Un día extremadamente lluvioso en la localidad de San Martín obligó a frenar el rodaje de Carancho, el film de Pablo Trapero en el que Ricardo Darín componía a un abogado inescrupuloso. Era el año 2009 y el equipo estaba filmando en el cementerio de esa localidad bonaerense que, al estar ubicado en un pozo, se inundó. La situación fue caótica y todos quedaron varados en el lugar. Darín tenía en sus manos el libro para una película de Martín Hodara, Nieve negra. Se conocían: ambos formaron dupla como directores para terminar La señal, el film dirigido por Eduardo Mignogna, que había quedado inconcluso tras la muerte del realizador. “Estaba solo, nadie iba a venir a buscarme por un par de horas, así que hice lo que más me gusta: leer un guión de principio a fin, de corrido, porque es lo que me da una idea de cómo puede ser la historia”, recuerda Darín ante PáginaI12. Cuando terminó la última página, el actor le dijo a Hodara: “Todavía estoy nervioso, excitado, tenés que hacer esta película”.

Y así fue. Después de varios años, la ópera prima en solitario de Hodara se estrena el 19 de enero. Cuenta la cruel historia de Salvador (Darín), un hombre parco que vive aislado en el medio de la Patagonia. Su silencio obedece a un hecho trágico sucedido en su juventud que lo alejó del resto de su familia. Sin embargo, el pasado lo encuentra en la figura de su hermano Marcos (Leonardo Sbaraglia) quien, luego de la muerte de su padre, llega junto a su esposa Laura (Laia Costa) hasta la cabaña para tratar la venta de los terrenos que comparten por herencia. El cruce, en medio de ese paraje solitario e inaccesible, reaviva un secreto dormido durante años. La historia transcurre en la nieve. “Que todo esto ocurriera en la nieve a 3 mil metros de altura, en una montaña desolada, era fundamental pero de una altísima complicación para la producción, porque hay que trasladar casi cien personas del equipo, con máquinas, luces, camiones, herramientas pesadas. No conocíamos un lugar que tuviera el acceso disponible, que reuniera las condiciones que queríamos; es decir, que fuera un páramo, un lugar que no fuera de acceso fácil pero al que pudiera llegar el equipo”, recuerda Darín. A tal punto Darín estaba interesado en actuar en el largometraje que llegó a decirle a Hodara: “Hagámosla sin nieve, en la montaña”. “Pero él no quería”, sostiene. Finalmente, dieron con el lugar adecuado.

El actor asegura que lo que le gustó del guión fue que se trataba de “una tragedia familiar guardada en silencio durante mucho tiempo, a la vieja usanza”, mientras reconoce que esas cosas “ya casi hoy no podrían ocurrir”. ¿Por qué? “El nivel de comunicación que tenemos hoy hace que a los dos minutos tengas en Twitter o en Instagram lo que pasa, y todo el mundo se entere de qué es lo que ocurrió en cualquier parte del planeta. Eso no ocurría hace veinticinco años. Era otra historia, los tiempos de comunicación eran distintos, las cosas se escondían con mayor facilidad. Me gustó que la historia viajara exactamente a ese contexto de época y geográfico, y que propusiera desparramar un escenario de los hechos en que todo incrimina a alguien, todo culpa a una persona que lo sostiene y guarda ese secreto y que, después, por cuestiones de ambición monetaria, como suele ocurrir, necesariamente tienen que salir a la luz”, relata el actor.

–¿Cómo fue el trabajo diario de transformación física que tuvo que hacer?

–Muy tedioso. Yo tenía la barba y el pelo largos, pero no tanto como el personaje.

–Está más gordo en la película.

–Sí, tenía que ser un tipo más pesado, que vive solo, no se cuida, no se afeita, no sé si se baña siquiera. Son esos lugares donde las condiciones de pegarte una ducha que nosotros tomamos con naturalidad y con normalidad no son fáciles. Pero lo más arduo fue lo de la barba, porque todas las noches me arrancaban las extensiones. Había que sacarlas porque al otro día no servían, se apelmazaban. Me volvían a poner y eso llevaba todos los días una hora a la mañana.

–¿Cuántos kilos tuvo que engordar?

