primer caso es una muestra paternalista que esconde un “elitismo” de mentes “sabias” (Gargarella, en la estela de Waldron, ha sostenido esta crítica contra Luigi Ferrajoli y también contra Zaffaroni), que se pondrían por encima (con su piso indecidible, con sus garantías intocables) de la democracia o de las decisiones soberanas de una mayoría popular o, en este caso, de un jurado. Pero legitimar asesinatos de personas que escapan (luego de delinquir) es barrer con el debido proceso. 

El juicio por jurados tiene dificultades ostensibles que han sido ya sobradamente mencionadas por la doctrina, más en sociedades con estructuras mediáticas altamente concentradas, donde no proliferan el debate y el disenso, sino el pensamiento unidimensional y casi siempre direccionado. La fusión creciente entre las argumentaciones mediáticas y las argumentaciones que emplea la justicia (algo que el realismo celebra, tanto el realismo jurídico como el realismo ecónomico, que se beneficia con el quiebre creciente de garantias sociales) es otro fenómeno que va en la misma sintonía: una erosión constante y creciente del garantismo y el positivismo jurídico (defensa de la legalidad estricta, y esta legalidad alcanza todos los planos: derechos sociales, laborales, educativos, alimentarios), que es su método. El no garantismo es decididamente no positivista, por eso se aparta de las normas escritas estrictas, del derecho positivo, haciendo valer el “sentir popular” en una sentencia. De este modo subrepticio se horada la legalidad. El Poder Judicial es un poder “contra mayoritario” para evitar esto: que una minoría pueda ser desprotegida. En este caso la minoría son los “delincuentes” estigmatizados y presentados en los medios como seres sin derechos, a quien cualquiera podría dar muerte, siendo tal acto un acto no ilegal, sino “justo”. Por eso el presidente recibe a una persona que mata a un menor que había delinquido (y debía ser procesado, no asesinado) como un héroe. Esto es plebiscitar la culpabilidad o la inocencia, barriendo (tanto en el caso Chocobar como en el caso del carnicero absuelto se tergiversa el sentido de la legítima defensa, dándole un alcance que a todas luces no tiene, un punto en que toda la doctrina es pacífica) con todas las garantías del debido proceso y también barriendo con el principio de legalidad, que reduce la constatación del tipo a un simple silogismo. Y el caso del carnicero no era un caso difícil. Era un caso sencillo, que cualquier estudiante de abogacía puede resolver sin dificultades. El problema, una vez más, es el mensaje que la justicia penal le brinda al conjunto de los argentinos: que vale la muerte y vale la lucha de todos contra todos, que la policía es un accesorio y que el debido proceso se puede soslayar. Que se puede hacer “justicia” por “mano propia”. Una renuncia al Estado de Derecho. Eso es lo que implica la renuncia al garantismo. La renuncia al debido proceso. 

Zaffaroni tiene un texto famoso, producto de una conferencia en Brasil, llamado “la regla del carnicero”, donde explica que el penalista se siente muy identificado con la figura del carnicero que vive pensando que con penas (cuchillos llenos de sangre, cadáveres que cuelgan de frigoríficos donde se amontonan cuerpos violentados como en una cárcel perdida) puede solucionar “algo”, cuando no es así. Por eso las cárceles son carnicerías que solo agigantan y profundizan la violencia. En este sentido, declarar la inocencia de un culpable es dogmáticamente correcta: la cárcel no hubiera aportado nada “mejor”, no lo hubiera “reformado” ni resocializado. Pero esta regla debiera extenderse a todos los otros inocentes(que no son pocos) que están indebidamente presos. Y tampoco el mensaje que brinda la Justicia es el adecuado: por que matar a quien escapa no es (nunca) defenderse. Es matar. Es revancha. Es odio. Y la Justicia está para evitar esto. No para justificarlo. 

* UBA-Conicet, director del Tribunal Experimental en Derechos Humanos Rodolfo Ortega Peña (UNLa).