–No es que tuve que engordarlos, no era una condición inalterable. Nos pareció que era así y medio que me abandoné. Y ahora me está costando bajar. La panza se te queda a vivir (risas).

–Al ver la película se nota que es un personaje muy distinto a usted: no es un hombre de muchas palabras y no tiene nada de simpático. ¿Prefiere los personajes que guardan una distancia con el actor o le gusta sentir una sintonía?

–Cuanto más alejado estoy de un personaje, más atractivo me resulta, porque el nivel de complicación se multiplica. Esto va más allá del resultado: te puede salir bien o mal, pero a priori me gusta la intención o el magnetismo que pueda ofrecerte. Cuanto más alejado está el personaje, a mí me sugiere más desafío. No es fácil encontrar desafíos en un camino profesional como el mío, donde si te va bien por un lado, te empiezan a aparecer todos proyectos con esa tendencia. Es complejo el tema. No es tan fácil. Otra cosa que me gustó mucho de este planteo es que no tengo muchas oportunidades de hacer un personaje coprotagónico; es decir, que el peso de la película no caiga sobre mis espaldas. Esos, por lo general, son los personajes más agradecidos. Cuando un personaje tiene la responsabilidad de contar un cuento de principio a fin, tiene todos los fotogramas de la película cargados sobre sus espaldas y por supuesto el actor tiene muchas más chances de equivocarse.

–A priori, no es un personaje con el que la gente pueda tener empatía. Sin embargo, tampoco es que genere rechazo. ¿Le pasó de sentir esta ambivalencia al momento de construirlo?

–Creo que lo que ocurre es que produce un rechazo inicial por su hosquedad, por su forma de ser, pero a medida que transcurre el tiempo, probablemente al espectador le pase un poco lo que le pasa al personaje que hace Laia Costa: le hablaron de un monstruo, de un tipo que ha cortado comunicación con el mundo exterior, y ella empieza a notar que la cosa no sólo no es tan así sino que el tipo, a pesar de tener cinismo y una ironía muy ácida y muy oscura, tiene algún punto posible de comunicación. De hecho, ella lo intenta. Y me parece que lo que le pasa al personaje de Laia es un poco lo que le puede pasar al espectador. Como no sabemos bien qué es lo que ocurre y la historia está por revelarse, eso le agrega un poco de suspenso.

–Sus últimas tres películas tuvieron el tema de la muerte abordado desde diferentes perspectivas: Truman, Kóblic y ahora Nieve Negra. ¿Es una temática que le interesa particularmente para trabajar o fue una casualidad?

–No, lo que pasa es que no hay muchos temas: hay cinco, seis, diez temas históricos en la literatura y en la cinematografía que son básicamente esenciales para desarrollar historias. Normalmente, la muerte está emparentada con la mayor parte de las estructuras narrativas de historias que tienen peso, suspenso. Si no está en el centro de la escena, por lo menos es tangencial. No es que me interese especialmente ni me deje de interesar. Kóblic habla de un hecho tristemente histórico, y Truman es más de nuestros días y tiene que ver un poco más con la normalidad de lo que puede ocurrir. En este caso, es una historia que se corta sola por otro lado. Es como una caja de sorpresas. Vamos a ir descubriendo cosas a medida que transcurre y que no imaginábamos.

–El hecho de que la haya dirigido Martín Hodara, con quien usted tuvo su primera experiencia detrás de cámaras, ¿le hizo pensar en su proyecto como director? ¿Sigue en pie ese proyecto?

–Sí, cada vez más. Es como un camino de aprendizaje. Lo que ocurrió con La señal fue una cosa fortuita, inimaginable, y fue ponerle el pecho a una situación en la que, de otro modo, el largo hubiera quedado trunco, lo cual hubiese sido muy grave para muchos, más lo que ocurrió con Eduardo. Eso fue una instancia. Fue de mucho aprendizaje, de mucha experiencia en ese momento, pero no muy relajado. Estábamos con un gran compromiso. Trato de aprender de cada uno de los directores con los que me toca trabajar porque siempre hay algo para aprender, sobre todo de la gente joven: son los que han recibido toda la información de generaciones anteriores, pero empiezan a arrojar como resultado conceptos propios. Empiezan a proponer caminos y posibilidades. Eso me produce mucha excitación en términos profesionales, me atrae, me magnetiza. Cada vez me siento más cerca de estar permanentemente preguntando. Me he convertido en una especie de plomo porque me meto en todo, pero los que me conocen me perdonan porque lo que quiero es aprender.

–En una entrevista con PáginaI12 contó que la bisagra en su carrera no fueron Nueve reinas ni El hijo de la novia sino Perdido por perdido, de Alberto Lecchi. ¿Por qué no volvió a trabajar con él si fue alguien tan significativo en su carrera?

–Por dos cosas que, por lo menos, puedo tener al alcance de la explicación. Básicamente, él empezó a filmar mucho, como era de esperar, porque es muy buen director. Filmó en España, en Cuba. Empezó a subirse a producciones y se convirtió en un tipo muy prolífico. Al mismo tiempo, a mí me pasó lo mismo pero para otro lado, como si nuestros caminos se hubieran bifurcado ahí. Después, él tuvo intenciones y me arrimó dos guiones, pero yo ya estaba anotado en otros proyectos. Son esas cosas que se dan a veces, pero no desconfío de la posibilidad de que en algún momento nos juntemos. Le debo mucho, él fue muy generoso conmigo. Casi diría que fue el primero que me empezó a mostrar cómo funcionaban las cosas detrás de cámara. Eso me abrió una puerta muy importante, me abrió los ojos, me hizo descubrir que en cine no basta con ser buen actor sino que hay que entender cómo funcionan las cosas; es algo que nadie me había mostrado. La metodología de trabajo para el actor aplicada al cine es totalmente distinta a otras. La pantalla es muy grande y de ahí surge esa frase que circula y que dice que en cine menos es más. Básicamente, eso se debe a la multiplicación que se produce por el tamaño de la pantalla; es decir, un gesto natural entre usted y yo a pequeña distancia, con el tamaño de nuestros cuerpos y nuestras caras, es una cosa. Ahora, si yo le pongo un primer plano y lo transporto a una pantalla que mide dieciocho metros de alto, cualquier cosa que usted haga parece una exageración. No es fácil comprender a qué nos referimos cuando hablamos de economía. Parece que economía fuera inacción o la falta absoluta de intenciones, y no es eso.

–¿Cree que al público le quedan más en el recuerdo sus personajes más vulnerables? Porque el de Nueve reinas no era para nada lo que podría llamarse un hombre sensible y, sin embargo, es muy recordado, pero también están los de El hijo de la novia y El secreto de sus ojos.

–Contrariamente a lo que muchos puedan creer o sostener, creo que todo se debe a las historias. Si la historia es potente, si está bien realizada, va a ser más recordada; y si tenés la suerte de tener un personaje con carne y hueso, serás la eterna cara visible de esa historia. Pero, en realidad, es una gran injusticia que sólo sean recordados los actores. Es un facilismo. Creo que eso se debe a las historias. Hay algunas que llegan al hueso o al ADN de la audiencia, y se quedan instaladas ahí. No sé si se trata de vulnerabilidad o no. Por ejemplo, yo noto que, a nivel popular, el personaje del ingeniero Bombita, de Relatos salvajes, caló hondo, pero porque es como un embudo de todo ciudadano que alguna vez se ha sentido atropellado, manoseado, ninguneado. Entonces, resume un sentimiento una fantasía muy grande que es: “Que vuele todo a la mierda”. Aunque sabemos que está mal y que es injusto intrínsecamente, pero es como una fantasía. Eso tiene que ver con las historias, con la calidad y lo incisivo de los guionistas en ese sentido.

–Hizo algunos personajes con historias en las que la política está incluida. Por ejemplo, Kamchatka, algo en El secreto de sus ojos y Kóblic, y próximamente interpretará al presidente argentino en La cordillera, de Santiago Mitre. ¿Qué le provocan las películas donde la política se mete en la historia?

–La política está metida en todo. Hay guionistas que tienen mayor capacidad para establecer un contexto en el que eso ocurra. Entonces, todos, por una cuestión de inconsciente colectivo, sabemos qué estaba ocurriendo en ese momento mientras sucede la historia que nos están contando ahora. La política se inmiscuye en todo porque nos afecta a todos. Lo que he tratado de no hacer nunca es política partidaria, porque no pertenezco a ningún partido y me resultaría muy incómodo, pero no lo descarto: a lo mejor, un día vienen y me dicen: “¿Por qué no hacés un peronista a ultranza o un radical?”. Ya veré. Depende de qué libro tenga entre manos. Pasa que Kamchatka, Kóblic y El secreto de sus ojos hacen referencia a algo que todo el colectivo de la comunidad argentina conoce, esté parado donde esté parado. Lo conocemos tristemente por el dolor, lo tenemos atravesado en la médula. Entonces, en esos casos, me parece que todo depende de la inteligencia con que se toque el tema. Kamchatka fue uno de los libros más bellamente escritos que leí para cine. No había forma de leer ese libro de principio a fin, como a mí me gusta, y no detenerme para limpiarme y secarme los ojos, porque no podía parar de llorar.

–¿Por qué?

–Porque como ciudadano sabía cuál era el destino de los personajes, pero ellos no lo sabían. Entonces, me producía una gran tristeza. Fue uno de los obstáculos más grandes que tuvimos con Ceci Roth: teníamos que luchar contra nuestras propias emociones, porque los personajes no sabían qué era lo que iba a ocurrir. Estaban jugados a una y tenían que accionar. Ese libro fue muy bellamente escrito, como el de El secreto de sus ojos, que tiene la inteligencia de tenerlo como telón de fondo. En principio, toca dos troncos narrativos, que es la historia del crimen y la historia romántica entre dos de sus personajes y, como telón de fondo, la Argentina con sus vaivenes y lo que estaba ocurriendo.

–Y ya que habla de política, ¿qué balance hace de este año?

–Para mí fue un año muy equivocado en muchos aspectos. Creo que muchas cosas se empezaron a destapar, se ha enfatizado mucho sobre las cosas que se han destapado. Se ha desatendido mucho de la realidad del aquí y ahora amparados en la herencia y demás. Al mismo tiempo, trato de ser prudente y trato de mantener mi imparcialidad. Tengo muchas críticas para con este gobierno. Tuve muchas críticas para con el gobierno anterior. Este lleva un año. Me criticaron muchísimo por todos lados. Lo gracioso fue que me criticaron de ambas partes, los macristas y los kirchneristas, porque en un reportaje alguien me dijo: “¿Le darías un voto de confianza de un año más a Macri?”. ¿Cómo no se lo voy a dar? ¿Quién soy yo para no dárselo? ¿Qué significaría decir: “No, no se lo doy”? ¿Cuál es el subtexto de eso? Ojalá le vaya bien, ojalá arreglen las cosas, pero está todo tan caldeado que tenés que tener mucho cuidado con lo que decís, porque el que lo quiere malinterpretar está a la orden del día. Por otra parte, la gente no se toma el trabajo de leer todas las notas en profundidad. Se guía más por los títulos y los subtítulos. Y eso muchas veces te expone en un lugar en el que no estabas para nada interesado en ser expuesto. Este fue un año difícil. Después de mucho tiempo de una administración, aparece una nueva, se tiene que ubicar. Creo que han tenido un grave problema comunicacional básico para afuera y para adentro. Y les deseo lo mejor porque nos deseo lo mejor, contrariamente a lo que ocurre mucho por algún lado que no les desean lo mejor. La gente no tiene memoria, no se acuerda muy bien de lo que significa no desear lo mejor. Pero yo sí, porque el 16 de enero cumplo 60 años. Entonces, me gustaría que aprendamos de los errores pasados, que tengamos un país democrático en el que viene un gobierno y que trate de hacer lo mejor que pueda, y que si no funciona, por votación popular, al cabo de su mandato, elijamos a otro, pero que ese otro no se cague en algunos pocos o muchos aciertos que haya tenido el anterior. Y así sucesivamente, porque es la única forma de mirar para adelante y tratar de pensar en un país a treinta, cincuenta, cien años. Yo sé que no lo voy a ver, pero tengo hijos y espero tener nietos.